«El misterio Hannah Larson», de Alexandre Escrivà
Patrick Howard, célebre periodista de «true crime», se suicida en directo durante el programa con más audiencia de Estados Unidos. La joven inspectora Alison Hess se enfrenta así a su primer caso. Aunque todo apunta a un simple suicidio, Alison descubre que antes de morir Howard estaba escribiendo un libro sobre un famoso caso que quedó sin resolver: la muerte de Hannah Larson, de diecisiete años, brutalmente asesinada en 1993 cerca del río Hudson, a pocas manzanas de Manhattan. Su muerte salpicó a varios miembros de la alta sociedad neoyorquina y a la campaña de uno de los candidatos a la alcaldía de la ciudad. El libro que estaba escribiendo Patrick Howard ha desparecido y nadie parece conservar ni una sola copia del archivo. ¿Existió de verdad? ¿O quién asesinó a Hannah Larson no quiere que se encuentre? Un misterio que impactará en la vida personal de la inspectora Hess y que destapará secretos inconfesables sobre la ciudad de Nueva York y su élite... A continuación, LENGUA publica las primeras de «El misterio Hannah Larson» (Alfaguara, mayo de 2025), el nuevo «thriller» de Alexandre Escrivà, autor del fenómeno editorial «El último caso de William Parker» (2023).

Prólogo
Un mar de voces inunda las instalaciones. Técnicos vestidos con ropa negra y pinganillos metidos en las orejas caminan de un lado a otro con celeridad. El ruido podría llegar a ser molesto para algunos si le prestasen atención, pero no hay tiempo para ello. Cada uno tiene su labor en este proyecto y todos se preocupan de que no sea su parte la que falle esta noche. No hay nadie imprescindible, y, si alguien no hace bien su trabajo, no va a ser capaz de conservarlo. En todas las habitaciones hay relojes digitales sincronizados en los que se visualiza la cuenta atrás. Las prisas se acentúan: queda un minuto.
En mitad de ese ajetreo, Rachel Brooks se dirige al backstage con una tranquilidad inquebrantable. A diferencia de los demás, ella sí es imprescindible. Sobre todo, porque el late night que está a punto de presentar se llama El show de Rachel Brooks, y ella sabe que los índices de audiencia caerían en picado si no fuese la voz e imagen del programa. Hoy lleva un vestido rojo llamativo, el pelo ondulado sobre un hombro y unos pendientes que espera que reluzcan bajo los focos. Sandy Robinson, la chica que se deja la vida por ser su sombra, va tras ella leyendo en voz alta todas las directrices que ha de seguir durante la emisión, pero ella no la escucha, conoce perfectamente el funcionamiento de su propio programa y confía en sus dotes de improvisación. Eso es lo que marca la diferencia: saber improvisar con elegancia.
—Ah, por cierto —dice Sandy—. Acabamos de recibir una llamada de Patrick Howard.
Rachel se vuelve hacia ella, sorprendida, sin frenar sus pasos.
—¿Patrick? ¿Qué quiere?
—Nos ha dicho que tiene una exclusiva y quiere revelarla hoy, en nuestro programa. Ha asegurado que es importante. Nos puede venir bien en la situación en la que estamos.
Una leve sonrisa nace en las comisuras de la boca de Rachel. Sandy tiene razón, una exclusiva es todo lo que necesitan ahora para desviar la atención de la audiencia. El viernes, un invitado le propuso en directo la colaboración de un músico que estaba empezando a dar sus primeros conciertos, y Rachel, que no tenía el mejor de sus días, se rio y escupió cuatro palabras que la prensa le recordaría durante el fin de semana: «¿Lo dices en serio?». Cuando estás en la cima, son los periodistas los que sentencian si la gente debe amarte u odiarte, y eres tú quien decide seguir caminando por esas arenas movedizas o tirar la toalla y hundirte en el olvido. La noticia sobre el desprecio de la polémica presentadora Rachel Brooks hacia la gente «no famosa» se hizo viral en cuestión de minutos y, con ella, un colapso de Twitter por miles de mensajes de odio hacia el programa y su estrella. Aquello podría haberse quedado en un comentario gracioso o, a lo sumo, en un pequeño prejuicio por no conocer a ese músico. Pero lo que la prensa sensacionalista reflejó fue un ataque hacia un colectivo demasiado grande con el que casi el cien por cien de la audiencia del programa se sentía identificado. «¿Eres lo suficientemente famoso como para que Rachel Brooks te sonría?». «¿Cuántos seguidores debes tener para poder asistir a El show de Rachel Brooks?». «La presentadora de moda deja mucho que desear». Rachel sabe que una noticia puede tapar otra, y lo que sea que tenga que anunciar Patrick Howard podría hacer que la gente olvide el suceso del viernes.
—¿Ha dicho de qué se trata?
—No ha querido desvelar nada —explica Sandy—. He pensado que podríamos contactar con él tras el monólogo. Así, el programa empieza con fuerza y damos paso al invitado después.
Al llegar al telón, se detienen y una voz masculina vocifera:
—Preparados.
—Está bien —dice Rachel—. Después del monólogo.
Sandy asiente y se aparta mientras escribe algo en su iPad.
—Entramos en cinco, cuatro, tres, dos, uno...
La música comienza a sonar. Ese primer compás de la batería, ese motivo repetitivo del bajo, los acordes de la guitarra y la entrada de los vientos. Rachel cierra los ojos, cuenta hasta tres y una sonrisa encantadora aparece en su bonito rostro. Abre los ojos y ve que se descorre el telón. Sale al plató y el público estalla en vítores. Ella muestra su dentadura perfecta y saluda efusivamente. La banda sigue tocando y Rachel se acerca para bailar junto a los músicos. El fervor de los asistentes se intensifica con sus contoneos y ella disfruta del momento. Cada noche sigue una coreografía distinta; la monotonía aburre, y la televisión no te permite despistarte ni un solo segundo. Tienes que ser innovador, dinámico y enérgico. Siempre. Con los últimos acordes de la introducción, termina su baile con los brazos en alto y una sensación de éxtasis la recorre de arriba abajo. El público corea su nombre. La quieren, lo del viernes pasará al olvido en unos minutos. Los aplausos desaparecen para dejarla hablar y ella se posiciona delante de la cámara central.
—¡Buenas noches y bienvenidos a El show de Rachel Brooks! En el programa especial de hoy, celebraremos nuestros cinco años en antena, reiremos con humoristas sin pelos en la lengua, cantaremos con actuaciones musicales sorpresa y disfrutaremos de unas secciones divertidísimas con un invitado singular. El año pasado lo vimos interpretando el papel de su vida. Sufrimos y nos emocionamos con él por una actuación extraordinaria. ¡Y no hablo sino del ganador del Oscar al Mejor Actor, Leonardo DiCaprio!
La foto del actor aparece en la pantalla gigante de la pared posterior del escenario y el público grita entusiasmado.
—Pero, antes de empezar, quiero hacerte una pregunta. Sí, te lo digo a ti, no te hagas el tonto ahora.
El público ríe brevemente.
—¿Cuántas veces has dicho hoy «te quiero»? ¿Cuántas veces les has dicho a tus empleados «buen trabajo»? ¿Cuántas veces te has dicho a ti mismo que lo estás haciendo genial? El amor puede curar enfermedades. Enfermedades invisibles y contagiosas. Hazme caso, cuídate y cuida a los demás. A tu familia, a tus amigos, a tu pareja, a tus compañeros, a la vecina del quinto...
Risas.
—Fuera bromas, está en nuestro deber hacer de este mundo un lugar mejor. No tenemos tanto tiempo como para desperdiciarlo con odio y envidia. Y, sin embargo, nos sorprendemos cuando alguien nos halaga y no sabemos qué responder. ¿Por qué? Muy sencillo: no estamos acostumbrados al amor. Mi intención es cambiar esto desde hoy mismo. Y te reto a que pongas de tu parte para que lo consigamos entre todos. Empiezo yo dando el primer paso, ¿de acuerdo? Mírame.
El cámara acerca el zoom lentamente y, al conseguir un plano corto perfecto, le hace una señal a Rachel. Ella saca media sonrisa y dice:
—Estoy muy orgullosa de ti.
Ahora, una emotiva aclamación toma el relevo a la efusividad de los aplausos.
—Leonardo DiCaprio no va a ser el único invitado que pase hoy por el plató. Tenemos con nosotros a alguien que consigue mantenernos pegados a la pantalla sin ser actor y a las páginas de un libro sin ser novelista. Su nombre ha traspasado fronteras en apenas dos años y algo me dice que pronto volverá a dar mucho que hablar. Es un periodista que nos ha manifestado su interés por colarse unos minutos en el programa para anunciar algo importante esta noche. ¿Qué será? Les prometo que estoy en ascuas. Producción, ¿lo tenemos en llamada? Genial. ¡Pues démosle un caluroso aplauso a Patrick Howard!
Con los aplausos, la pantalla gigante de su espalda se enciende y Rachel se vuelve hacia ella. Delante de una estantería repleta de libros se ve a un hombre cabizbajo sentado en una silla. Ronda los cuarenta años y lleva un jersey negro de cuello redondo.
—Hola, Patrick. —Rachel carraspea—. ¿Nos escuchas? El periodista levanta la cabeza y mira a la cámara con gesto muy serio. Tiene los ojos grises, una barba incipiente y un pequeño corte en el labio.
—Hola, Rachel.
—Antes que nada —dice ella—, me gustaría darte la enhorabuena por tu programa y por tus dos libros y agradecerte la confianza depositada en El show de Rachel Brooks. Trabajamos muy duro cada día y estas cosas le alegran a una la semana.
Él aprieta los labios y asiente varias veces, sin pronunciar palabra.
—Bueno —sigue ella, descolocada—, me han dicho que tienes algo que anunciar. No quiero alargar más la espera, así que adelante. Cuéntanos, Patrick.
Patrick Howard cierra los ojos y baja la cabeza de nuevo. Se pasa el dorso de la mano por un ojo, como si quisiera secarse una lágrima, y suspira.
—Solo quiero decir que me arrepiento de todo.
Rachel ladea la cabeza, se pone nerviosa.
—¿Te refieres a quitarnos el aliento con cada crimen? —prueba.
Se oye alguna risa entre el público.
Él no contesta. Como buena presentadora, Rachel debería decir algo, pero le resulta imposible en estos momentos y el silencio es abrumador. Mira a su alrededor, busca la mirada de sus compañeros con la esperanza de que una sola persona le arroje algo de luz sobre lo que está pasando. Todos contemplan la pantalla, atentos a las palabras del periodista. Esto no se lo esperaba. Si es una broma de Sandy, la va a despedir en cuanto acabe el programa.
Por fin, Patrick articula una última frase:
—Lo siento.
Sin más, alza la mano, oculta hasta ahora. En ella hay una pistola. Apoya el cañón en su sien y, antes de que a nadie le dé tiempo a reaccionar, aprieta el gatillo y la bala le perfora el cráneo con un estruendo.
Se escuchan gritos por todos lados. Producción corta la conexión de la videollamada y la pantalla gigante se apaga. Le piden a Rachel por el pinganillo que dé paso a publicidad, pero ella está en shock. No responde a los alaridos que la rodean, ni tampoco a las voces de sus compañeros. Algunas personas del público se levantan y se disponen a salir del plató. Producción insiste vociferando por el pinganillo, pero Rachel no escucha. Solo es capaz de seguir mirando la pantalla gigante, ahora apagada, y se deja engullir por las arenas movedizas, hasta perderse en la oscuridad más absoluta.
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Alison Hess
Lunes, 26 de septiembre de 2016, 0.20 h
El teléfono suena y Alison se incorpora asustada en la cama.
El corazón le bombea en el pecho. Mira el reloj del despertador: no hace ni una hora que se ha metido en la cama. Inspira hondo por la nariz y expulsa el aire poco a poco por la boca. Se trata de un ejercicio que repite muchas veces a lo largo del día. Un ritual para mantener la calma. Es sencillo, pero le funciona. Alarga a oscuras la mano hasta la mesilla de noche, alcanza el móvil y descuelga la llamada.
—¿Sí? —consigue decir con voz ronca.
—Hess, tenemos un suicidio en la Treinta y dos —anuncia el sargento Russell al otro lado—. Se trata del periodista Patrick Howard. Hace algo más de cuarenta minutos que han retransmitido su muerte en directo en El show de Rachel Brooks. Antes de morir ha dicho que se arrepentía de todo. Aún no se sabe a qué podría referirse, pero esas palabras, hacerlo ante las cámaras... Hay algo raro en todo esto. El caso es suyo. Ha llegado el momento de que demuestre lo que vale.
Los restos de somnolencia desaparecen de forma repentina y los nervios trepan por su cuerpo, dejándola sin respiración.
—De acuerdo. Voy enseguida.
Conduce dando golpecitos en el volante. Pasa entre los rascacielos de la calle Cuarenta y seis Oeste y se incorpora a la Quinta Avenida. Las banderas estadounidenses del Banco de América cuelgan inmóviles de sus mástiles en una noche tranquila. Alison, en cambio, está inquieta. La agitación es parte de su carácter. Lucha contra ella a diario: sale a correr por las mañanas, lee antes de dormir y, desde hace unos días, evita la cafeína a toda costa. Pero está a punto de enfrentarse a su primer caso como detective del Grupo de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York, y quizá nada de eso baste para mantenerla a raya. Aun así, no esperaba que el primer caso fuese un suicidio; a ella le hubiera gustado investigar un homicidio, como su nuevo puesto sugiere, y buscar pistas en la escena del crimen, hacer una lista de sospechosos, resolver un misterio y atrapar al asesino. Aunque, por otra parte, puede que esto le venga bien para romper el hielo, como aperitivo para un buen caso, uno más complejo. Acabarán pronto, confirmarán que ha sido un suicidio y fin de la historia.
Lo que más le llama la atención a Alison es la identidad del suicida. Cualquiera diría que Patrick Howard, periodista de éxito, disfrutaba de una vida envidiable. Pero, claro, eso sería de cara a la galería; todos, sin excepción, tenemos demonios al acecho.
El Empire State Building se erige majestuosamente a su derecha. Gira a la izquierda, hacia la Treinta y dos Este, y llega a una zona más despejada con edificios de no más de cuatro plantas y casas estrechas custodiadas por moreras, ginkgos y olmos de Siberia.
Las luces de los Ford Mondeo parpadean delante de la casa. El azul marino de la puerta y las ventanas contrasta con el blanco pulcro de la fachada. No debe de haber pasado mucho tiempo de la última capa de pintura. Algunos curiosos han salido de sus domicilios y los oficiales les piden que vuelvan dentro. Otros siguen el suceso desde detrás de las cortinas.
Alison aprieta el volante con las manos y detiene el coche con cuidado entre un Jaguar XF blanco y una Vespa beis. Intenta inspirar lentamente, pero es incapaz.
—Detective Hess —le dice Paul a modo de saludo en cuanto baja del coche.
Luce un corte militar y una barba perfectamente cuidada.
—Sigo siendo Alison para ti, Paul —protesta, incómoda—. ¿Alguna novedad?
—No ha habido movimiento. Te estábamos esperando para entrar.
Aún está enfadado con ella. Esto va a ser más difícil de lo que pensaba.
—Vale. —Finge controlar la situación—. Preparaos para lo que sea, entramos rápido y con todos los sentidos alerta. No sabemos si se encuentra alguien más ahí dentro, pero hay un arma, y no queremos que se vuelva a usar.
El oficial levanta un brazo y, tras un gesto, agrupa a sus compañeros con él. Todos sacan la Glock 37 de la funda y Alison se ve obligada a hacer lo mismo. Se acercan a la casa y se disponen alrededor de la puerta principal. Paul llama al timbre y aguardan en silencio. Nada. Vuelve a llamar, con el mismo resultado. Los cinco oficiales, preparados para actuar, se giran hacia Alison y ella se ruboriza ligeramente. Debe dar la orden.
Tres, dos, uno...
—¡Ahora!
Los oficiales echan la puerta abajo y entran en la casa a gritos.
—¡Policía!
—¡Que nadie se mueva! Las luces están encendidas.
El sonido desacompasado de sus botas sobre el parquet resuena amenazante. Se separan. Alison va hacia el salón y hace un chequeo rápido. Aparte de un maletín abierto en el suelo, delante del sofá, todo parece estar en su sitio, y no hay señales de pelea. Huele algo, pero no sabe el qué.
—¡Despejado!
Entra en la cocina y localiza la fuente de olor: una caja de pizza sobre la mesa. Se acerca y la abre con cuidado. Frunce el ceño al verla intacta.
—¡Está arriba!
Las pisadas se aceleran y, con ellas, sus pulsaciones. Alison sale de la cocina, sube las escaleras y recorre un pasillo situado a la izquierda. Los oficiales se amontonan en la habitación del fondo. Los alcanza y se hace hueco entre ellos. Se encuentran en un habitáculo presidido por dos grandes estanterías atestadas de libros, con el mismo suelo de parquet que en el resto de las estancias y las paredes recubiertas de madera. La sangre, abundante, oscurece la escena. En el centro, un trípode con aro luminoso sostiene un teléfono móvil delante de una silla vacía. Y en el suelo hay dos letras escritas con tinta negra: «NC». Con una postura antinatural, doblado sobre sí mismo junto a la silla, un rotulador y una pistola, el cadáver de Patrick Howard atrae todas las miradas. Tiene un agujero en la cabeza.
(...)
El misterio de Hannah Larson, de Alexandre Escrivà, sigue aquí.