«Actos humanos», de Han Kang: hay recuerdos que no cicatrizan nunca
En «Actos humanos», Han Kang, Premio Nobel de Literatura 2024, viaja a la ciudad de Gwangju, en Corea del Sur. Allí, en mayo de 1980, durante la dictadura del general Chun Doo-hwan, el ejército aplastó las reivindicaciones estudiantiles por la democracia en la ciudad natal de la escritora, disparando indiscriminadamente a la multitud y asesinando a -según algunas fuentes- unos 2.000 civiles. Tras la sanguinaria matanza, un joven busca el cadáver de un amigo, un alma intenta aferrarse a su cuerpo y a sus recuerdos y un país humillado busca su lugar entre la censura, la negación, el perdón y la culpa. En esta novela brutal, Han Kang habla de las heridas colectivas, la represión y la violencia dando voz a las víctimas de uno de los traumas más recientes de la historia de su país. Al hilo de la reedición del libro a cargo de Random House (diciembre de 2024) y La Magrana (en catalán), en LENGUA publicamos el texto de acompañamiento que firmó el escritor Álvaro Colomer para la edición de :Rata_ de 2018, una presentación impecable del contexto histórico y social de la obra más política de Han Kang, el reflejo literario de un penoso episodio que sigue resonando con fuerza en la actualidad.
Por Álvaro Colomer
Han Kang en Madrid en el año 2017. Crédito: Lisbeth Salas.
El país de los dictadores
El 26 de octubre de 1979, el director de la Agencia Central de Inteligencia Coreana, Kim Jae-kyu, descerrajó dos tiros sobre el presidente de su país. Ocurrió durante el transcurso de una cena privada. Discutían sobre el modo más eficaz de disolver las revueltas populares de Pusán y Masan, la conversación pivotaba entre dos posturas claramente antagónicas, el tono de la conversación aumentaba por segundos. El responsable de los servicios secretos defendía la implantación de reformas que contentaran a las masas, mientras que Park Chung-hee, militar al mando de la nación tras perpetrar un golpe de estado en 1962, y su jefe de seguridad Cha Chi-chol abogaban por sacar los tanques y aplastar a la chusma. Ya habían abordado ese asunto en otras ocasiones, pero aquella noche el ambiente se caldeó en exceso. El presidente y su adlátere recriminaban a Jae-kyu su tibieza a la hora de contener al populacho y éste insistía en que los surcoreanos no tolerarían otra masacre. Los esfuerzos del director por evitar una nueva matanza caían constantemente en saco roto y en cierto momento, harto ya de tanta cháchara, se levantó de la mesa, salió al vestíbulo y susurró a uno de sus ayudantes: «Hoy es el día». Regresó al comedor provisto de una pistola semiautomática Walther PPK y, convencido de que las palabras debían de dar paso a la acción, disparó en el pecho de Chung-hee y en el brazo de Chi-chol. El primero murió en el acto, pero el segundo aprovechó que el arma se había encasquillado para refugiarse en el cuarto de baño. Si pensaba que esto le salvaría, estaba equivocado. Porque Kim Jae-kyu no era un hombre que dejara las cosas a medias. No, no lo era en absoluto. De hecho, salió de nuevo al vestíbulo, se agenció un revólver Smith & Wesson 36 y regresó para terminar lo que había empezado. Abrió la puerta del lavabo, miró a los ojos del funcionario y, acaso disfrutando con el hecho de tener encañonado al individuo que había abogado por su destitución, le perforó el abdomen. Después se colocó tras el cadáver del presidente y, queriendo asegurarse de que no había espacio para el error, le encajó una segunda bala en la nuca. Acababa de rematar a uno de sus mejores amigos.
Cuando los medios de comunicación difundieron la noticia del magnicidio, la gente respiró aliviada. Diecisiete años de dictadura terminaban de forma abrupta y aquella misma noche los surcoreanos soñaron con la derogación de la Ley Marcial, la liberación de los opositores encarcelados y la convocatoria de elecciones libres. Fueron unos ingenuos: nada de eso ocurrió. Y es que la muerte de Park Chung-hee sólo sirvió para que otro militar, Chun Doo-hwan, forzara la entrada del palacio presidencial e instaurara un régimen tan autoritario como el anterior. Un régimen que los cínicos del país todavía denominan «democracia estilo coreano».
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El Levantamiento de Gwangju
Desde su creación en 1945, Corea del Sur ha soportado a cuatro dictadores: Rhee Sung-man (1948-1960), Park Chung-hee (1962-1979), Chun Doo-hwan (1980-1988) y Roh Tae-woo (1988-1993). Todos recibieron el visto bueno de Estados Unidos –y Japón- y todos fueron observados con recelo desde la Unión Soviética –y China-, pero ninguno se libró del odio en las calles. Los intentos de asesinar al presidente de turno y los conatos de rebelión se sucedieron a lo largo de cuarenta años de regímenes autoritarios, y los militares que ostentaban el poder siempre respondieron del mismo modo: recortando los derechos de los trabajadores, prohibiendo la disidencia política y pertrechando a los soldados con armas de mayor calibre. Chun Doo-hwan no fue una excepción.
Nacido en el seno de una familia campesina, se alistó en el ejército tan pronto como terminó la secundaria y, tras pasar por varias academias norteamericanas, regresó convertido en un especialista en la lucha de guerrillas y en la guerra psicológica. Sin embargo, sus aspiraciones jamás se limitaron al universo castrense y en 1980 dio un golpe de estado que le permitió suceder a su amigo Park Chung-hee. La represión de las clases populares no se hizo esperar, siendo en esta ocasión tan despiadada que el mismísimo presidente de Estados Unidos, a la sazón Jimmy Carter, manifestó públicamente su preocupación por los derechos humanos en Corea del Sur. No sirvió de nada. La llegada al poder de Ronald Reagan supuso un espaldarazo para el dictador. El nuevo inquilino de la Casa Blanca no sólo le dio carta blanca para gestionar el país según le viniera en gana, sino que estimuló la economía local hasta asentar el llamado milagro económico y apoyó la candidatura de Seúl para los Juegos Olímpicos de Verano de 1988. Eran los tiempos de la Guerra Fría y Chun Doo-hwan podía poner los pies sobre la mesa, cerrar los ojos y echar una cabezadita.
Pero fue su propio pueblo el que lo despertó. Los altercados que Han Kang relata en Actos humanos ocurrieron en Gwangju, en aquel entonces capital de Cholla del Sur, provincia conocida como «el granero de Corea». Los recursos naturales de este territorio han despertado históricamente la codicia de los dirigentes del país y el expolio de sus riquezas ha sido tan frecuente que la población autóctona ha generado una cultura de oposición al poder que todavía pervive. Por decirlo de un modo sencillo, Cholla del Sur es la piedra en el zapato de la Casa Azul y no hay dictador que aguante semejante humillación.
Así, cuando el 18 de mayo de 1980 los estudiantes de la Universidad de Jeonnam se manifestaron exigiendo la instauración de la democracia, una unidad de boinas verdes asumió el control de la situación. Primero les rodeó, después les disparó y por último les golpeó con tanta furia que, de haber ocurrido en cualquier otro país del mundo, todos habrían agachado la cabeza. Pero estamos en Corea del Sur y poca broma con esta gente. La indignación surcó los barrios como un pulso electromagnético y la población salió en bloque a la calle, entró en las comisarías y, tras robar las armas, creó una milicia civil.
Fue entonces cuando Chun Doo-hwan ordenó a Chong Ho-young, comandante de las Fuerzas Especiales, que metiera a la purria en vereda. Y lo hizo. Caramba si lo hizo. Las secciones de paracaidistas pisaron Gwangju esa misma noche y, diez días después, reinaba el silencio en la ciudad.
Lo que empezó el 18 de mayo terminó el 27 del mismo mes y todavía hoy existen dudas sobre las cifras de muertos. El gobierno fijó una cantidad cercana a los doscientos fallecidos (144 civiles, 22 militares y dos policías) y a los cuatrocientos heridos (127-109-144), y zanjó el asunto encarcelando a quienes dudaron del recuento. En consecuencia, tuvo que ser la prensa internacional la que elevara el número de víctimas mortales a mil o incluso dos mil, y la que denunciara no sólo la matanza indiscriminada de civiles, sino también otras atrocidades como, por ejemplo, el asesinato de los policías locales que, atónitos ante la crueldad con la que actuaba el ejército, trataron de liberar a los manifestantes que todavía no habían pisado la sala de torturas. Además, según cuenta la propia Han Kang en su novela, los soldados recibieron una dotación de ochocientas mil balas, cuando el censo de Gwangju apenas alcanzaba las cuatrocientas mil almas. «Tenían una provisión suficiente como para meterles dos veces la muerte a cada uno de los habitantes», afirma un personaje.
Al término de la revuelta, 1.394 personas atestaban las cárceles, quinientas de las cuales fueron acusadas formalmente, siendo siete las condenadas a muerte y cuatro las sentenciadas a cadena perpetua. Los medios de comunicación oficiales aseguraron que los detenidos pertenecían a grupos comunistas y que los cabecillas de la revuelta trabajaban para el gobierno de Corea del Norte. Sólo el paso de los años desveló la verdad y, cuando la fiscalía inició sus pesquisas, Chun Doo-hwan pidió disculpas públicamente y anunció su retiro a un monasterio. No coló. En 1995 se reabrió el caso y un juez firmó su ejecución. Un recurso logró que le conmutaran la pena por otra de cadena perpetua, pero la amnistía decretada en aras de la «reconciliación nacional» permitió su liberación un año después.
Han Kang en Madrid en el año 2017. Crédito: Lisbeth Salas.
Los recuerdos de Han Kang
Han Kang tenía nueve años cuando el ejército irrumpió en su ciudad natal. Afortunadamente, en aquella época vivía en Seúl. Sus padres se mudaron a la capital cuatro meses antes del levantamiento y, aunque ese traslado fortuito les libró de una desgracia, siempre lamentaron no haber estado junto a sus amigos durante aquellos trágicos días. De hecho, fue ese remordimiento el que, algún tiempo después, los llevó a comprar un libro de fotografías sobre la masacre. Lo escondieron en las profundidades de una estantería, lejos del alcance de los niños, allá donde los objetos terminan cogiendo polvo, pero una de sus hijas lo encontró y quedó tan impresionada con las imágenes que, por primera vez en su vida, entendió el significado de las palabras dignidad y violencia.
Con todo, no es necesario remontarse a la infancia de la autora para encontrar el germen de Actos humanos porque, al cabo de los años, Han Kang presenció otro acontecimiento que tuvo una influencia si cabe mayor. Ocurrió en 2009, en el distrito financiero de Yongsan (Seúl), durante las protestas de los inquilinos de un inmueble afectado por los planes urbanísticos del gobierno local. Los vecinos se negaban a abandonar el edificio hasta que no les ofrecieran una compensación económica acorde con la realidad del mercado, y cuando los cuerpos de seguridad del estado rodearon la manzana, los inquilinos se atrincheraron en la azotea. No esperaban que las autoridades desplegaran a 1.400 policías y 500 agentes especiales para contener a cuarenta manifestantes. Pero así fue. Los antidisturbios entraron en la portería, subieron las escaleras y, haciendo un uso desproporcionado de la fuerza, provocaron un incendio que terminó con la vida de cinco civiles y un funcionario. Aquella noche, desde la ventana de su casa, Han Kang divisó el humo elevándose sobre la ciudad y, cuando la prensa difundió las imágenes del altercado, recordó el libro de fotografías que sus padres ocultaron en aquella estantería del pasado. De pronto le invadió la idea de que su país continuaba anclado en 1980, de que el calendario moral de Corea del Sur se había detenido en la Masacre de Gwangju, de que los métodos coercitivos empleados por los dictadores seguían siento una opción válida para el gobierno actual y, en definitiva, de que los cambios experimentados a lo largo de los últimos treinta años tan solo afectaban a la capa más superficial de la sociedad. Así pues, y como dice otro de sus personajes, tuvo al fin conciencia de que «hay recuerdos que no cicatrizan nunca».
Han Kang podría haber elegido cualquier otro momento de la historia nacional para escribir una novela que reflejara la violencia ejercida por la administración contra su propio pueblo. Ejemplos no le faltaban: la Matanza de 1960, la Protesta de 1978, la Marcha Nacional por la Paz de 1987… Todos estos levantamientos terminaron convertidos en baños de sangre, pero hoy sabemos que sus víctimas no murieron en balde. Cada manifestación, cada pancarta e incluso cada proyectil sirvieron para aislar un poco más a los militares que ostentaban el poder y las primeras elecciones realmente libres llegaron en 1993. Curiosamente, ese mismo año Han Kang publicó su opera prima, A Love of Yeosu.
Empezar su carrera en paralelo al inicio de la democracia hizo que, según ha declarado ella misma, nunca sintiera la necesidad de significarse políticamente. La suya era una generación que podía escribir sobre cualquier cosa y, tras décadas de una literatura obsesionada con la Guerra Civil y con la reunificación, la narrativa surcoreana se escoró hacia asuntos más estéticos, más internacionales, más intimistas, dando no obstante cierta preeminencia al tema de la intromisión del capitalismo en la vida privada de la gente. Y es en este contexto donde hay que situar La vegetariana, título que valió a su artífice el reconocimiento internacional no sólo por la calidad del texto, sino también por la denuncia de la violencia ejercida contra la mujer y, en general, contra cualquier ser vivo.
Sin embargo, cuando la autora ya había encaminado su obra hacia la exploración de la individualidad y mientras andaba convencida de que no le interesaban los acontecimientos de naturaleza política, el Levantamiento de Gwangju resurgió en su memoria y, tras meses de investigación, se lanzó a escribir una novela que, igual que hiciera su colega Lim Chul-woo en la monumental Días de primavera, aprovecha aquella masacre para ejemplificar el sufrimiento soportado por los surcoreanos en tiempos de Guerra Fría. De alguna manera, Han Kang había comprendido que, por más que se empeñen en lo contrario, los escritores nunca pueden permanecer al margen de la Historia.
La conexión común
Dice Angela Davis que existe una «conexión común» entre todos los oprimidos de la tierra. Los palestinos de Gaza, los afroamericanos de Ferguson, los kurdos de Irak, los albinos de Tanzania, los periodistas de Sinaloa, los gitanos de Rumanía, los homosexuales de Rusia, los indígenas de la Amazonia, los refugiados de Siria y, entre muchos grupos más, las mujeres de medio mundo comparten una geografía del sufrimiento que atraviesa el planeta de un modo transversal. De hecho, se puede afirmar sin miedo al error que no hay país que no reprima –o, cuando menos, controle- a algún colectivo instalado en su territorio, y aunque es verdad que algunos gobiernos lo hacen –o lo han hecho- con más crueldad que otros, no deja de ser menos cierto que la civilización continúa cimentándose sobre los cadáveres de los más débiles.
Pero no todos los pueblos se han dejado dominar de un modo pasivo y, en este sentido, Actos humanos debe ser leída en clave de literatura de la rebelión. Los gritos de los hombres, mujeres y niños que murieron en Gwangju resuenan en nuestros corazones con la misma fuerza que el alarido lanzado por David antes de derribar a Goliat, que los quejidos de don Quijote retorciéndose entre las aspas de un molino o que los insultos proferidos por Lillith cuando Adán quiso tumbarse por primera vez sobre su vientre. A lo largo de los siglos, los escritores han dejado buena constancia de la resistencia ejercida por los sectores más explotados de la sociedad y cada uno de esos libros ha servido para ampliar el perímetro moral de la literatura: Emile Zola (Germinal) rindió homenaje a los mineros franceses que soltaron los picos y alzaron los puños; Charlotte Brontë (Shirley) dejó constancia de la oposición de los obreros ingleses a la introducción de maquinaria pesada en las fábricas; Benito Pérez Galdós (Episodios nacionales) reconstruyó la lucha emprendida, entre otros, por los gerundenses de a pie contra el asedio napoleónico; Oscar Zeta Acosta (La revuelta del pueblo cucaracha) defendió las reivindicaciones de los chicanos que aspiraban a convertirse en ciudadanos de primera categoría; Philip Roth (Pastoral americana) describió los disturbios raciales que alarmaron a las clases pudientes de Estados Unidos durante la década de los 60… Son sólo algunos ejemplos de novelas que han puesto el foco de atención en las distintas revueltas surgidas aquí y allá, y que han servido para conservar el recuerdo de quienes lucharon por conseguir la libertad de la que ahora gozamos nosotros.
Uno de los personajes de Han Kang se pregunta en este libro si existe algún lugar en el que se reúnan las almas de cuantos perecieron durante el Levantamiento de Gwangju. Y desde aquí nos atrevemos a responder: Sí, sí que existe ese lugar. Se llama Actos humanos. Y en sus páginas resuena el murmullo de los millones y millones de seres humanos que, a lo largo de los siglos, han dado su vida por una causa noble.
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