Escritores contra la ocupación de Palestina
Vivir en Gaza, una cárcel con tres carceleros: Israel, Egipto y Hamás
El pasado sábado 7 de octubre, la organización paramilitar islamista Hamás atacó Israel de manera coordinada por tierra, mar y aire. La respuesta israelí no se hizo esperar: anuncio del estado de guerra y bloqueo total a la Franja de Gaza. En apenas 72 horas, el conflicto entre palestinos e israelíes alcanzó un nivel de tensión sin apenas precedentes: las cifras de muertos y heridos no paran de crecer, tanto por un lado como por otro. Estos ataques, cuyo final se antoja lejanísimo, constituyen el último episodio de una lucha muy duradera y sangrienta y que ha marcado la historia de Oriente Medio. Para ofrecer algo de contexto histórico, en LENGUA publicamos un extracto de 2.500 palabras de un texto de Dave Eggers titulado «Visita a la cárcel», el cual forma parte de un volumen recopilatorio titulado «Un reino de olivos y ceniza. Escritores contra la ocupación de Palestina» (Random House). Escritas en 2017, las líneas que siguen forman parte de una crónica que Eggers escribió tras visitar Gaza y conocer las condiciones de vida (y muerte) de todas aquellas víctimas de una guerra que parece no tener fin; hombres, mujeres, niños y niñas que intentan avanzar mientras silban las balas y retumban las bombas.
Por Dave Eggers
Gaza, Palestina. 25 de mayo de 2021. Ciudadanos palestinos asisten a una vigilia para condenar la matanza de niños y civiles, acto que se llevó a cabo sobre los escombros de las casas destruidas por el ataque militar israelí durante los 11 días escalada entre las facciones militares de Israel y Gaza, que terminó después de un alto el fuego mediado por Egipto. 248 palestinos murieron durante aquel episodio, 66 de ellos niños. Crédito: Marcus Yam / Getty Images.
–Estamos muy enfadados. Muy decepcionados. Muy desesperados. Solo queremos salir y cantar.
Estas son las palabras de Basilah, una de las periodistas que vi la noche anterior en el concierto de la Sol Band. Estamos en el restaurante del hotel Al-Deira, que tiene vistas al mar, y el día es soleado, el cielo de un azul brillante, y la playa, debajo, parece pacífica y tranquila.
Basilah y yo tenemos conocidos comunes en Estados Unidos, y fueron ellos quienes me dijeron que le llevara algunos pequeños lujos que resultan difíciles de encontrar aquí, como, por ejemplo, brillo de labios. Le entrego media docena de envases de diversos colores y sabores, y sus ojos resplandecen al verlos.
Basilah tiene veintinueve años y durante los últimos cinco ha estado escribiendo para diversos medios de comunicación del mundo árabe y occidental. Como habla inglés con fluidez y es una escritora de talento, sus artículos sobre Gaza han tenido una repercusión internacional. Está decidida a asegurarse de que el mundo sepa que en Gaza hay una apariencia de normalidad. Que hay centros comerciales, bodas y conciertos.
–Eso no significa que seamos felices –dice–. No somos felices en absoluto por estar en Gaza. La mayor parte de las personas a las que vi en el concierto están solicitando visados de estudiantes, están perdiendo sus becas. Piensan que sus posibilidades son muy, muy limitadas. Estamos atrapados en Gaza y no podemos hacer nada por evitarlo.
Con una media de edad apenas superior a los dieciocho años, Gaza tiene una de las poblaciones más jóvenes del mundo. Pero aunque la educación es muy valorada, hay pocos empleos para graduados universitarios. Y desde la llegada de Hamás y sus desastrosas relaciones con Israel, conseguir un visado para salir del país resulta sumamente difícil. Como Gaza no tiene aeropuerto –su espacio aéreo está controlado por Israel desde 1967–, los gazatíes que están esperando irse a estudiar al extranjero deben pasar por Egipto o por Israel, y como las tensiones entre Hamás y Egipto por un lado e Israel por otro son enormes, ninguno de estos países es muy propenso de momento a conceder visados a los estudiantes gazatíes. Y tampoco pueden ver a sus familiares de Cisjordania e Israel. En Gaza, apenas pueden encontrar trabajo. Y cada pocos años, según parece, Hamás se enzarza en una desastrosa lucha con sus vecinos israelíes, infinitamente más poderosos, lo que limita todavía más la capacidad de los gazatíes de entrar y salir de Gaza, además de reducir su acceso a muchos productos, al agua limpia, a la electricidad y a todo tipo de oportunidades.
Basilah y muchos otros gazatíes que conocí hablan de Gaza como de «una cárcel al aire libre», y resulta difícil poner en tela de juicio esta descripción. En la frontera septentrional de Gaza hay un muro de ocho metros de altura que separa la Franja de Israel. La barrera tiene más de setenta kilómetros de longitud, y los tramos más largos son cuatro metros más altos que el Muro de Berlín, además de estar mucho más fortificados. En la frontera oriental hay un foso, luego un muro bajo, y encima de él una valla electrificada, salpicado de torres de vigilancia guarnecidas por soldados israelíes y patrulladas por tanques. En la frontera meridional hay otro muro que separa Gaza de Egipto. Este muro tiene quince kilómetros de longitud y es bastante parecido al de la frontera norte con Israel. Tiene ocho metros de altura y cuenta con quince torres de vigilancia.
Firmas contra la ocupación
En el último lado de Gaza que queda, el del oeste, está el mar Mediterráneo. Quizá sea esta la frontera más mortífera e impenetrable. Dos armadas, la israelí y la egipcia, vigilan sus aguas con patrulleras, dispuestas a hundir cualquier barco que intente acercarse a Israel por el norte o a Egipto por el sur, o que se aleje de la costa más de seis millas náuticas.
Así que Gaza es una cárcel y un millón ochocientas mil personas viven dentro de esa cárcel. Habitan o bien en la ciudad de Gaza, una localidad animada y cosmopolita a orillas del mar, de más de medio millón de almas, o bien en granjas, y cultivan espárragos y almendras y pepinos, y se ganan la vida como pueden. Hay nueve universidades y facultades. Hay treinta y dos hospitales. Hay centros y galerías comerciales. Hay acceso a internet, y la gente rica tiene televisión por cable. La calidad del agua es poco satisfactoria para algunos y terrible para otros, y la electricidad no es de fiar; la gente en su totalidad, salvo la élite, solo puede contar con ella apenas ocho horas al día. Hay buenos restaurantes. Hay cenas, bodas, celebraciones, nacimientos, fiestas en la playa. Pero es una cárcel.
Miembros de la familia Al-Madhoun velan a sus allegados fallecidos durante un ataque aéreo israelí que alcanzó sus casas en la madrugada del 13 de mayo de 2021. Crédito: Marcus Yam / Getty Images.
Miramos hacia abajo, a la orilla del mar, y solo entonces me doy cuenta de que esa es la playa en la que, en julio de 2014, un misil de la Fuerza Aérea Israelí mató a cuatro niños a plena luz del día, a la vista de decenas de observadores, incluidos varios periodistas occidentales. Los cuatro niños, de entre nueve y once años, todos ellos desarmados y en pantalón corto, eran miembros de una familia de pescadores apellidada Bakr. Estaban jugando junto a un pequeño contenedor en el que su padre, un simple pescador, guardaba su barca y sus redes. El misil de las FAI destruyó el contenedor y los mató a todos. Al término de la investigación, ningún soldado israelí fue acusado de ningún delito. El caso fue considerado un error de guerra lo suficientemente honesto. Tanto ahora como entonces, la playa parece tan tranquila como cualquier pueblecito de la costa italiana.
Basilah habla del concierto de la noche anterior.
–Veo a la misma gente en todos los conciertos. A cada espectáculo asisten las mismas cuatrocientas personas de la ciudad de Gaza –dice.
A menudo en los conciertos se toca música patriótica, cuenta, con bandas que cantan a Palestina y al día en que los gazatíes volverán a sus aldeas.
–La gente grita «¡Sí, sí!», y yo igual…
Basilah pone los ojos en blanco. Basilah prefiere las bandas que intentan cosas nuevas. Yo le pregunto si un concierto como el de la pasada noche, con su carácter más secular, es una prueba de cierta relajación de las restricciones impuestas a la vida social de los gazatíes.
–No, no lo creo –responde Basilah–. Probablemente algún miembro de la banda tenga algún pariente de Hamás y por eso habrán conseguido el permiso. A los de Hamás no los motiva ningún acontecimiento cultural de ningún tipo. No quieren que haya acontecimientos de ese estilo, pero no pueden decir todo el tiempo que no.
Si Gaza es una cárcel, es una cárcel con tres carceleros: Israel, Egipto y Hamás. Para los jóvenes que intentan echar la culpa de esta situación a alguien, «primero está Israel, y después Hamás», dice Basilah. Las restricciones impuestas a su vida cultural son opresivas y aleatorias. Y las acusaciones generalizadas de corrupción y soborno han acabado con la poca buena voluntad que pudiera seguir teniendo la gente hacia el partido. Las autoridades acosan a sus conciudadanos alegando motivos religiosos, y, como el gobierno anda escaso de dinero, impone a la gente multas severísimas por violaciones de la ley más que dudosas. La semana pasada, dice Basilah, un taxista fue parado en plena calle y obligado a pagar cincuenta shekels, el sueldo de medio día. Cuando se negó a hacerlo, le confiscaron el taxi.
–¡Hamás, por Dios! –dice Basilah–. ¡Lleváis todos estos años en el poder y no habéis hecho nada! Vuestra relación con los demás países es una mierda. Hay gente que se suicida a diario.
Menciona a un hombre que se quitó la vida la semana pasada. Había ido al hospital y le habían presentado una factura de doscientos dólares. Pero no podía pagarla –había perdido su trabajo a raíz del bloqueo–, así que Hamás le quitó el carnet de identidad.
–Le retiraron el carnet dos meses –dice Basilah–, y en Gaza no se puede vivir sin carnet de identidad. Vayas donde vayas te preguntan: «¿Dónde está su carnet de identidad?».
Al hombre lo pillaron por la calle. El mismo individuo que le retiró el carnet se lo pedía allá donde fuera. Así que se prendió fuego delante del hospital.
–Pero ya no le importa a nadie –dice Basilah–. Aunque quieras llamar la atención, ya no tiene sentido quitarte la vida. Hay demasiada gente que lo hace, así que ya no surte efecto.
Basilah termina su té y se asoma a mirar el mar.
–Pero nos decimos: «Vale, hagamos algo que rompa la rutina de estar siempre deprimidos, sabiendo que estamos atrapados en una cárcel. Estamos atrapados dentro de una cárcel, sí, así que cantemos y bailemos dentro de esta cárcel».
Gaza, mayo de 2021. Un grupo de pescardores a bordo del Subuh, un barco de pesca que faena frente a la costa de Gaza. Dado que Gaza está controlada por Hamas desde 2007, tanto Israel como Egipto tienen el enclave bajo bloqueo para impedir el contrabando de armas a través del mar. Crédito: Marcus Yam / Getty Images.
La costa de Gaza, en dirección norte hasta Egipto, es encantadora; el mar es de un azul brillante, y la arena blanca, casi intacta. Hazem y yo vamos con el coche a toda velocidad junto a la orilla del mar; sopla una suave brisa procedente del Mediterráneo según vamos pasando una infinita sucesión de restaurantes de playa vacíos. Antes de Hamás, la costa solía ser usada como escapada de fin de semana por los gazatíes, y antes de la intifada todo el litoral estaba atestado de bañistas.
Pero ahora está vacío. La versión conservadora del islam favorecida por Hamás prohíbe a las mujeres llevar traje de baño, y frunce el ceño también ante los hombres que se bañan sin camisa. Y como no hay turistas, hacemos cuarenta kilómetros, desde la ciudad de Gaza hasta Rafah Meena, y no vemos más que a media docena de personas en la línea ininterrumpida de arena blanca.
En el muelle de Rafah encontramos una larga fila de barcas de pesca de madera, sacadas fuera del agua, todas pintadas en colores primarios. Delante de las barcas hay una hilera de almacenes usados por los pescadores para guardar sus redes y sus luces. En uno de ellos, hay un grupo de pescadores almorzando, sentados sobre unos cubos puestos boca abajo. Nos invitan a Hazem y a mí a unirnos a ellos, pero declinamos su amable invitación. Preguntamos en la calle por el capitán del puerto, y nos dirigen hacia un hombre corpulento llamado Bashir.
Es un hombre fornido de barba entrecana, con la piel tostada por el sol y una boca llena de dientes rotos. Bashir es autoritario, pero asequible. Lleva una kufiyya de cuadros rojos y negros sobre una camisa anaranjada, ya descolorida, cuyas mangas cortas dejan ver sus brazos intensamente bronceados. Ha pasado décadas pescando en el Mediterráneo. En los años ochenta trabajaba en la costa situada delante de Haifa y dice que «había mucho pescado. Teníamos que devolverlo al mar porque pesaba demasiado». Tras los Acuerdos de Oslo fue trasladado a Gaza y empezó a pescar en Rafah. Pocos años después, las restricciones impuestas a los pescadores se endurecieron, y ahora, dice, es la época más difícil.
–El bloqueo ataca todos los aspectos de la vida –dice–. La gente no tiene empleo, no tiene trabajo, está desesperada. La sociedad palestina solía ser productiva, se dedicaba a la agricultura y a la pesca. Ahora somos una sociedad de consumo, que depende de otros.
Jerusalén, Israel. Junio de 2021. Un colono palestino y un judío se pelean en medio de unos disturbios provocados por los enfrentamientos previos entre el ejército israelí y el grupo Hamas. Crédito: Marcus Yam / Getty Images.
Durante siglos, los palestinos fueron pescadores, y hasta 1948 fueron libres para pescar donde les pareciera conveniente en el Mediterráneo. Durante las décadas inmediatamente posteriores a la creación del Estado de Israel, su libertad de movimientos se ha visto progresivamente restringida. En 1994, los Acuerdos de Oslo concedieron permiso a los pescadores para desarrollar sus actividades en un espacio correspondiente a veinte millas náuticas hacia el oeste, de modo que pudieran ganarse la vida. En 2007, tras la elección del gobierno de Hamás y el subsiguiente conflicto entre Hamás y Al-Fatah, Israel impuso un bloqueo naval, restringiendo los movimientos de todas las embarcaciones que salieran de Gaza o se dirigieran a ella; la zona en la que se permitía la actividad pesquera quedó reducida a seis millas náuticas de la costa. Ahora, dependiendo de las relaciones que haya entre Hamás e Israel, o del humor de los soldados de las FDI que vayan a bordo de las patrulleras, esas seis millas pueden convertirse en cinco o en tres. Evidentemente, las FDI intentan protegerse de la importación o exportación de armas, y de la posibilidad de que barcos gazatíes lleguen a las costas israelíes.
Mientras hablamos, hay alrededor de otros diez pescadores junto a nosotros, escuchando a Bashir. El día es claro y sopla una ligera brisa. La arena de la amplia playa está blanca y limpia. Bashir señala al mar, donde podemos ver la silueta de una patrullera israelí recortándose en el horizonte.
Cuando los barcos de las FDI ven a un pesquero que se acerca demasiado a la barrera, se supone que lanzarán una advertencia por los altavoces. Si la orden verbal de dar media vuelta no es oída u obedecida, las FDI están autorizadas a disparar una ráfaga de ametralladora contra las inmediaciones de los pesqueros, habitualmente en dirección a la proa. Si se produce algún malentendido, la tensión puede subir de tono.
Los pescadores gazatíes han recibido disparos y han resultado muertos. Han sido detenidos e interrogados. Sus barcos han sido confiscados y se les ha despojado de sus equipos más esenciales. Sus barcos a menudo son hundidos. Según el Centro Al-Mezan de Defensa de los Derechos Humanos en Gaza, durante la primera mitad de 2016 los barcos israelíes dispararon contra pesqueros palestinos en setenta y una ocasiones, detuvieron a ochenta y tres pescadores en veinte incidentes distintos, e hirieron a once. Los israelíes han confiscado veintiocho barcos pesqueros en dieciséis incidentes distintos, y han destruido equipo pesquero en otros once.
–No tienen derecho a ponernos límites –dice Bashir–. Es nuestro mar.
No obstante, dada la falta de empleos en otros lugares de Gaza, llegan aquí hombres procedentes de todas partes en busca de trabajo.
–Ahora hay más pescadores –dice–, pero menos pescado.
Los barcos de Bashir han sido tiroteados e incautados. Sus tripulantes han sido arrestados, esposados, detenidos e interrogados en el mar. Peores que las FDI, sin embargo, según dice, son los egipcios. Desde que los Hermanos Musulmanes han sido desalojados del poder, las cosas han empeorado. El nuevo gobierno que ha ocupado su lugar, encabezado por Abdel Fattah el-Sisi, da por supuesto que Hamás ha estado apoyando las sublevaciones y el terrorismo en Egipto, y trata a todos los barcos gazatíes como posibles vehículos de transporte de los terroristas. A diferencia de los israelíes, que disparan en la dirección del barco, «los egipcios nos disparan directamente a nosotros», dice Bashir. Cada día se produce algún tipo de enfrentamiento con una u otra armada, afirma.
Los pescadores gazatíes no están autorizados a utilizar sonar ni radar, equipos habituales de todos los pescadores del mundo. Y como sus caladeros de pesca son tan limitados, capturan mucho menos pescado, y en estos momentos, aunque Gaza tiene cuarenta y dos kilómetros de costa, los gazatíes importan más pescado que el que ellos pueden producir. Más del 90 por ciento de los pescadores de Gaza viven en la pobreza y dependen de la ayuda internacional para subsistir.
Para entonces todos los demás pescadores ya se han ido. Estamos solos y se está levantando viento. Bashir parece cansado y da la impresión de estar más interesado en hablar de los efectos del bloqueo sobre la vida cotidiana de las familias que de las dos armadas que vigilan sus barcos.
–La falta de trabajo –dice– afecta a la vida social, a la vida familiar. No podemos ir a visitar a los amigos, no podemos comprar regalos para las grandes ocasiones.
Con tanta presión, sintiéndose acorralado por todas partes y responsable de toda su familia, dice, «un hombre puede desviarse por el mal camino».
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