Artículos (1995-2019)
David Gistau: ¡Iceberg!
Manuel Jabois recuerda a su amigo David Gistau (Madrid, 1970-2020), periodista, guionista de televisión y autor de, entre otras, la novela «Golpes bajos» y el libro de relatos «Gente que se fue». Escribió crónicas, reportajes y columnas en Abc, El Mundo y La Razón, además de frecuentar las tertulias políticas y culturales de Onda Cero y Cadena Cope. En el aniversario de su fallecimiento, Debate recopila en «El penúltimo negroni» una selección de sus artículos escritos entre 1995 y 2009. Este texto es su prólogo.
Por Manuel Jabois

David Gistau (1970-2020). Fotografía por cortesía de su familia.
La vida de David Gistau, que por su precocidad estuvo llena de rutilantes primeras veces, se fue llenando de las últimas sin él saberlo. Una última columna que salió después de su muerte dedicada a la película de Martin Scorsese, una última cobertura fuera de Madrid que fue en Barcelona por motivo de los disturbios tras la sentencias del procés, una última cena que fue en el Café Varela durante un homenaje a Raúl del Pozo, los últimos y privados actos y palabras de amor relacionados con su familia. En esas últimas veces que hubo que recapitular no tras su accidente, del que muchos creímos que saldrá indemne, sino tras su muerte, sobresalió siempre una idea extraña: la de que su carrera no se había quedado a medias. En lo que respecta al periodismo, no se había muerto eso que tanta gente insistía en llamar, incluso a sus cuarenta y nueve años, una «joven firma» (está pendiente, por cierto, el debate de hasta cuándo es joven un escritor, si hasta los sesenta o los setenta años). Este libro es un desmentido de una «joven firma», de un «heredero de Umbral» (quiso mucho a Umbral, pero no tenía absolutamente nada que ver con él; Umbral era poeta/escritor y un personaje confeccionado con detalle, David un reportero del suceso y de la opinión que huía de imposturas y miraba con distancia y sarcasmo la «vida literaria» de los solemnes, de los malditos y de los dandies, siendo Umbral solo esto último). Es básicamente, el libro de un periodista en su esplendor, cuya muerte no nos privó de sus mejores crónicas, que serían tan buenas como estas, sino de sus mejores libros, que era adonde se dirigía. Escritos donde le dejasen y sin apenas promoción, «ese coñazo», por voluntad propia.
«Escritor. Futuro escritor. Los demás creen que esto es algo que no confesarán haber hecho cuando triunfen en el cine o en el teatro», cuenta un protagonista en el relato que abre Golpes bajos, una de sus incursiones en la ficción. Él empezó, o a él lo encarriló, verbo más ajustado, Benjamín Ojeda, editor de la revista de Renfe Paisajes, donde David empezó. Ojeda los envió a él y a Jorge Berlanga a hacer un reportaje de cruceros y allí, en el restaurante de un crucero de lujo, el veinteañero David Gistau gritó: «¡Iceberg!», poniendo todo patas arriba. Lo cuenta en el artículo que le dedicó a su muerte Javier Yanes: «Era como si le atizara una paliza a la hoja en blanco. Y cuando se pasaba por la redacción, siempre desprendía un torrente de carisma, de esa clase que los tímidos siempre hemos envidiado y del que hemos tratado de aprender, sin éxito, porque para eso hay que nacer».
En este libro se encuentra una parte fundamental de David Gistau, aquella que desgranó en las páginas de los periódicos. Su mejor luz, la que abarca un tiempo en el que su capacidad de observación llega adonde no llega casi nadie para explicar un tiempo que corrió tan deprisa que él mismo lo apuró como si fuera el último. Siempre he pensado que estar junto a él nos convertía a todos en personajes interesantes, dignos de un libro, mujeres y hombres a los que apetece conocer y con los que apetece estar. Era algo que conseguía también escribiendo, a pesar de la dificultad añadida del que no lo ha tratado. Y, sin embargo, hay una familiaridad absoluta en el tono, en las expresiones y en sus recursos que convierten su mirada divertida y compasiva sobre las cosas en algo tan reconocible que se hace difícil creer que en algún momento se produjo una última vez, que también esto acabó. Y que el iceberg que a él le esperaba, como el que pretendía Hemingway en los cuentos, no asomaba por ningún lado.