«Corazón tan blanco» en Alemania: historia de un descubrimiento
España es el país invitado de honor de la Feria del Libro de Fráncfort de 2022, la cual empieza este miércoles 19 de octubre. Allí, en el mayor evento comercial del sector, durante los fastos de celebración de la literatura española contemporánea, se le hará un homenaje póstumo a Javier Marías, quizás el autor español que más lectores ha tenido en Alemania. Por este motivo, desde LENGUA honramos la trayectoria y el legado de Marías viajando al origen de su éxito en el país centroeuropeo: la publicación allí de «Corazón tan blanco», en 1996. Estos dos textos que siguen, ambos firmados por del periodista alemán Paul Ingendaay, forman parte de «No he querido saber», un anexo a la edición conmemorativa por el 25º aniversario de este título imprescindible. En el primero de ellos, el autor reflexiona -en 2017, cuando fue impreso por primera vez este volumen especial editado por Alfaguara- del fenómeno editorial en el que devino este hoy clásico contemporáneo; en el segundo, titulado «Los oídos no tienen párpados»-, el propio Ingendaay reseña la obra de Marías -en 1996- con los ojos -y el gusto- de quien la acaba de leer por primera vez.
Por Paul Ingendaay
Javier Marías en una foto tomada en abril de 2006. Crédito: Quim Llenas / Getty Images.
Recuerdo perfectamente y con vivo detalle el día en que escuché por primera vez el nombre Javier Marías. Un compañero mío —editor literario, como yo, del Frankfurter Allgemeine Zeitung— me pidió revisar su reseña de la novela El hombre sentimental. Así lo solíamos hacer entre los cuatro editores literarios —¡menudo lujo!— del diario alemán. Ocupábamos las mismas oficinas donde, pocos años atrás, había reinado el legendario crítico polaco-alemán Marcel Reich-Ranicki.
La quinta novela de Javier Marías, publicada en España en 1986, salió en alemán en 1992, inequívoco indicio de que el escritor madrileño todavía no era, ni mucho menos, un autor codiciado por editoriales internacionales. Pasaron seis años antes de que una editorial de mi país comprara los derechos del libro. La larga reseña de mi compañero, Jens Jessen, fue muy convincente. Hablaba de una novela insólita, rica, de mucho rigor intelectual, pero también con grandes dosis de sensualidad. Algo más tarde, con la curiosidad despertada, me puse a leer El hombre sentimental y tuve la misma impresión. Este escritor español poco conocido internacionalmente, que apenas había superado los cuarenta años, era único y lo mejor que había leído en mucho tiempo.
Así que, cuatro años después, en la primavera de 1996, estaba preparado para leer Corazón tan blanco, la nueva novela de Marías en el mercado alemán. Otra vez, nadie había tenido prisa alguna en sacar el libro. Pasaron cuatro años entre la edición española (1992) y la traducción al alemán. Cuando el sello Piper, por motivos comerciales, dejó de publicar a Javier Marías, ni Suhrkamp ni otros grandes de la cultura editorial alemana querían ficharle. Este autor, debieron de pensar, es un pringado. Es muy bueno, pero no vende libros. Al final fue la editorial Klett-Cotta, de Stuttgart, la que se hizo con los derechos. Nadie les tenía envidia hasta diez semanas más tarde.
Tengo la hemeroteca a mano y puedo confirmar que Corazón tan blanco, desde que se sacara la novela al mercado de habla alemana a comienzos de abril de 1996, recibió diez reseñas en medios nacionales en algo más de tres meses, casi todas muy positivas. La primera, la mía, salió el 2 de abril en el suplemento literario del Frankfurter Allgemeine [el texto íntegro se puede leer bajo estas líneas]. Otras tantas aparecieron en el diario Die Welt (11 de mayo), el Züricher Tagesanzeiger, de Suiza (23 de mayo) y la Süddeutsche Zeitung, de Múnich, el día 25 de mayo. No conozco las cifras de ventas de aquellos primeros meses, pero me imagino que las críticas dejaron cierta huella. Al fin y al cabo, nada les encanta más a los medios de comunicación que hacer un auténtico descubrimiento.
Obviamente, la historia no termina ahí. Corazón tan blanco habría sido un éxito de la crítica y poco más si no hubiera intervenido el todopoderoso Marcel Reich-Ranicki. Un día, un redactor, mano derecha del mismísimo maestro, vino a verme a mi oficina y me preguntó: «Oye, la novela de Javier Marías, ¿es tan buena como dices en tu reseña?». Le contesté: «No. Es mejor. No supe expresar adecuadamente lo buena que es. Tienes que leerla». Él asintió. «Bien, entonces. Reich quiere leerla. Le interesa.»
Editada en 44 países y traducida a 37 idiomas
Claro que le interesó. Era bien sabido que Reich-Ranicki era un gran aficionado a las novelas que tratan de amor y sexo, pero igual de conocido era su desprecio feroz por la incapacidad de la literatura moderna para decir algo nuevo e interesante sobre el tema. Se le vio como un viejo connaisseur en busca de la nueva Lolita, la nueva Ana Karenina. Después de jubilarse de su puesto en el Frankfurter Allgemeine, siete años atrás, se había consagrado como la autoridad literaria más influyente de Alemania desde el plató del programa televisivo El cuarteto literario de la cadena estatal, ZDF. En la tele, como todos sabemos, sobran argumentos y explicaciones. Todo es feeling, instinto, pasión. En este reino, Reich-Ranicki actuaba como rey con plenos poderes. Algunas veces, tres palabras elogiosas suyas fueron suficientes para convertir a un autor desconocido en un best seller.
Y eso pasó el 13 de junio de 1996, en El cuarteto literario, delante de millones de espectadores alemanes. Reich-Ranicki se mostró profundamente conmovido por la novela de Javier Marías. Llegó a decir que era «un libro genial», «una obra maestra» y «una de las novelas más importantes que he leído en los últimos años». Calificó al autor español, cuyo apellido había escuchado por vez primera sólo unas semanas antes, como «uno de los más importantes escritores europeos de hoy». Un flechazo, vamos.
Un redactor, mano derecha del mismísimo maestro, vino a verme a mi oficina y me preguntó: «Oye, la novela de Javier Marías, ¿es tan buena como dices en tu reseña?». Le contesté: «No. Es mejor. No supe expresar adecuadamente lo buena que es. Tienes que leerla». Él asintió. «Bien, entonces. Marcel Reich-Ranicki quiere leerla. Le interesa».
Aunque sus tres contertulianos asintieron, fue el desatado entusiasmo de este señor, de setenta y seis años recién cumplidos, lo que convenció al público alemán de que tenía que salir el día siguiente lo antes posible para comprar y leer la novela de un desconocido, titulada en alemán Mein Herz so weiß (Corazón tan blanco). De esta edición, magistralmente traducida por Elke Wehr, se han vendido en Alemania más de un millón de ejemplares.
Queda por decir que Reich-Ranicki, a lo largo de los trece años que duró su programa, hizo tres o cuatro autores de esta manera: a Cees Nooteboom, el holandés, por ejemplo; también, de forma póstuma, al húngaro Sándor Márai; y al propio Javier Marías. Es importante añadir, sin embargo, que Marcel Reich-Ranicki no «hizo» el éxito de estos autores en un sentido que no fuera comercial. Sólo actuaba de maestro de ceremonias, por así decirlo, porque tenía un don: sabía dirigir la mirada del gran público hacia libros de altísimo nivel que, como toda buena literatura, merecieron ser descubiertos por derecho propio.
Diciembre de 2017. Javier Marías en su casa de Madrid. Crédito: Quim Llenas / Getty Images.
Los oídos no tienen párpados
Reseña publicada en el Frankfurter Allgemeine Zeitung el 2 de abril de 1996. (Traducción de C. Canterla).
El español Javier Marías escribe una magnífica novela sobre el crimen y sus cómplices.
Si una novela comienza contando un suicidio en sus primeras páginas, nos sitúa de golpe ante las cosas serias y definitivas de la vida. Pero si resulta que la suicida es joven y bonita, de piel pálida y mirada velada, están sentadas, además, las bases de una intriga romántica en la que cualquiera puede imaginarse qué hay de por medio: un hombre. El español Javier Marías fue consciente de ello, y por eso empezó su novela Corazón tan blanco con estas líneas: «No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados».
Las siete páginas que siguen al suicidio de Teresa hay que leerlas como una maniobra de ocultación del autor. En ellas describe Marías el revuelo que ocasiona un suicidio en el seno de una familia acomodada. El padre, que acababa de comenzar a comer cuando sonó el disparo, ni escupe lo que tiene en la boca ni puede tragarlo, sino que vacila con desconcierto en el cuarto de baño, con la boca llena, contemplando el espeluznante panorama, y cierra el grifo y tapa con la servilleta el sostén de su hija con el bocado todavía a medias. Los invitados, entre los que hay un médico, se agolpan. La hermana le seca a la muerta las lágrimas. En el comedor la doncella sirve una tarta helada. De la calle llega el silbido del chico de los recados que descarga sus cajas. Mientras tanto, en el cuarto de baño el padre ha vomitado cuanto había comido, incluido el bocado atravesado.
Marías describe la escena de la casa con una minuciosidad casi preciosista; no omite ningún detalle al lector. Nos muestra todos los puntos de vista, y sabemos hasta que el chico de los recados ha dejado de silbar y que la doncella se ha enderezado el delantal. Todos, incluso la cocinera, entran en escena, hasta que Ranz, el marido de Teresa, llega a casa precedido de un halo de colonia. El escenario está siempre iluminado. Y nosotros nos quedamos tan deslumbrados con la escena tan brillantemente descrita que apenas advertimos que el narrador —que sólo en la primera frase ha dicho «yo»— hace ahora su aparición, revelando en la última frase del capítulo su identidad: «Todo el mundo dijo que Ranz, el cuñado, el marido, mi padre, había tenido muy mala suerte, ya que enviudaba por segunda vez».
Con la intriga de este comienzo se podría construir una bonita novela que tratase de la prescripción de la culpa y el saber a destiempo, de un hijo que busca la verdad sobre su padre, o, de modo más general, de los fantasmas de la historia que no se cuentan. ¿Y qué resultaría? Pocos autores se han preguntado cómo se enfrentan sus personajes a la verdad cuando ésta se hace evidente y si, en general, resulta beneficiosa o no para sus vidas. Y esto es precisamente lo que hace Marías. Como a su maestro, Joseph Conrad, no le interesa tanto revelar las conciencias de sus personajes como la disposición interna del proceso moral en el que el comportamiento de esos personajes se da a conocer y se deja examinar. Lo que le interesa es el problema de qué hacen los personajes con el conocimiento, un asunto que a menudo ha sido pasado por alto.
Reich-Ranicki se mostró profundamente conmovido por la novela de Javier Marías. Llegó a decir que era «un libro genial», «una obra maestra» y «una de las novelas más importantes que he leído en los últimos años». Calificó al autor español, cuyo apellido había escuchado por vez primera sólo unas semanas antes, como «uno de los más importantes escritores europeos de hoy».
Juan, el narrador, es hijo de Ranz, de su tercer matrimonio con la hermana menor de Teresa. Desde que nació, su tía no es para él más que una anécdota; sabe muy pocas cosas de las circunstancias de su muerte. Las 360 páginas de la novela nos cuentan esencialmente su historia, la de un español de treinta y cinco años que hace de intérprete en conferencias internacionales, que se ha casado hace un año, y que se ve obligado a viajar mucho, a Bruselas, a Ginebra, a Nueva York. Pero la aparente calma con la que selecciona sus recuerdos y los presenta al lector es engañosa. Pues si hasta ahora había podido darse por satisfecho con unas fotos enmarcadas y unas historias familiares sin tacha, esto se acabó.
Cuando se casa con Luisa, una colega de profesión, este inteligente e irónico narrador comienza a sentir inquietud y curiosidad. Fundamentalmente le preocupa que los recién casados se comporten como una pareja, que tengan que compartir el mismo destino, y que sobre la ancha cama reposen dos almohadas en vez de una sobre una cama pequeña. Y para qué hablar de la tiranía de la intimidad, si hay algo aún más peligroso: que los mismos gestos —lo dicho por uno a oídos del otro, por ejemplo— puedan significar tanto consuelo como provocación. Por ello, Juan comienza «a tener toda suerte de presentimientos de desastre».
El vocabulario médico de Proust, que calificaba a los estados de conciencia de «inoperables», no aparece aquí, ni siquiera ocasionalmente. También Javier Marías se muestra como un brillante psicólogo, pero es más bien un psicólogo que oculta el diagnóstico al paciente. Evidentes para Juan sólo lo son los acontecimientos que lo van a ir empujando cada vez más a su obsesión. En Cuba, durante el viaje de novios, escucha una conversación en la habitación de al lado: un hombre de negocios español tranquiliza a su amante cubana diciéndole que su mujer, en España, está muriéndose y que por tanto va a dejarles el camino completamente libre. La amante no lo cree y le pide al hombre de negocios que mate a su esposa.
El testigo no puede olvidar la historia. La repite en su imaginación como si tuviese que escenificarla en un serial radiofónico, la superpone a otros acontecimientos y acaba abstrayéndose con sus implicaciones. El narrador afirma una y otra vez que no cree en las repeticiones; y hace reflexiones muy interesantes sobre el azar, el destino, etcétera, que vienen a resumirse en la siguiente: en la línea continua que une lo que ya ha acontecido de lo que todavía no, no se pueden hacer distinciones morales. A pesar de lo cual, vuelve a pegar la oreja a la pared para no perderse lo más importante.
Pocos autores se han preguntado cómo se enfrentan sus personajes a la verdad cuando ésta se hace evidente y si, en general, resulta beneficiosa o no para sus vidas. Y esto es precisamente lo que hace Marías.
Resulta irónico que un meticuloso intérprete comience a temblar ante el poder de las «palabras sin dueño»: «Los oídos carecen de párpados que puedan cerrarse instintivamente a lo pronunciado». Con esto, lo que Marías pretende abordar es la conciencia de complicidad. Incluso allí donde no hay nada que ocultar, las personas se hacen confidencias unas a otras. Y sin embargo, Juan —y este es el fallo que su retórica ingeniosa oculta— se siente cómplice, incluso de traición y asesinato, sin que nadie lo haya hecho su confidente. En Nueva York, para ayudar a Berta, una antigua amante, vuelve a repetir. Persigue a un extranjero que ha respondido a través de una sección de contactos; rueda un vídeo íntimo que su amiga envía a ese hombre; incluso una noche accede a ser discreto para que Berta pueda encontrarse con el extranjero. Favores de amigo, al fin y al cabo, se dirá. Aunque también podría ser que Juan obtuviese de todo ello algún beneficio: la posibilidad de ser cómplice de tan extrañas confidencias sin arriesgar nada, sin abandonar su seguridad.
Ya desde el propio título Javier Marías sugiere la apuesta literaria de su novela —que Elke Wehr ha conseguido traducir a un alemán deslumbrante—. Cuando Lady Macbeth dice a su marido después del crimen: «My hands are of your colour; but I shame to wear a heart so white» («Mis manos son de tu color; pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco»), por una parte, evoca la instigación que le hizo al asesinato, pero por otra, la frontera que traza entre ella misma y el asesino, su marido. Que la fría y calculadora Lady Macbeth diga que en ella late un corazón blanco, si no es una broma macabra, sólo puede ser una maniobra manipuladora de aproximación y distanciamiento. Y lo que esta figura literaria sugiere es precisamente lo que atormenta al protagonista de la novela de Marías: el viejo secreto de su padre se le hace presente a él de nuevo, pero no ya como delito, sino como un virus que destruye el debilitado sistema de defensas del hijo. Juan sabe que Ranz perdió a su primera esposa, una cubana, de muerte violenta. Y sentado a oscuras en su habitación escucha, casualmente, que Ranz confiesa ante Luisa su historia. Una historia que, en efecto, trata de palabras dichas sin querer que tuvieron consecuencias, de un asesinato que pudo ocultarse fácilmente y que pesó sobre el asesino durante cuarenta años, sin que su conciencia le haya impedido para nada comprarse un abrigo elegante o cuidarse el pelo por las mañanas.
Únicamente quien no haya comprendido al autor hasta aquí podría reprocharle indiferencia moral por negarse a presentarnos una confesión con dolor de los pecados y propósito de enmienda, esto es, acompañada de contrición y arrepentimiento. ¿Cómo podría construir una escena tal, si todas las columnas en las que debería reposar este edificio están quebradas desde el principio del libro? Precisamente esta es la clave de la profunda desolación que Javier Marías pone en juego en su grandiosa novela. Si anula el mecanismo de la culpa y el arrepentimiento es porque no cree que las confidencias contribuyan a hacer el mundo mejor, ni para el asesino ni para su mundano improvisado confesor.
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