Algo está pasando
En los últimos años, las escritoras latinoamericanas están ganando un enorme reconocimiento internacional: son finalistas y ganadoras de grandes premios; sus libros circulan cada vez más por toda la región y se traducen casi de inmediato a idiomas de países centrales como el inglés, el italiano y el francés; la crítica las señala como voces absolutamente nuevas en el panorama literario y algunas alcanzan cifras de venta inimaginables hasta hace poco. Sin embargo, aunque reconocen que algo está pasando, ninguna de las partes involucradas en este fenómeno quiere escuchar hablar de un nuevo «boom» latinoamericano... Y parecen tener razón. ¿Por qué? Para entenderlo, la periodista argentina Leila Guerriero emprendió la tarea de hablar con autoras, editores, agentes y traductores de todo el mundo. El resultado es esta iluminadora radiografía que LENGUA publicará a lo largo de junio en tres entregas. Una mirada cabal de este fenómeno tan inédito como bienvenido: la llegada de libros y autoras que empiezan a ocupar el lugar que les corresponde en la mesa literaria.
Por Leila Guerriero
Crédito: Max Rompo.
Por LEILA GUERRIERO
PARTE 3: ¿QUÉ AUTORAS TIENES?
Leer PARTE 1: ELLAS DICEN
Leer PARTE 2: EN EL MUNDO
Pero hay un boom de literatura escrita por mujeres de América Latina que existe desde hace décadas y lleva millones de ejemplares vendidos, traducciones y premios. Está cimentado en cuatro novelas: La casa de los espíritus (de la chilena Isabel Allende, 1982); Arráncame la vida (de la mexicana Ángeles Mastretta, 1986); Como agua para chocolate (de la mexicana Laura Esquivel, 1989); y Nosotras que nos queremos tanto (de la chilena Marcela Serrano, 1991). Se dijo, incluso, que La casa de los espíritus era la expresión femenina de Cien años de soledad. También, y sobre todo, se dijeron otras cosas: «Me parece una mala escritora, y llamarla escritora es darle cancha. Es una escribidora», dijo Roberto Bolaño de Isabel Allende. «Que Isabel Allende, Ángeles Mastretta o Marcela Serrano escriban historias horribles sobre lo divinas y sufridas que somos las mujeres alimenta estereotipos y vende libros, pero no aporta nada a nivel de literatura ni de género», dijo la argentina Angélica Gorodischer. Marcela Serrano ganó el Premio Sor Juana Inés de la Cruz en 1994, pero la crítica nunca la acompañó. Ángeles Mastretta fue la primera mujer en recibir el Rómulo Gallegos, pero en 2012, en una entrevista con Página/12, decía: «Yo acostumbraba decir que no tenía crítica adversa, simplemente no tenía crítica».
Por el contrario, estas autoras latinoamericanas contemporáneas reciben un muro de elogios casi sin fisuras: «Enriquez engrandece la literatura de terror al hacerla inseparable de una dimensión social», escribió Carlos Pardo en El País; «Luiselli ha publicado la que es, sin duda, la nueva gran novela latinoamericana», escribió Gaëlle Le Calvez en Letras Libres; «No recuerdo haber leído, al menos en lo que respecta a la narrativa latinoamericana contemporánea, un retrato de la pubertad tan aterrador y a la vez tan exacto como el que ofrece Mandíbula», escribió Mauricio Montiel Figueiras sobre la novela de Mónica Ojeda; «La escritura de (Alejandra) Costamagna, clara y envolvente, recorre un sendero semejante al que evoca, por ejemplo, el mundo piamontés de Cesare Pavese en La luna y las fogatas», escribió el argentino Hernán Ronsino sobre la autora chilena. Esos elogios llegan también de autores extranjeros, como el norteamericano Dave Eggers, que dijo de Enriquez: «Su ficción nos impacta con la fuerza de un tren de mercancías»; o el también norteamericano Frank Goldman, que dijo de Luiselli: «La precoz dueña de una maestría deslumbrante».
Si aquellas autoras de los años ochenta —Mastretta, Allende, Esquivel, Serrano y también Laura Restrepo, aunque con un proyecto más descarnado— abrieron un canal, no aparecen como referentes de las contemporáneas, que las mencionan solo cuando se les pregunta y como quien descubre un elemento nuevo en un paisaje contemplado muchas veces: «Mira, no lo había pensado»; «Oye, qué interesante». Su canon de origen está constituido por atracones de Twain, Faulkner, McCarthy, infiltraciones de Dostoievski, banquetes de Stephen King y Bioy Casares. Los referentes femeninos y latinoamericanos más actuales que mencionan son pocos —Hebe Uhart, Aurora Venturini—, y la mayor parte menciona autoras de generaciones anteriores —Sara Gallardo, María Luisa Bombal, Clarice Lispector—, a las que leyeron ya adultas, en ocasiones por el interés que mostraban sus colegas (la boliviana Liliana Colanzi leyó a Silvina Ocampo por el interés con que Mariana Enriquez hablaba de ella, a Nellie Campobello por recomendación de la mexicana Brenda Lozano). Esas autoras, y varias de las contemporáneas, tienen en común un pasado de cazadoras solitarias. Una noche de 2010, en Santa Cruz de la Sierra, Liliana Colanzi presentaba su primer libro, Vacaciones permanentes, publicado por El Cuervo. En la sala repleta ella parecía, y era, muy joven: veintinueve años. Además, estaba sola: la única mujer en el catálogo de la editorial. Ahora forma parte de la lista Bogotá39, vive en Ithaca, Estados Unidos, y recuerda que esa soledad se repetía a todo nivel: era la única mujer antologada junto con veinte escritores, la única invitada a un encuentro literario: «En los últimos años eso ha cambiado de manera muy notoria. Me parece que la presencia de editoras con una conciencia política y feminista ha sido muy importante en la elección de aquello que se publica, y hay mayor equilibrio en los catálogos. Las etiquetas van a aparecer, pero depende de cuánto nos asumamos dentro de esas etiquetas impuestas por el mercado. En este siglo las autoras están renovando el panorama de la ficción y la no ficción. Me atrevería a decir que lo más vital y renovador de la literatura escrita en el siglo XXI está hecha por mujeres».
Pilar Quintana. Crédito: Manuela Uribe.
Pilar Quintana nació en 1972, diez años antes que Liliana Colanzi, y aunque empezó a publicar en 2003, su experiencia no fue muy distinta. En todo caso, opuesta a la que vive ahora, cuando su novela Los abismos acaba de ganar el Premio Alfaguara 2021 y su cuarta novela, La perra, publicada en 2017 por Literatura Random House, ganó en 2018, en su país, el Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana y tiene ya catorce traducciones: «El mundo en que me tocó empezar era otro. En todas las entrevistas me preguntaban si mi literatura era femenina. Me pasé años diciendo: "Es literatura a secas. ¿Por qué no le preguntas a un hombre si su literatura es masculina y la escribe con los testículos?". Por eso he asistido con mucho desconcierto, pero con mucha felicidad, a esta revolución donde las mujeres escritoras son valoradas. De todas maneras, la diferencia sigue siendo abismal, al menos en Colombia, entre la cantidad de libros de hombres y de mujeres que se publican. Son noventa-diez en ficción. El Premio Nacional de Novela, que se entrega cada dos años desde 2014, solo lo han ganado hombres. Si La perra se hubiera publicado en 2003, no sé si hubiera tenido el reconocimiento que tuvo ahora. Se trata de una mujer gorda, negra, de cuarenta años, cuyo único deseo es quedar embarazada, no lo logra y entonces adopta una perrita. Si la hubiera publicado en 2003, habrían dicho: "Bueno, está bien, pero es una novelita sobre la maternidad"».
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Fragmento de Casas vacías, novela de Brenda Navarro, México: «Daniel desapareció tres meses, dos días, ocho horas después de su cumpleaños. Tenía tres años. Era mi hijo. La última vez que lo vi estaba entre el subibaja y la resbaladilla del parque al que lo llevaba por las tardes. No recuerdo más. O sí: estaba triste porque Vladimir me avisaba que se iba porque no quería abaratar todo. Abaratar todo, como cuando algo que vale mucho se vende por dos pesos. Ésa era yo cuando perdí a mi hijo, la que de vez en cuando, entre un conjunto de semanas y otro, se despedía de un amante esquivo que le ofrecía gangas sexuales como si fueran regalos porque él necesitaba aligerar su marcha».
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«Antes la institución literaria tenía patrones, en todo sentido. Ahora no hay canonizados intocables en América Latina, una fuente de toda autoridad legitimante, patriarca del cual aprender y al cual negar. Me parece que hay dispersión, sentido de diversidad y muchas mujeres para leer». Gabriela Cabezón Cámara
El cuento del Gran Bonete empieza así: «Se perdió un pajarito. ¿Quién lo tiene? / ¿Yo, señor? / Sí, señor. / No, señor. / ¿Pues entonces quién lo tiene?». Agentes literarios, traductoras, editores, editoras aseguran que no piensan —a la hora de incorporar, traducir, publicar a alguien— en el género, sino en la calidad. Pero agentes literarios, traductoras, editores, editoras dicen que, en ferias como la de Frankfurt, la pregunta se hace de manera desembozada: «¿Qué autoras tienes?». Si todos viven en un universo equitativo en el que la gente se abre paso por la calidad de su trabajo, ¿quiénes son los que hacen la pregunta? La traductora Megan McDowell es americana, vive en Santiago de Chile desde hace tiempo y traduce a Lina Meruane, Mariana Enriquez, Samanta Schweblin, Alejandro Zambra. «Los editores con los que trabajo en Estados Unidos me han dicho específicamente: "Dame nombres de mujeres". Pero obviamente me están pidiendo libros maravillosos de mujeres. No van a publicar cualquier cosa porque la escribió una mujer. Creo que los lectores no solo están más abiertos a perspectivas femeninas, sino que están activamente buscando eso. Pero también son buenos libros. La gente que lee a Samanta no la lee porque sea mujer, sino porque es buena. De todas maneras, si a cualquier persona en Estados Unidos le preguntas por literatura de América Latina, te van a hablar de Vargas Llosa, de García Márquez. Dentro de veinte años se va a hablar todavía de Samanta y de Enriquez, pero hay que esperar mucho tiempo para que esta iniciativa entre editoriales y traductores se vuelva masiva».
Hay pesimismos prudentes y optimismos matizados: la situación es mejor, pero no alcanza. Aunque ¿no alcanza para qué? ¿Qué define a un fenómeno literario? ¿Sus ventas? Si es así, aquí no hay fenómeno. Un recorrido por los libros más vendidos de diversos países de América Latina arroja resultados dispares, según si se miran los listados de librerías más o menos comerciales. Los más vendidos de 2020 en una de las mejores de Buenos Aires, Eterna Cadencia, fueron Cometierra, de Dolores Reyes (Sigilo); Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez (Anagrama); Las malas, de Camila Sosa Villada (Tusquets); Por qué volvías cada verano, de Belén López Peiró (Madreselva); Lo mucho que te amé, de Eduardo Sacheri (Alfaguara); Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara (Literatura Random House); Estás muy callada hoy, de Ana Navajas (Rosa Iceberg); Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enriquez (Anagrama); Catedrales, de Claudia Piñeiro (Alfaguara), y Los árboles caídos también son el bosque, de Alejandra Kamiya (Bajo la Luna). Todas mujeres, excepto un hombre. A diciembre de 2020, los diez más vendidos de la semana en Cúspide, una librería de cadena de esa ciudad, dibujaban una lista abundante en mujeres pero mucho más comercial, excepto por el libro de Camila Sosa Villada: El duelo, de Gabriel Rolón; La tía Cósima, de Florencia Bonelli; Mujeres del alma mía, de Isabel Allende; La ciudad de vapor, de Carlos Ruiz-Zafón; Confianza ciega, de John Katzenbach; Harry Potter y la piedra filosofal, de J. K. Rowling; Aquitania, de Eva García Sáenz de Urturi; Las malas, de Camila Sosa Villada; Harry Potter y la cámara secreta, de J. K. Rowling, y Los guardianes, de John Grisham.
Karina Pacheco vive en Cusco, Perú. Su última novela es de 2017, Las orillas del aire, y fue publicada por Seix Barral. Su último libro de cuentos es de 2018, Lluvia, y fue publicado también por ese sello. Son los primeros que saca en un grupo grande, porque hasta su cuarta novela solo había publicado en editoriales independientes. «Ni se me ocurría llevarla a una grande. Hoy en día, que no tengas mujeres en tu catálogo es signo de que eres casi un troglodita. Pero hay matices país por país. En la lista de los mejores libros de Babelia de 2020, poco más de la mitad son mujeres. Pero en la librería El Virrey, de Perú, de los cinco libros más vendidos cuatro son de hombres, y el de mujer es de Isabel Allende».
La novela La resta, de la chilena Alia Trabucco, publicada por la española Demipage en 2015 después de que la rechazaran en diez editoriales, estuvo en la lista del Man Booker International en 2019 y se tradujo al portugués, turco, italiano, francés y árabe. «Desde una mirada patriarcal se podría decir que es una moda, para quitarle intensidad a las autoras —dice Trabucco—. Me parecería una injusticia y un machismo brutal plantear que se trata de moda cuando es muy buena literatura. Y me pregunto si este fervor no tiene que ver con que las mujeres están escribiendo con mejor oído, hablando a estos tiempos de manera más certera. Aunque dudo que las editoriales estén publicando a nueve mujeres y un hombre, mi percepción es que se está transformando el canon completo».
«Que un autor o una autora vendan bien no significa que sea el grupo Menudo, que sí era una creación de una discográfica pensada para un mercado —dice Gabriela Cabezón Cámara, autora de La virgen cabeza (Eterna Cadencia, 2009) y Las aventuras de la China Iron (Literatura Random House, 2017), que, después de su nominación al Booker Prize, se tradujo a nueve lenguas—. No hay un espacio para vender tu libro que no sea el mercado. Pero antes la institución literaria tenía patrones, en todo sentido. Ahora no hay canonizados intocables en América Latina, una fuente de toda autoridad legitimante, patriarca del cual aprender y al cual negar. Me parece que hay dispersión, sentido de la diversidad y muchas mujeres para leer. De hecho, si me preguntás qué novelas me partieron la cabeza este año, te voy a decir, espontáneamente, que la novela de Cristina Rivera Garza y No era un río, de Selva Almada. Pero si me pedís diez novelas de autores varones que me hayan gustado, me tengo que poner a pensar. Igual, la idea de que somos mayoría es falsa. Mirá los últimos tres años de catálogos de medianas y grandes editoriales. Vas a ver que no somos ni siquiera mayoría. Y yo diría que somos menos».
Nona Fernández. Crédito: Sergio López Isla.
«En el último año siento más atención en mi trabajo —dice la chilena Nona Fernández—, pero me gustaría pensar que no es porque soy mujer, sino porque lo que hago está en un momento de madurez y llama la atención». El mapa de editoriales en las que ha publicado es una réplica del de varias autoras: en distintas independientes en diferentes países, y cada tanto en un grupo grande. Cuarto Propio, Uqbar y Alquimia en Chile; Minúscula, Laguna, Eterna Cadencia, El Cuervo, en otros países, y su libro más reciente, Voyager, en Literatura Random House, donde también había publicado, en 2017, La dimensión desconocida, que le valió el Premio Sor Juana Inés de la Cruz.
Los libros de los escritores del boom de los sesenta circulaban masivamente en todo el territorio de la lengua española, pero ahora la distribución de autores latinoamericanos dentro de su propia región es problemática: para que un grupo editorial distribuya un libro en Latinoamérica debe, primero, editarse en España, y solo entonces se aprueba su distribución al otro lado del océano. Eso hace que en Bogotá sea más fácil conseguir una novela de Paul Auster que una de Nona Fernández. La irrupción de las editoriales independientes cambió en algo el panorama. Hoy muchos autores editan un mismo libro en sellos independientes de diversos países para lograr una distribución regional y, en ocasiones, llegan a España en esos sellos latinoamericanos. Diego Rabasa, editor de Sexto Piso, la editorial mexicana que lleva ya dieciocho años en el mercado y cuyos tres libros más vendidos (Apegos feroces, de Vivian Gornick; Del color de la leche, de Nell Leyshon, y Desierto sonoro, de Valeria Luiselli) son de autoras, dice: «Si antes era imposible pensar que un autor mexicano vendiera en España más de quinientos ejemplares, hoy, en el caso de Sexto Piso, dos autoras mexicanas, Valeria Luiselli con Desierto sonoro y Brenda Navarro con Casas vacías, alcanzan los diez mil y los cinco mil, y son cifras parecidas a las que consiguen en sus propios países».
El mapa editorial ha cambiado, pero no hace falta ir muy atrás, apenas al año 2006, para toparse con el acontecimiento que significó, para las letras chilenas y del cono sur, que Alejandro Zambra ingresara al catálogo de Anagrama con su primera novela, Bonsái. Lo mismo pasó en México, cuando Guadalupe Nettel publicó El huésped en ese sello. En 2010, la publicación de los Cuentos completos del argentino Rodolfo Fogwill en Alfaguara marcó un cambio importante en la difusión de su obra (y lo mismo pasó con la de Hebe Uhart).
«Por una parte, podemos ayudar a crecer a autoras cuyos primeros libros han aparecido en editoriales pequeñas y han despertado atención en sus países de origen —dice Pilar Reyes, de Penguin Random House—. También podemos propulsar su internacionalización. Por otro lado, ayudamos a crear mejores condiciones económicas, que favorezcan la continuidad de su trabajo. Todo eso es lo que se supone puede aportar un gran grupo. Pero, al mismo tiempo, hacemos un trabajo en el descubrimiento de nuevas autoras. Yo creo que fuimos pioneros en una manera de trabajar como editores, aprovechando nuestra ventaja de ser un grupo internacional: pensamos en una construcción colectiva de los catálogos y en que debía haber un mecanismo que nos permitiera dar cuenta de la diversidad de voces, en un tráfico horizontal de libros y autores, sin centros. No era España marcando un canon, sino una conversación entre editores, compartiendo información sobre lo mejor que se escribía en cada sitio. Así nació el Mapa de las Lenguas en 2015, en el que las mujeres narradoras de América Latina han tenido enorme protagonismo. El Mapa ha estado integrado por autoras como Fernanda Melchor, Selva Almada, Brenda Lozano, Margarita García Robayo, Nona Fernández, Pilar Quintana».
En febrero de 2021, la editorial independiente argentina Mar Dulce cumplió diez años. En ella, El viento que arrasa, de Selva Almada, hizo doce ediciones en Argentina y dos o tres en España; Ladrilleros, nueve. «Lo de publicar a mujeres nunca lo pensé en términos de cupos, pero Mar Dulce publica narrativa contemporánea, y ser contemporáneo incluye la igualdad entre hombres y mujeres —dice Damián Tabarovsky, editor de Mar Dulce—. Los primeros cuatro libros de Mar Dulce incluían tres de mujeres. El viento que arrasa se la habían rechazado en varias editoriales, y Selva sola vendió mas que los siete libros anteriores que publicamos. Todo en momentos previos a esta gran moda. En Mar Dulce, las mujeres siempre vendieron más que los tipos. Ahora veo editoriales que no publicaban a mujeres y las sacan brutalmente, con la palabra «feminismo». Por un lado, está buenísimo, pero las editoriales grandes observan quiénes son las que venden en las independientes y les hacen una oferta imposible de rechazar. Entiendo lo que hacen los autores, pero sigue siendo necesario dar una discusión, porque si no las independientes pasamos a ser las canteras de las multinacionales».
Laguna es una editorial colombiana que desde 2015 ha publicado cincuenta y cinco libros de narrativa, treinta de mujeres, veinte de hombres y el resto, mixtos. En su catálogo están casi todos los nombres más resonantes de las autoras contemporáneas (y los autores): Carolina Sanín, Margarita García Robayo, María Gainza, Jazmina Barrera, Rita Indiana, Fernanda Trías, Nona Fernández, Claudia Hernández, Claudia Ulloa Donoso, Alejandra Costamagna, Mariana Enriquez, María Ospina Pizano. Las ventas de las autoras superan a las de los autores: 52 a 36 por ciento en 2015; 60 a 22 por ciento en 2018; 66 a 26 por ciento en 2019; un brutal 72 a 13 por ciento en 2020. El motor que empuja a Laguna es el libro de una escritora fallecida que va por su séptima edición desde 2012: Memoria por correspondencia, de Emma Reyes, que en 2020 fue el segundo libro más vendido, precedido por Tu cruz en el desierto, de la colombiana Carolina Sanín.
«Pero en nuestros primeros diez títulos de literatura contemporánea había solo una mujer o dos —dice su director editorial, Felipe González—. Creo que nos siguen llegando más manuscritos de hombres, pero si tenemos diez manuscritos por leer, primero leemos los de las mujeres y casi siempre nos gustan más. Nunca hemos descartado a un autor por ser hombre, pero casi que diría que hay mejores escritoras que escritores. Encuentro que en los autores abundan el cliché, los diarios de conquista adolescentes. Esa predisposición tiene que ver con una comodidad, un lugar de enunciación ya visitado. En ellas, el uso del lenguaje definitivamente tiene una gran presencia».
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Fragmento de Desierto sonoro, novela de Valeria Luiselli, México: «La niña es hija mía y el niño es de mi marido. Soy madre biológica de una, madrastra del otro y madre de facto de los dos. Mi esposo es padre y padrastro de cada uno, respectivamente, pero también padre de ambos, así sin más. Por lo tanto, la niña y el niño son: hermanastra, hijo, hijastra, hija, hermanastro, hermana, hijastro y hermano. Y puesto que estas construcciones y estos matices innecesarios complican demasiado la gramática del día a día —el nosotros, el ellos, el nuestro, el tuyo—, tan pronto como empezamos a vivir juntos, cuando el niño tenía casi seis años y la niña era todavía una bebé, adoptamos el adjetivo posesivo nuestros, mucho más simple, para referirnos a los dos. Se convirtieron en lo que son: nuestros hijos. Y a veces, a secas: el niño, la niña».
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«La portada de Papeles falsos en Granta parece la portada de la Lonely Planet de Oaxaca. Yo les decía: "Es un libro sobre la Ciudad de México, y eso que pones es una foto de un pueblito". No les importó. Aquí, en Estados Unidos, todo sigue siendo en clave de realismo mágico. Yo creo que la ausencia de mujeres publicadas era tan flagrante en América Latina que quizá tenemos la impresión de una efervescencia por mero contraste». Valeria Luiselli
Dolores Reyes no quería publicar. O mejor: no había pensado en hacerlo. Iba a un taller literario en el que un día tuvo una imagen: una nena sentada en un cementerio llevándose tierra a la boca. Y comenzó a escribir. Es maestra en diversos colegios, de modo que durante tres años se levantó a las cinco para trabajar en la novela mientras sus siete hijos, ahora de nueve, once, trece, diecinueve, veintiuno, veintitrés y veinticinco años, dormían. Un día recibió el llamado de Maximiliano Papandrea, editor de Sigilo: quería leer el manuscrito. El libro se publicó bajo el título de Cometierra en 2019. Fue una explosión: antes de que lo entregara se había vendido a Holanda, y luego se tradujo al inglés, italiano, polaco, francés, lo recomendó Oprah Winfrey, va por la cuarta edición en España, la octava o novena en la Argentina. El tema de Cometierra es el femicidio y, comiendo tierra, su protagonista puede ayudar a personas cuyos familiares, en su mayoría mujeres, han desaparecido.
«Los escritores tenían otra extracción social, la mayoría eran hombres —dice Reyes—. Por qué iba a poder escribir yo. En la Argentina el circuito literario es bastante feroz y me han dicho de todo. Oportunista, por ejemplo. El tema del femicidio está abordado por todos los escritores, Borges, Arlt, Saer. Pero vos cambiás la voz y sos oportunista. Me parece que hay algo que cambió en la actitud de lectura. Pienso en Camila Sosa Villada, en Selva Almada, en Mónica Ojeda, en Ampuero, en Melchor. Ahí hay una poética poderosa. Y no me pasa lo mismo con los libros que están publicando los hombres, que muchas veces siento que son cosas que ya leí un montón de veces».
La argentina Camila Fabbri forma parte de la lista Granta de los 25 mejores autores en español de menos de treinta y cinco años. Publicó en 2017 el libro de relatos Los accidentes en edición conjunta entre Planeta y la independiente Notanpuán. Salió en Almadía, en México; en Elefante, de Chile, acaba de ser publicado en España por Paripé. Su siguiente libro, El día que apagaron la luz, salió en Seix Barral en 2019. Cuando empezaron a invitarla a algunas ferias, la impresionaron las preguntas acerca de su juventud (nació en 1989): «Me preguntaban: "¿Cuantos años tenés? ¿Veintiocho? Oooh". Hay algo en ser escritora joven que les endulza los ojos a los agentes, a las editoriales, a los scouts. Entonces me pregunto: ¿las editoriales realmente gustan de nosotras, de lo que hacemos, o hay un estudio de mercado detrás? Hay una cosa tendenciosa con la edad y la belleza de la autora. Es un poco cínico: lo que vende es la foto de la joven o de la mujer, algo de ese rostro bello en la solapa del libro y algo de la biografía de esa chica. Me pasó con Emma Cline, la autora de Las chicas. El libro me encantó, pero había una foto de ella, bellísima, y algunas notas hablaban de eso, de quién era esta chica misteriosa de ojos claros que había escrito sobre algo tan oscuro como el clan Manson. Y pienso en El cielo de los animales, de David James Poissant, que tuvo el mismo éxito que Cline, pero no sé cómo es la cara de él. Es un hombre más. Y Emma Cline es una cara».
Margarita García Robayo. Crédito: Alejandra López.
La biblioteca de formación de la uruguaya Cristina Peri Rossi fue la de un tío comunista que un día le preguntó si había reparado en cuántos libros de mujeres tenía. Ella le dijo: «Sí, tres. Uno de Alfonsina Storni, uno de Safo y uno de Virginia Woolf». Él le preguntó si había leído las solapas para ver cómo habían muerto. Ella respondió: «Las tres se suicidaron». «Bueno, aprendé: las mujeres no escriben y, cuando escriben, se suicidan». Las autoras contemporáneas no parecen vecinas del suicidio. La languidez trágica que emanaban escritoras de antaño les resulta algo ajena. Llevan existencias profundamente terrenales, con preocupaciones domésticas, amorosas, económicas: Melchor y Reyes se levantaron durante años a las cinco para escribir antes de que su familia se despertara; Mariana Enriquez es periodista, editora del suplemento Radar del diario Página/12 y vive en una casa que alquila hace años («Yo todavía no me puedo comprar una casa. Y eso que me fue bien»). Durante las entrevistas pautadas para este texto, varias se vieron obligadas a modificar el horario o cancelar debido a tareas de cuidado de las que tenían que encargarse: la portorriqueña Mayra Santos-Febres y la mexicana Cristina Rivera Garza tuvieron que llevar a familiares al médico; Pilar Quintana, que tiene un hijo pequeño, sintió que solo a final del año pudo dejar de ser «solamente mamá»; la agente literaria Laurence Laluyaux, de RCW Agency, que representa a nombres como Lina Meruane, Valeria Luiselli o Liliana Colanzi, intentó enviar sus respuestas por correo electrónico hasta que desistió porque el confinamiento la obligaba a ser maestra de sus hijos.
Media hora antes de la entrevista, la mexicana Valeria Luiselli envía un mensaje desde Nueva York, donde vive: «¿Podemos retrasar la entrevista una media hora? ¡Es que tengo que alimentar a mis chamacos!». En noviembre de 2020, la (¿la?) italiana Elena Ferrante publicó en Bookshop.org la lista de sus cuarenta libros preferidos escritos por mujeres. Solo había dos autoras latinas. Una era Lispector. La otra, Luiselli, con su libro Los niños perdidos, candidato al Man Booker en 2019. Pero no siempre todo fue tan bien. Su primer libro de ensayos, Papeles falsos, fue rechazado por varias editoriales hasta que los hermanos Rabasa, de Sexto Piso, le dijeron: «Lo queremos». Ella tenía veinticinco años y estaba trabajando en su primera novela, Los ingrávidos, que se publicó, también en Sexto Piso, en 2011. «Y Los ingrávidos, para mis estándares, explotó. Se adquirieron traducciones en toda Europa. Pero no en Estados Unidos, donde lo rechazaron casi todas las editoriales diciendo: "No es suficientemente mexicano, es demasiado cerebral". Hasta que los editores de Coffee House quisieron publicarlo y fue muy bien».
Siguieron La historia de mis dientes, el ensayo Los niños perdidos, que escribió en inglés (su padre es diplomático y ella vivió buena parte de su infancia en Corea y Sudáfrica, donde estudió en colegios anglosajones) y la hizo ganadora del American Book Award en 2018, y la novela Desierto sonoro, en 2019, entre otros. Pero aun cuando es uno de los nombres latinoamericanos con más resonancia en lengua inglesa, no puede evitar resbalones en el folclore exotizante impuestos por editores extranjeros. «La portada de Papeles falsos en Granta parece la portada de la Lonely Planet de Oaxaca. Yo les decía: "Es un libro sobre la Ciudad de México, y eso que pones es una foto de un pueblito". No les importó. Aquí, en Estados Unidos, todo sigue siendo en clave de realismo mágico. Yo creo que la ausencia de mujeres publicadas era tan flagrante en América Latina que quizá tenemos la impresión de una efervescencia por mero contraste. El mundo en el que yo empecé mi vida profesional era radicalmente distinto. Nos sentaban en mesas a todas las mujeres, que era un poco la mesa de las regañadas. No se les ocurrían temas, y entonces nos preguntaban sobre la maternidad y la chingada y media. Yo creo que con la paulatina presencia de más mujeres en el mundo editorial se publicaron a más mujeres, y empezó a pasar lo obvio: entre más mujeres se publican, más mujeres buenas resulta que había. Antes, para leernos entre nosotras, había que hacerlo de modo programático. Ir a una librería y ver quién se llamaba Paula o Rebeca. Ahora no, simplemente me interesa más leer a mujeres, casi siempre. El riesgo de que el mercado transforme esto en una etiqueta existe. De lo que no estoy segura es de si ese riesgo va en detrimento de la calidad literaria. Cómo hacer para no perder la calidad y la libertad con la que uno escribe es una pregunta que hay que hacerse siempre en el fuero íntimo: cómo no perder la brújula».
Brenda Lozano. Crédito: Ana Hop.
Camila Sosa Villada se operó los pechos hace poco. Se preparó para el postoperatorio comprándose un televisor enorme y ahí estaba, 2020, pandemia, ciudad de Córdoba, Argentina, vendada y dándose un atracón de Netflix, cuando la llamaron desde México para avisarle de que había ganado el Premio Sor Juana Inés de la Cruz con su novela Las malas, una historia protagonizada por travestis y publicada por el argentino Juan Forn en la colección que dirigía en Tusquets: Rara Avis.
«Me llaman y me dicen: "Camila, somos del área de protocolo de la FIL y quisiéramos saber si puede sumarse a un Zoom". Yo hago tratamiento hormonal, y antes de operarme tuve que cortar con el estrógeno para evitar una embolia. Eso hizo que se me brotara toda la cara. Cuando me llaman les digo: "No me voy a conectar con la cámara porque tengo una alergia". Y me conecto y me dicen que soy la ganadora. Es la suerte de los tiempos. Andá a saber hace diez años qué posibilidad tenía una chica trans como yo de que le dieran un premio que lleva el nombre de una monja, y con un libro como Las malas, con protagonistas travestis muy fulgurantes. No sé si hace diez años Juan Forn hubiera leído a una escritora travesti. Me da la sensación de que no es un invento del mercado, sino la necesidad de leer otras cosas. Y no sé si es lo femenino lo que prima en ese interés, sino la periferia. Los varones están cubiertos de privilegios, y la periferia es femenina, es travesti, es homosexual. Mirá todo eso que hace Mariana Enriquez en Nuestra parte de noche. Esos rituales, esas magias oscuras. Esa imaginación no la tienen los tipos, porque los privilegios te ponen gil, tonto. A mí me pasa. Ahora la gente me ve y dice: "Ay, qué divina, qué femenina". Y yo siento nostalgia de esa otra travesti que fui, más salvaje, de salir con el culo al aire. Me doy cuenta de que soy más boluda, de que estoy menos lúcida. Y eso te lo hacen los privilegios».
El libro de Sosa Villada lleva once ediciones en Argentina, cuatro en España, se publicará en Estados Unidos, pronto será serie. «Todo eso no me da vértigo. Pero tengo la sensación de que no me van a permitir hacer otra cosa. Que es hasta ahí. Es lo único que me preocupa: si me van a dejar hacer otra cosa después de Las malas».
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Esto es, entonces, lo que hay: una constelación de autoras con voces potentes que proceden de la misma región. Unos movimientos feministas que propician el interés por esas voces. Una conciencia de las desigualdades históricas en el mundo editorial —en el que desde hace algunos años la mayoría de los puestos de decisión están en manos de mujeres— y el intento de equilibrarlas. Un aumento tímido de traducciones de autoras latinas en Estados Unidos, cierta indiferencia hacia la literatura de la región por parte de algunos países europeos, entusiasmo por parte de otros, ilusiones chinas. Una persistencia del cliché en relación a lo que se espera de la literatura latinoamericana, que convive con la existencia de autoras traducidas de manera explosiva a muchas lenguas (con obras que no remiten a ninguno de esos clichés), que a su vez solo a veces convive con buenos números de ventas. Unos datos que confirman que incluso las que venden muy bien (en su lengua o en traducciones) no se acercan a las ventas masivas de autores y autoras latinoamericanos tradicionales. Un incremento de autoras noveles que logran con facilidad publicar su primer libro y, casi de inmediato, una traducción. Un aumento, no demasiado significativo, de la presencia de autoras latinoamericanas en algunos catálogos, que convive con otros en los que siempre existió paridad e incluso mayoría de mujeres. Un aluvión de premios internacionales. Un vendaval de reseñas elogiosas. Un rechazo importante a la idea de hablar de boom, mezclado con la evidencia de que algo está pasando. Y hay, también, cuestionamientos: miradas críticas —«Quiero que me publiquen por mi trabajo y no por mi género»; «Etiquetarnos solo genera un nuevo estereotipo»; «Es un fenómeno de mercadotecnia»— y miradas críticas que moderan las miradas críticas: «Primero busquemos el espacio y luego luchemos para que nos premien por la calidad»; «Caer o no en el estereotipo dependerá de nosotras». Y, antes y después, la pregunta, que es todas las preguntas: ¿se trata de un temblor previo a un terremoto que quizá nunca se desate? Y, si no se desata, ¿significará que no hubo —que no hay— temblor?
FIN DE LA PARTE 3 Y DEL ESPECIAL
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