Rodrigo Fresán por Laura Fernández: una mañana en la vida del narrador desbordante
Rodrigo Fresán, el más posmodernamente mental de los escritores posmodernos «mundiales», la clase de escritor que es capaz de construir, capaz de armar, capaz de dar forma (y vida) a libros «pensantes», libros que se exploran a sí mismos a la vez que exploran el mundo a su alrededor, como si en vez de libros fuesen «exploradores» hechos de palabras, exploradores que nunca van a encontrar nada porque no quieren hacerlo, porque, qué demonios, prefieren seguir «buscando», ha vuelto. Y, por una vez, no está solo. El diminutamente poderoso, el «infinito» Land está con él. Atrapado en el tiempo, en un tiempo en el que las cosas fueron y serán, para siempre, «eternas», Land es el niño y el adolescente que protagoniza la novena novela del autor de «Las partes» —«La parte inventada», «La parte soñada», «La parte recordada»—, y «Melvill», de «Esperanto» y «La velocidad de las cosas», de «Mantra» y «El fondo del cielo», la monumental «El estilo de los elementos» (Random House, 2024), a la vez un inventario de afectos y desafectos, de Historia e historias, de pasiones y abismos, de un yo que muta porque se narra, o que narra porque muta, un yo que existe, sobre todo, porque piensa, como la novela que lo contiene, algo así como lo que ocurriría si la magdalena de Proust fuese un «alguien con lomo y páginas, un algo ardorosamente «vivo» hecho de, por qué no, «fantasmas», una casa encantada en la desaparecer para aparecer «dentro de la mente del narrador, aquí desdoblado, «extirpado», reflejado, y, al fin, si no «entendido», sí decidido a entenderse, y a dejarse entender, no rendido, sino sublimado, mayestático, desbordante. Sí, pasen y lean, y descubran cómo se forma una novela de Rodrigo Fresán, y en qué consiste leer como Drácula, y qué pasó en las escaleras de ese «faulkneriano» lugar llamado Palmeras Salvajes, y por qué todos somos a la vez fantasmas y médiums de nosotros mismos, y cómo se sobrevive al fin de una, dos, tres bibliotecas propias, en las tan distintas Ciudad I, II y III, y ¿qué me dicen de Ella? Bienvenidos, y bienvenidas, a una mañana en la vida de este «hacedor» de mentes ciclónicas, y a lo más cerca que estarán, por el momento, de desencriptar su, en muchos sentidos, imparable, y titánica, Obra en Marcha.
Por Laura Fernández
Rodrigo Fresán. Crédito: Alfredo Garófano.
El día es un día frío y gris de diciembre. Hay una pelota de baloncesto flotando en la piscina. La piscina no es la piscina del escritor pero evoca, firme y nostálgicamente —nostalgia de lector—, la última piscina que cruza el nadador de John Cheever, su admirado John Cheever —toda su obra está anotada por él en español, su cabeza es una de las cabezas en las que más tiempo ha pasado, y una de las muchas con las que convive—, y que la tenga tan a la vista —es la piscina de los vecinos, el escritor la contempla desde el balcón, de alguna forma, rodeado de la propia montaña de Collserola, la montaña más o menos mágica que se yergue sobre Barcelona—, no deja de resultar inquietante. Podría, esta mañana, Rodrigo Fresán, el escritor, estar dentro de un relato suburbialmente ensoñador, y a la vez, maldito, pero maldito a la manera en que algo podría estar maldito en pueblos que se llaman Canciones Tristes —Canciones Tristes es el pueblo del que proceden buena parte de los personajes narradores del escritor—, de un John Cheever que hubiese leído más de la cuenta a Vladimir Nabokov y, a la vez, a Kurt Vonnegut, y a John Irving, y al interminable, por siempre creciente, listado de los escritores que le apasionan. Pero no lo está. Está en su casa. Su casa está en Vallvidrera, en la segunda planta de un edificio ligeramente modernista, con un sobretecho biblioteca —en el que se amontonan primeras ediciones de todo lo indispensable, norteamericanamente hablando—, en el que también se encuentra su famoso despacho. El despacho de ventana submarinísticamente circular, con vistas al parque de atracciones del Tibidabo, en el que solía escribir sus novelas. Ya no lo hace. Ahora las escribe en una mesa de cristal, que da la espalda a una parte de la biblioteca, en el comedor con chimenea y suelo de madera de la casa. Sobre la mesa, ese frío día de diciembre, una traducción al inglés de El Quijote, firmada por Tobias Smolett, «el maestro de Dickens», especifica, y, también, dice, el autor de «la única traducción —de El Quijote— hecha por un escritor». También hay una biografía de William S. Burroughs, titulada Call me Burroughs, y la última novela rusa de Vladimir Nabokov, The Gift. El escritor hacedor de mentes ciclónicas lee al menos cuatro horas al día. Aún lee con sed. De la única manera en que concibe la lectura. «Uno lee como Drácula, con sed, mordiendo el cuello de los escritores que le gustan», dice. Precisamente, Drácula, de Bram Stoker, es uno de los libros que tiran de su última novela, la monumental, titánica, El estilo de los elementos (Random House), una non autobiographical novel, protagonizada por el niño Land —luego, el adolescente Land—, y su invisible, siempre en la sombra, una sombra angustiante, distópica, en la que el olvido, a causa de una epidemia «memoriosa selectiva» impera, ghost writer, que no es otro que una versión, o variación, del propio Rodrigo Fresán, ¿y acaso no es Land una contenedor de versiones, o variaciones, del propio, también, Rodrigo Fresán? Amparándose en el clásico coercitivo Los elementos del estilo, un terrorífico manual de escritura con el que el escritor se topó en una nueva edición —«tipo Wes Anderson»— en algún momento de 2022, y jugando a desmontarlo, Fresán se lanza a perseguirse a sí mismo, a editarse, y reescribirse, una vez más, como lleva haciéndolo desde el principio de los tiempos, el año en que publicó la colección de relatos Historia argentina, 1991, y más concretamente desde que leyó En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, por primera vez. Los siete títulos, leídos en apenas 15 días, durante unas vacaciones, a sus 35 años, impactaron de tal forma en obra que dieron pie a una segunda parte en ésta, y lo cambiaron todo para siempre, convirtiéndola en, sobre todo, «un viaje mental». Viaje mental que aquí, en El estilo de los elementos, a la vez se destila y se amplifica, a partir de los pedazos en que el autor hace estallar su vida, y todo lo que la rodea. Si la obra de Fresán es, como dijo él mismo en algún momento, una suerte de edificio en permanente (re)construcción con muchas estancias que se abren y cierran, comunicadas entre sí por pasillos y escaleras, la habitación que corresponde a El estilo de los elementos es, sin duda, una habitación central, o si no, aquella en la que late el corazón del edificio en cuestión, su yo único —el niño— y su yo adolescente —ese yo que sufre una apasionante y misteriosa sobredosis de sí mismo—, algún tipo de epicentro.
Laura Fernández: El estilo de los elementos es, Rodrigo, tu novela más claramente fundacional de aquello en lo que consiste una novela de Rodrigo Fresán: el cerebro como trituradora esencial de aquello que se ha sido y se es, y se pudo ser. El lápiz rojo y azul. El escribir y el editar. Editarse a uno mismo. Reescribirse. Jugar con los fragmentos. Unirlos siempre de forma distinta para que compongan la misma persona, cruzándose inevitablemente con las ficciones que les han permitido existir así.
Rodrigo Fresán: Hay cierta intención fundacional, es cierto. En mis libros había un misterio sobre el que mucha gente me preguntaba. La chica que cae en la piscina, ¿de dónde viene? ¿Quién es? Yo no lo sabía, y en algún momento pensé que debía aparecer en alguna de las partes —se refiere al tríptico que antecede a esta novela, y a la anterior, Melvill—, que el misterio debía revelarse en alguna de ellas porque iban a ser mis últimos libros. No los últimos libros que escribiera, sino los últimos. Porque el orden en el que uno escribe los libros no tiene por qué ser el orden en el que acabarán ordenándose después, cuando tu obra esté acabada. Deberían poder reordenarse de otra manera. Y así, muy claramente, Historia argentina sería mi primer libro, pero, aunque espero tener unos libros aún por delante, la sensación que yo tengo es que mis últimos libros son las partes y éste.
Laura Fernández: Siendo así, es evidente que este podría ser el último, sí. Una vuelta al principio para rematar el origen del escritor que quiso ser únicamente lector.
Rodrigo Fresán: Además, se retoma el personaje de las partes que soy yo, realmente, ese escritor un poco repelente, resentido, que aquí está más desatado. «¡Los libros deben parecerse no a sus lectores sino a sus autores para que así, luego de leerlos, sus lectores puedan parecerse a esos libros!», grita, en un momento dado. Hay una idea de cierre en la forma en que acaba ese personaje. Y luego está el asunto de la fotografía. Iba a aparecer una fotografía mía, de niño, al final, pero Ana —su mujer—, con buen tino, me dijo que iba a generar un efecto confuso, que iba a subrayar el aspecto autobiográfico, de literatura del yo, que a mí no me interesa en absoluto, y al final no aparece.
Fresán y su «non autobiographical novel»
Laura Fernández: Pero el libro es una muy peculiar literatura del yo, es una non autobiographical novel, si podemos invocar la famosa non fiction novel de Truman Capote.
Rodrigo Fresán: El estilo de los elementos es literatura del yo tanto como lo es David Copperfield, de Charles Dickens, o Martin Eden, de Jack London, o Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, o En busca del tiempo perdido, de Proust o Los destrozos, de Bret Easton Ellis. Toma dos o tres anécdotas puntuales de mi vida, y las introduce en la historia. Curiosamente, una de ellas es probablemente lo más inverosímil del libro, pero es cierto: yo no fui al colegio durante dos cursos sin que mis padres se dieran cuenta.
Laura Fernández: Como lectora, se detectan en El estilo de los elementos variaciones de los temas clásicos de Rodrigo Fresán, empezando por el asunto de los padres niños —los padres que quieren ser tus mejores amigos, en vez de ser tus padres, y que no dejan de ser hijos, y a los que el hijo debe hacer de padre—, pero la sensación es la de que se ha pisado el acelerador y se ha llegado más lejos que nunca, que el yo está más descarnadamente a la vista. ¿Ha sido la escritura más dolorosa, en algún sentido, teniendo en cuenta de qué manera se llega al hueso en ciertos momentos?
Rodrigo Fresán: No, me divertí muchísimo escribiendo. No hubo momento de emoción para conmigo mismo, o de revolverme. Lo veía todo como en una película de Wes Anderson. Los trajecitos, las casitas, los personajes. Las películas de Wes Anderson son muy tristes, ¿no? Supongo que es un mecanismo de defensa. Nunca me psicoanalicé y nada me interesa menos que autopsicoanalizarme. Uno tiene las novelas para eso, como dijo Hugh Grant. Esas novelas que sientes que las escribes cuando las lees. Esos libros no escritos por mí pero que siento que fueron escritos para mí. En cuanto al manejo del pasado, la sensación que tengo yo es de hacer un puzle al revés, en cada novela que escribo. La cosa es que debo conseguir el rectángulo pero sin la ayuda de las figuras. Y lo hago y luego le doy la vuelta y me digo, Ah, mira. La escritura es un poco eso para mí. Los escritores que, cuando se ponen a escribir, saben hasta dónde va a ir la última coma, son un enigma para mí. ¿Dónde está la gracia de escribir así?
«Nunca me psicoanalicé y nada me interesa menos que autopsicoanalizarme. Uno tiene las novelas para eso, como dijo Hugh Grant. Esas novelas que sientes que las escribes cuando las lees. Esos libros no escritos por mí pero que siento que fueron escritos para mí».
Laura Fernández: ¿Y cómo da comienzo el puzle? ¿Cómo aparece una novela de Rodrigo Fresán?
Rodrigo Fresán: Frankestianamente. Uno lee como Drácula, pero el proceso de escritura es frankestiano: se unen los pedazos y se espera el relámpago que dispare la electricidad y anime el cuerpo. El primer impulso, el primer pedazo de ese cuerpo, en el caso de El estilo de los elementos, fue el chico expulsado del colegio, y lo que pasaba en esos días en que él fingía que seguía yendo a clase. Fue lo primero que escribí. Luego me di cuenta de que faltaba material. Debía explicar cómo había llegado a eso el personaje, y darle un contexto familiar. Y la tercera parte, la idea de la epidemia memoriosa selectiva, explica las otras dos, pero aparece más tarde. Insisto en que no es literatura del yo, en cualquier caso, es literatura del yo-yo, porque sube y baja, o es literatura del qué sé yo. Alan Pauls, que la leyó, me dijo que tal vez no sería mala idea que se mostrara en los talleres de ese tipo de literatura como ejemplo de cómo contar tu propia vida y a la vez escribir una novela, no quedarte en lo meramente testimonial.
Laura Fernández: ¿Y en qué punto aparece el ejemplar de Los elementos del estilo?
Rodrigo Fresán: Oh, sí. Eso es importante. Porque tenía la historia de ese chico que deja de ir al colegio, pero luego me topé con una nueva edición de Los elementos del estilo, y, curioso, la hojeé, y vi que ofrecía mandamientos —varios aparecen en la primera parte de la novela—, y tuve la tentación de escribir un libro de cuentos. Cada uno de esos mandamientos sería un cuento, me dije. Lo desarrollaría en la práctica. Pero entonces se me ocurrió invertir el título, no sé muy bien por qué, no recuerdo, y de repente todo encajó. La primera versión de la novela la escribí en un único mes. Agosto de 2022. Mientras Ana —su mujer— y Daniel —su hijo de 17 años, autor del diseño de cubierta de esta novela, y de todas, desde la primera de las partes— estaban en México con la familia. Las diferentes fechas que aparecen al final del libro tienen que ver con las reescrituras y los inserts. El impulso inicial fue muy frío y calculado, sin ninguna ambición de que fuese el libro que cerrase las partes. Ni que fuese a iluminar los anteriores. Todo sucede en el durante. La escritura es el durante.
Laura Fernández: En ese durante, ¿cómo avanza eso que muta, la novela? ¿Todo está en tu cabeza? ¿El proceso es únicamente mental? ¿O tienes libretas donde anotas cosas?
Rodrigo Fresán: Sí, tengo cuadernos. Tengo un cuaderno por cada libro mío. Los tengo todos, los he guardado. ¿Quieres verlos?
Laura Fernández: Sí.
Rodrigo Fresán con su ejemplar de Drácula, el mismo que se menciona en El estilo de los elementos. Crédito: Alfredo Garófano.
Se levanta, sube al sobretecho, diciéndose que no son siempre el mismo cuaderno, que van variando. La realidad entre comillas de la que hablaba Nabokov se tambalea a su alrededor. Dice el narrador de El estilo de los elementos que «la realidad sólo existe para permitir la existencia de otra realidad», y también, que «algo es experimental cuando el experimento salió mal», y cuando lo dice cita a William S. Burroughs, y puestos a hablar de citas, ese mismo narrador dice de Land que es una especie de superhéroe de las citas, algo llamado Citaman, para quien las citas «no son su lanza sino su escudo». Dirá, durante la conversación, Fresán, parafraseando a su narrador, que «la escritura es una lanza a veces puede dar en el blanco» pero que la lectura «es siempre un escudo». El caso es que, cuando regresa, lo hace con tres cuadernos que parecen cuadernos de bitácora, o cuadernos de viaje —uno, el de El estilo de los elementos, titulado simplemente Land, contiene incluso una mariposa, y billetes de tren, y entradas a exposiciones, pero sobre todo, anotaciones criptícamente incomprensibles—, y entre ellos está el de Historia argentina, que incluso tiene páginas mecanografiadas porque «ese libro lo escribí en máquina de escribir mecánica», dice. También trae un cuaderno de cuando tenía diez años, que es una pequeña colección de cuentos, escrita con una letra impoluta.
Laura Fernández: ¿Fue en esos años cuando te secuestraron?
Rodrigo Fresán: Sí, a los diez años, creo —lo cuenta en un relato de Historia argentina pero no en El estilo de los elementos, pese a que Land pasa por esa misma edad; fue un secuestro exprés en el que el niño entonces ya escritor sin obra se dijo que, cuando aquello acabase, tendría algo que contar: así funciona el escudo de la ficción—. Estuve un día y medio en casa de dos tipos. Todo fue un poco como podría haber sido en una película de los hermanos Coen. Más Raising Arizona que Fargo. No comí mejor en mi vida. Fue bastante divertido.
«Tengo un cuaderno por cada libro mío. Los tengo todos, los he guardado», dice Rodrigo. Y aquí, la prueba: la libreta destinada a Land, que devendría en El estilo de los elementos. Crédito: cortesía de Laura Fernández.
En el cuaderno dedicado a Land hay incluso un diente pegado con celo. «Tal vez alguna universidad norteamericana los quiera algún día», dice. También dice, de los cuadernos, que los divide en tres partes, si cree que la novela va a tener tres partes, y que va anotando en cada una de ellas, las frases que se le ocurren. «Lo complicado es descubrir dónde van. Como las piezas de un puzle», asegura. En la novela, además de Land, están sus padres, los famosos editores de Ex Editors —y su millón de amigos altamente poco recomendables en tanto padres; todo son fiestas fitzgeraldianas en su vida—, y al menos tres figuras destacadas de su catálogo: el ilustre César X Drill, la famosa Moira Mühn y Tano Tanito Tanatos, el autor del cuento perfecto, e inevitable traidor al sistema de esos no bajos sino bohemios fondos. Y también está Ella. La chica que cae en la piscina. El misterio. Y luego están las ciudades, Ciudad I (Buenos Aires), Ciudad II (Caracas) y Ciudad III (Barcelona).
Laura Fernández: ¿Es cierto que Licorice Pizza, la última película de Paul Thomas Anderson, fue un disparador de la novela? ¿Otro de ellos?
Rodrigo Fresán: Sí. Me quedé pasmado cuando la vi. Me recordó muchísimo a mi adolescencia. La adolescencia que había vivido en Residencias Country en Caracas —en la novela rebautizadas Residencias Homeland: un conglomerado de edificios de ladrillo visto con piscina comunitaria junto a la puerta—. Fue después de verla que me decidí a escribir sobre ese pseudo Caracas que aparece en la novela. Me sorprende el grado de proximidad cuerpo a cuerpo que había en esa época entre los adolescentes. Ahora no tengo la sensación de que sea así. Puede que estén más en contacto que nunca, pero se ven mucho menos. Me conmovió la película. Esa idea de los hijos sueltos en la noche. Esa cosa como de Señor de las moscas salvaje. El que no haya padres.
Laura Fernández: Los padres, por cierto, en esta novela no salen tan mal parados como en otras. Hay algo de redención al respecto. El narrador los intenta entender. Después de todo, llegaron para cambiar el mundo, y no pudieron hacerlo.
Rodrigo Fresán: Los padres son peterpánicos. No son niños. Gente que no creció. Y sí, los perdona un poco. En cualquier caso, no es un libro contra los padres, es un libro a favor de los hijos. A favor de la idea del hijo y de lo que recibe como herencia en tanto hijo. Puede que no sea fácil ser padre, pero ser hijo tampoco. Como dicen aquí, telita con ser hijo. Uno puede optar no ser padre, pero no puede optar por no ser hijo. Los padres son los primeros que te escriben, y luego terminas tú reescribiéndolos a ellos.
«Una palabra que me pone los pelos de punta, y que es un clásico del reseñismo académico ibérico, es "excesivo". ¿Cómo una novela puede ser excesiva? ¿O por qué puede serlo para unos y para otros no? A Pynchon y a Foster Wallace el lector en español le permite y le alaba cosas que no les permite a los contemporáneos nacionales, a sus compañeros de idioma, ¿por qué?».
Laura Fernández: Hablando de escritura y reescritura, ¿eres consciente de ser el único escritor del mundo que jamás abandona un libro? ¿Que deja que sus libros sigan creciendo, y les anima a que lo hagan? ¿Cómo se vive con ese desasosiego?
Rodrigo Fresán: Puede que haya desasosiego y angustia por parte de Miguel Aguilar y mis editores, pero yo estoy resignado. Desde que dejé de escribir con máquina de escribir, siento que puedo agregar cosas. Historia argentina, por ejemplo, que lo escribí con máquina, está como en mármol y en bronce, completamente cerrado. El resto, no. Aunque ni diría que son libros inacabados. Están terminados. El final es el final. Pero no puedo evitar que se me ocurran frases, ideas, pensamientos, reflexiones, que pueden hacerlos crecer. Es lo que llamo inserts, y que aparecen mientras el libro sigue en mi cabeza, y puede seguir por mucho tiempo, pero sobre todo, está muy presente antes de cerrarse. Mi momento favorito es cuando el libro ya está cerrado y aún no ha llegado a librerías. Esa especie de limbo. Pero todo el proceso tiene mucho de juguetón. La del escritor es una vocación infantil, y uno juega con los libros que escribe, como lo hacía con los soldados, los muñecos, o los autos de pequeño.
Laura Fernández: ¿Y no temes el desborde? ¿No temes sobrescribir? Desde las partes, sobre todo, hay una menor necesidad de contenerse, que evidentemente existía en El fondo del cielo, novela de la que has dicho que tampoco cambiarías ni una coma —ni agregarías nada—,¿qué ha cambiado?
Rodrigo Fresán: Una palabra que me pone los pelos de punta, y que es un clásico del reseñismo académico ibérico, es «excesivo». ¿Cómo una novela puede ser excesiva? ¿O por qué puede serlo para unos y para otros no? A Pynchon y a Foster Wallace el lector en español le permite y le alaba cosas que no les permite a los contemporáneos nacionales, a sus compañeros de idioma, ¿por qué? En la autobiografía de Joseph Heller se menciona que Heller contaba que cuando salía de las misiones, cuando regresaba de bombardear lo que fuese, debía calcular el combustible para volver a la base porque si se pasaban de largo, ya no tenían para volver. En Trampa 22 hay un personaje que decide no regresar y continuar volando y dicen que aparece en Suecia, donde la vida le acaba yendo estupendamente. Escribir es un poco eso para mí. Cuando uno empieza se diría que hay ensayos, ciertas cautelas, se sale y se vuelve, uno se embarca en misiones breves no tan arriesgadas, y a medida que van pasando los libros, inevitablemente, como el personaje de Heller, sigues sin saber cómo vas a volver. No es una cosa que me haya pasado a mí, a Melville le pasó con Moby Dick, dijo, «Bueno, yo sigo». Moby Dick es básicamente eso. Seguir y seguir hasta el fin de los tiempos o el naufragio absoluto. En mi opinión, tendría que ser una especie de desafío para con uno mismo que cada libro contuviera el universo entero de ese libro. Mis libros lo hacen. Llegan a contener incluso su propia crítica, sus propios defectos. Eso irrita a mucha gente. Las notas de agradecimiento, por ejemplo. Irritan muchísimo. Tal vez mi último libro no deba ser El estilo de los elementos sino todas las notas de agradecimientos con una nota de agradecimientos final. Podría llamarse La parte agradecida o El estilo de la gratitud. Todo pasa por la diversión, en cualquier caso. Y en tanto todo el desborde del que habla, de época, y familia, este libro no podría tener 200 páginas.
«En Argentina no hay una idea de lo nacional, todo está en permanente estado de licuación. Es por eso que todas las novelas argentinas canónicas están como estalladas. Alguien puso un cartucho de dinamita dentro y se escribieron en el momento del estallido».
Laura Fernández: ¿Diría que es una novela muy argentina?
Rodrigo Fresán: La gran ventaja que tienen los argentinos, frente a los chilenos o los mexicanos, por ejemplo, entre los que la idea de lo nacional está mucho más, o incluso la ambición de escribir la gran novela nacional testimonial de una determinada época está mucho más arraigada, es que en Argentina no puede darse algo así. Porque no hay una idea de lo nacional. Todo está en permanente estado de licuación. Es por eso que todas las novelas argentinas canónicas, Rayuela, Respiración artificial, Sobre héroes y tumbas, están como estalladas. La sensación es la de que alguien puso un cartucho de dinamita dentro y que se escribieron en el momento del estallido. Tienen todas esa cosa pop de los cuadros de Lichtenstein, esa cosa del bang y el crash, son fragmentarias, episódicas, intermitentes, espasmódicas. Yo no conozco a nadie de mi generación que esté tratando, o haya tratado, de escribir la Gran Novela Argentina. Tal vez porque Borges, que es el escritor fetiche, abjuraba de la novela. Quizá la preocupación esté en escribir el Gran Cuento Argentino.
Laura Fernández: ¿Quién es César X Drill, la especie de mentor de Land? ¿Existió?
Rodrigo Fresán: Ninguno de los personajes que aparecen existe. Todos son un compuesto de muchos otros. Por ejemplo, César X Drill es una mezcla de Rodolfo Walsh, Paco Porrúa, Quino y Héctor Germán Oesterheld, el guionista de El Eternauta. No hubo una figura así en mi infancia. Como de protector y benefactor dickensiano. Aunque sí tuve conversaciones con contemporáneos en las que recordamos nuestras infancias, y hay algo de todos ellos en la novela, pero de nadie en concreto.
Laura Fernández: Los dos cursos que Land pasa fuera del colegio sin que sus padres se enteren —ese big bang de la novela, en realidad, y el hecho real del que todo parte—, los pasa en un centro comercial, leyendo sin parar. ¿Fue así?
Rodrigo Fresán: Así fue. Cuando me quedaba sin libros, los robaba.
Laura Fernández: Dice el narrador que nunca más leyó como entonces. Con tanta intensidad. ¿Qué libros leíste en aquellas escaleras del centro comercial?
Rodrigo Fresán: La necesidad de fuga, y evasión, era real, muy real. En el sentido más estricto del término. Vivía en una especie de cárcel. Recuerdo leer El resplandor, de Stephen King, y Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, y El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, y también todo el siglo XIX, un libro tras otro.
Laura Fernández: ¿Y fue Drácula, como le ocurre a Land, la primera novela que leíste?
Rodrigo Fresán: En su versión completa, íntegra, adulta, sí. Aún tengo el ejemplar del que se habla en el libro, ¿quieres verlo?
Desde la izquierda: Rodrigo Fresán -pluma en mano- en la imagen de la solapa de Historia argentina (fotografía de Carlos Fadigati); ejemplar en inglés de Los elementos del estilo; ejemplar en rústica, sin contratapa, de Drácula; y la piscina de los vecinos de Rodrigo Fresán, pelota de baloncesto flotante incluida. Crédito: cortesía de Laura Fernández.
El escritor desaparece otra vez en el piso superior. Regresa al cabo con un ejemplar en rústica, sin contratapa, de Drácula. La letra es diminuta, y el papel ha envejecido, pero la fiereza del vampiro de la portada sigue intacta. Habla de otros libros. Como Ada y el ardor, el libro de Nabokov que jamás va a leer «por superstición». «Tengo miedo a perder el don de la escritura si lo leo, o a morirme, o a que se muera alguien que quiero», dice. También confiesa que nunca terminó Rayuela, de Julio Cortázar, y que Chéjov nunca ha acabado de convencerle. «Considero que sus descendientes son mejores que él, y lo mismo me pasa con Hemingway». Dice de Dostoievski que no le interesa para nada. «Los escritores que no te interesan no pueden modificar la clase de escritor que puedes llegar a ser», dice a continuación. «No cambian en nada tu vida», añade. Le interesan, sobre todo, los libros que, como los suyos —que, por momentos, se detienen a pensar en todo tipo de cosas, cosas como la adolescencia, o la memoria, y que le piden incluso a la memoria que se calle de una vez—, son viajes mentales. «Los libros que más me interesan transcurren dentro de cabezas. La ficción como algo meramente descriptivo y físico me interesa sólo puntualmente. En Stephen King, por ejemplo, pero porque soy muy consciente de a quién estoy leyendo», asegura. Luego dice que El estilo de los elementos es una novela de fantasmas, o con fantasmas, y que quizá ya nunca escriba la novela de fantasmas que tenía pensado escribir y a la que pensaba llamar Tres Golpes. ¿Tiene más ideas en mente? Oh, sí, tiene nueve ideas en mente para otros nueve libros, aunque ninguna de ellas servirá para el siguiente, porque el siguiente será un libro de no ficción titulado Mi Museo Maravilloso, y que ya aparece, de alguna forma, en El estilo de los elementos.
Rodrigo Fresán: Cuando acabé En busca del tiempo perdido, escribí Esperanto en una semana. Me dije que había sido cosa de Proust, que me había cargado la batería. Pero no. Me estaba despidiendo del escritor que había sido hasta entonces. Esperanto cerró la primera etapa de mi carrera. Historia argentina había sido una colección de singles y Esperanto una especie de ópera rock. Y luego llegó la segunda etapa, con La velocidad de las cosas. Y esa etapa se alarga hasta las partes, que dieron comienzo a la tercera, que ahora termina con esta novela. Y otra vez estoy como ese personaje de Joseph Heller, el bombardero, ¿qué hacer? Seguir, seguir.
Laura Fernández: ¿Y qué me dices de los juegos de palabras? ¿No aumentan con el tiempo? Porque a menudo una palabra espeja a la anterior, y la sensación, al leer, es de pequeño remolino que pretende retenerte de alguna forma.
Rodrigo Fresán: Eso podría considerarse una tara contra la que, a estas alturas del partido, nada puedo hacer. No sé si me viene de haber leído a Nabokov —que lo hace todo el tiempo, pero no se traduce, porque resulta intraducible: sus juegos de palabras son sonoros—, o si lo tenía y Nabokov lo activó de alguna forma. Yo me divierto cuando se me ocurren, y tal vez es un poquito demasiado, pero si ejerciera control sobre ellos, estaría falseando mi estilo, y el estilo es el estilo, una cantidad de cosas que no salieron bien, pero que conforman algo que definitivamente y por fortuna salió bien. Nada sobra, en realidad, me digo, porque lo que sobra para uno, es esencial para otro. Mi actitud es un tanto evangélica en ese sentido. Me digo que ese es mi sermón, que ahí están los mandamientos, y que puedes quedarte con lo que te sirva, y dejar el resto, pero sin despreciarlo porque puede ser útil para otro.
Laura Fernández: Por último, y volviendo al asunto de los fantasmas, pero al del escritor fantasma, ¿qué podrías decirme del ghost-writer que, en realidad, está contándonos esta, tu última historia?
Rodrigo Fresán: Me interesa la idea del ghost-writer tal y como aparece en la novela, un escritor de biografías ajenas por encargo termina siendo su propio ghost-writer, y si abres la cámara y retrocedes, yo estoy siendo ghost-writer del personaje. Siempre somos ghost-writer de nuestros personajes. En el fondo, es un libro sobre el oficio de contar vidas y de contar otra vida.
Laura Fernández: ¿No es ese el oficio del escritor, contar vidas?
Rodrigo Fresán: Supongo que sí. Live to tell.
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