Las novelas de Joan Didion también cambiaron el mundo
Cuando el 30 de diciembre de 2003, John Gregory Dunne murió repentinamente, dando pie a un duelo feroz, el duelo que Joan Didion diseccionó, de forma deslumbrante, y para siempre inalcanzable, en «El año del pensamiento mágico» (Random House), su ficción quedó relegada a un segundo lugar que no merece. Pues merecería uno primerísimo. No en vano sin ella no habría existido Bret Easton Ellis —su más aventajado discípulo— ni buena parte de la prosa afilada, quirúrgica, y a la vez, visualmente cristalina, despiadadamente brillante que la literatura norteamericana —y no únicamente norteamericana— a partir de los 90 empezó a tratar de imitar, o encarnar. Es cierto que su periodismo cambió la manera en que se concebía el mundo —o la parte del mundo en la que operó, observando y anotando, siendo una cámara veraz que todo lo telegrafiaba—, pero también es cierto que su obra novelística, hizo lo propio con la ficción, y no sólo creó personajes memorables, como la Mariah Wyatt de «Según venga el juego», o la Charlotte Douglas de «Una liturgia común», sino que abrió puertas que nadie jamás había abierto. Como dice la escritora italiana Claudia Durastanti, «"Una liturgia común" representa lo que yo busco en una novela y lo que aspira a hacer: una prosa afilada y cristalina, una superficie en apariencia plana pero con aguas turbulentas por debajo, un control maestro de la sintaxis y la habilidad de mezclar la ambigüedad de las relaciones con familia y amantes con el contexto sociopolítico». Para ella, en esa novela, «Didion trata la mitología y el poderoso sentido de la pertenencia», algo aplicable al resto de su obra. Y lo hace de forma tan inigualable que resulta incomprensible por qué aún cuando se habla de ella se habla únicamente de su imprescindible «memoir».
Por Laura Fernández

Joan Didion a ojos de la ilustradora Maria Picassó i Piquer.
Ocurre a menudo que un escritor, o una escritora, alcanza una cima, escribe un clásico, y ese clásico lo borra del mapa. Es decir, a partir de ese momento no será conocido por otra cosa que esa obra. O, mejor, esa obra será más conocida que él mismo. Pensemos en Joyce y el Ulises, en Louisa May Alcott y Mujercitas, en Cervantes y El Quijote, en Melville y Moby Dick. La lista es interminable. No ocurre tan a menudo que una carrera al completo quede oculta por otra cuando el escritor, o la escritora, es el mismo. Ahí está Tom Wolfe, el inventor del nuevo periodismo —ese periodismo poderosamente literario, delicioso, exquisito, inteligentísimo y nada objetivo que surgió a finales de los 60 y se mantuvo en plena forma durante toda la década de los 70–, y el autor de únicamente cuatro novelas, pero cuatro novelas respetadas, y en algún sentido, tenidas en cuenta a la vez que lo era su obra periodística, frondosamente mayor, con reportajes convertidos en apasionantes ensayos de cientos de páginas, como el que hizo cuando se sumergió en las vidas de los primeros astronautas —y que dio pie al libro Lo que hay que tener—. Tal vez porque dio en el clavo en ambos mundos, con, por un lado, su invención del nuevo periodismo —y todos esos artículos pioneros, que se recopilaron luego en volúmenes con los que han crecido aspirantes a periodistas de todo el mundo—, y por otro, una novela como La hoguera de las vanidades, que, sin ser un reportaje, inauguró un tipo de ficción puramente wolfiana, que era a la vez investigación periodística, y personajes delirantes enfrascados en una trama delirante que radiografiaba, sabiamente, una parte de Estados Unidos en ese momento en concreto. O tal vez porque nada de lo que escribió fue ni remotamente tan grande como lo fue El año del pensamiento mágico.
Es probable que (...) El año del pensamiento mágico sea aquello que oculta, no tanto el periodismo de Joan Didion, la estilista que creció —literalmente— mecanografiando relatos de su admirado Ernest Hemingway sólo para dar con su tono exacto, e incluso la cadencia de su tecleo, sino su ficción, su obra novelística, tan sumamente impresionante como todo aquello que extrajo, como sabia observadora de afiladísima pluma, de la realidad.
Es probable que, en tanto artefacto pluscuamperfecto, compendio de dolor autobiográfico destilado hasta alcanzar el hueso —el hueso de la palabra exacta—, y relato único —probablemente para siempre insuperable— sobre el duelo, El año del pensamiento mágico sea aquello que oculta, no tanto el periodismo de Joan Didion, la estilista que creció —literalmente— mecanografiando relatos de su admirado Ernest Hemingway sólo para dar con su tono exacto, e incluso la cadencia de su tecleo, sino su ficción, su obra novelística, tan sumamente impresionante como todo aquello que extrajo, como sabia observadora de afiladísima pluma, de la realidad, y sin embargo, menos conocida, oculta, detrás de, primero, El año del pensamiento mágico, y luego, sus artículos. «Escribir es un acto hostil», le dijo Didion —que había nacido un 5 de diciembre de 1934 en Sacramento, y murió hace tan sólo cuatro años, en 2021, en Manhattan; era vecina del Upper West Side, y solía pasear con su marido, el también escritor John Gregory Dunne hasta que en 2003 pasó lo que cuenta en su famosísimo memoir, que Dunne murió repentinamente— a Linda Kuehl, la periodista de The Paris Review que la entrevistó en 1978, un año después de que se publicara Una liturgia común, el más reciente rescate de su obra novelística que ha hecho Random House. «¿Hostil, por qué?», le preguntó Kuehl —que moriría antes de poder llegar a escribir la entrevista, lo que obligaría a la propia Didion a escribir la entradilla, y hablar de la sala de estar en la que se encontraban durante la charla, la sala de estar de la casa «que mi marido y yo teníamos en la playa, al norte de Los Ángeles»—. «Es hostil en el sentido de que estás intentando que alguien vea algo tal como lo ves tú, imponer tu idea, tu imagen. Es hostil intentar manipular de esa forma la mente de alguien. A menudo lo que quieres es contarle a alguien tu sueño, tu pesadilla. Y, en fin, nadie quiere oír un sueño ajeno, sea bueno o malo; nadie quiere cargar con él. El escritor siempre está intentando engañar al lector para que escuche ese sueño», respondió Didion. A lo que, Kuehl, lúcida, quiso saber en qué lector estaba pensando. ¿Pensaba, Joan Didion, en un lector? «Siempre estoy escribiendo para mí misma, así que es muy posible que esté cometiendo un acto agresivo y hostil contra mí misma», le contestó la escritora.

Retrato de la escritora Joan Didion en su casa de Malibú, California. La imagen fue publicada originalmente en un ejemplar de Vogue del año 1972. Crédito: Getty Images.
La escritora, que confesó que, aunque escribía desde los cinco años —algo que cuenta en el imprescindible El centro cederá, un documental sobre su vida, dirigido por su sobrino, Griffin Dunne, en el que el espectador se asoma a su manía de desayunar Coca-Cola, y donde sobre todo se repasa su figura, central en el periodismo, pero también la bohemia intelectual de la Costa Oeste—, de niña quería ser actriz —«por entonces no me daba cuenta de que es el mismo impulso: el fingimiento, hacer teatro. La única diferencia es que el escritor lo puede hacer a solas»—, publicó su primera novela en 1963, a los 29 años, un año antes de casarse con John Dunne, cuando aún no era la estrella periodística que acabaría siendo y sus reportajes —Arrastrarse hacia Belén, El álbum blanco, La mañana después de los años 60, Cuaderno de Los Ángeles, y tantos otros, reunidos, los más destacados, en español, en el volumen Los que sueñan el sueño dorado, compilado por Claudio López Lamadrid— aún no habían cambiado el mundo, o estaban tratando de hacerlo. Tras leerla, tras leer Río revuelto (Gatopardo Ediciones), dijo Anne Tyler de Didion que era, quizá, «una observadora de otro planeta», una observadora «tan alerta y adelantada a su tiempo que acaba sabiendo más sobre nuestro mundo que nosotros mismos». La novela comienza y termina con un disparo. La protagonista es Lily McClellan. El año en el que se desarrolla la acción es 1959. O, por el menos, ese es el año en que da comienzo la historia. Pero la historia empezó mucho antes. Es ya tan poderosamente quirúrgica como lo será en el futuro, en sus otras cuatro novelas, pero no ha aprendido aún a jugar con el punto de vista. Aunque se diría que es una cámara, despiadada, salvaje. Fíjense cómo da comienzo: «Lily oyó el disparo a la una menos diecisiete. Supo qué hora era con exactitud porque, en vez de mirar por la ventana la oscuridad donde el disparo todavía reverberaba, siguió abrochándose el cierre del reloj de pulsera de diamantes que Everett le había regalado hacía dos años, para su décimo séptimo aniversario; se quedó mirando la esfera un largo rato y luego, sentada en el borde de la cama, se puso a darle cuerda».

Malibú, California, 1976. Quintana Roo Dunne acaricia a su perro en compañía de sus padres, los guionistas y escritores John Gregory Dunne y Joan Didion. Crédito: Getty Images.
Es Lily McClellan la primera mujer imparable, poderosa, inmensamente libre pese a su condición de objeto, un algo valioso consciente de su valor —todas las mujeres de las novelas de Didion dependen de una relación tóxica, o han crecido dentro de ella, y lo saben, y la rehúyen, a la vez que huyen de sí mismas, y del mundo, ya sea, en aeropuertos, esperando coger cualquier avión, o en el coche camino de cualquier parte, ahora veremos— pero por completo atrapado en un mundo de hombres, y hombres poderosos —disecciona, Didion, la vida de políticos, y narcos, de empresarios, y revolucionarios, de terroristas, y sí, también, de directores de cine, y actores y actrices—, que han creado una cárcel —o una jaula— de oro para todo aquello en lo que debería consistir la vida, no ya de las mujeres, sino de cualquiera. Claramente puede verse cómo ocurre todo eso en Según venga el juego, su segunda novela, publicada en 1970, dos años después de que se recopilaran sus artículos en el famoso volumen que llevó el título del más popular de todos ellos, Arrastrarse hacia Belén. La protagonista es una actriz que siempre ha vivido a la sombra de su marido, un famoso director de cine que nunca le ha permitido tomar sus propias decisiones. Es muy probable que si Joan Didion jamás hubiese tenido que escribir El año del pensamiento mágico porque John Gregory Dunne no hubiese muerto repentinamente como lo hizo —y si tampoco su hija Quintana hubiese muerto poco después, dando pie a otro devastador memoir, menos conocido pero no menos valioso en su condición de algo que está siendo escrito desde la imposibilidad de narrar lo inenarrable, Noches azules, un ejercicio de bellísima autodestrucción, y redención—, Mariah Wyeth, el personaje protagonista de Según venga el juego podría conocerse en la misma medida que se conoce a Esther Greenwood, la protagonista de La campana de cristal, de Sylvia Plath, porque lo tiene todo para ser una heroína clásica, y a la vez, tiene algo nuevo. Algo que siempre ha formado parte de las mujeres protagonistas —y narradoras, unas narradoras nada fiables, escurridizas, hiperrepresentativas: ellas dirigen la historia, la representan, y a la vez, se ocultan dentro de ella— y es la necesidad de escapar. De estar en algún otro lugar. Nunca en el lugar en el que están. En el caso de Mariah, lo que hace es subirse al coche y alejarse. Conduce durante horas, y cuando se cansa, se detiene y llama por teléfono a su marido, al rodaje, y él le dice que le están buscando, y que su escena está a punto de empezar, y ella, que está a kilómetros de distancia, dice que, por supuesto, que enseguida vuelve, y lo hace, porque en el fondo quería hacerlo, por eso ha llamado, pero quería estar lejos cuando lo hiciera, para que nada aún pudiera tocarla.
Algo que siempre ha formado parte de las mujeres protagonistas —y narradoras, unas narradoras nada fiables, escurridizas, hiperrepresentativas: ellas dirigen la historia, la representan, y a la vez, se ocultan dentro de ella— y es la necesidad de escapar. De estar en algún otro lugar. Nunca en el lugar en el que están.
Charlotte Douglas, la protagonista —que no narradora en este caso, pues la narradora es una observadora, alguien que toma nota, alguien que juega con los demás como si los demás fuesen piezas de ajedrez— de Una liturgia común, novela que Joan Didion publicó en 1977 —el año en que estalló el punk, y en que Fleetwood Mac editó el clásico Rumours—, no subía a un coche y se alejaba. Ella se iba al aeropuerto. «Yo sabía por qué Charlotte iba al aeropuerto», confiesa la narradora. «Yo sabía lo que pasaba en los aeropuertos», dice. «La gente que va a los aeropuertos empieza por inventarse algún asunto que llevar a cabo allí: un billete que cambiar, una pregunta sobre las tarifas de mercancías, un periódico inencontrable en ningún otro lugar. Luego, se convencen a sí mismos de que el aeropuerto es más fresco que el hotel o de que la ensalada de pollo es mejor. Después, un buen día ven un avión, uno de tantos aviones, pero especial de alguna manera, un espejismo sobre la pista». Y, dice: «Pagan la cuenta del almuerzo. Compran el billete y miran el reloj de encima de la barra. Como si fueran viajeros habituales». Pero no lo son. Son viajeros imprevistos. Alguien que está jugando a escapar, y que un día, decide escapar. Charlotte, por cierto, está en Boca Grande. Y en Boca Grande pasan todo tipo de cosas. Y esas cosas tienen que ver con hombres poderosos. Es probable que su marido —uno de ellos, el primero, quizá el segundo— venda armas. Y también es probable que ella se quede en Boca Grande más tiempo de la cuenta. Y que un día se tire a la piscina para salvar a un niño que acabará robándole el bolso. Charlotte no está de vacaciones, aunque lo parece. Porque, como todas las mujeres de Joan Didion, debe estar en todo momento alerta. Alguien acecha siempre. Y, en realidad, es el mundo.

Joan Didion y John Gregory Dunne en su casa de Malibú, California, en una imagen publicada por Vogue en 1972. Crédito: Getty Images.
El año 1984, Didion publicó su penúltima novela, Democracy, aún por traducir, y en 1996, la última, titulada Su último deseo. En Su último deseo, una reportera de The Washington Post abandona su trabajo, y su lujosa vida en California, para adentrarse en el que fue el negocio de su padre: el tráfico de armas. De fondo, una conspiración gubernamental, y un cambio de vida radical, que somete a la protagonista a una presión, también existencial, en sintonía con aquella que atraviesan buena parte de sus personajes, no únicamente los femeninos. Aquel día de 1978 en que Linda Kuehl entrevistó a Didion, le preguntó si sus personajes le hablaban. «Al cabo de un tiempo y en cierta manera», respondió la escritora. «Cuando empecé Una liturgia común, lo único que sabía de Charlotte era que hablaba mucho cuando estaba nerviosa y que contaba historias que no iban a ningún lado: era una voz despistada. Luego un día estaba escribiendo la escena de la fiesta de Navidad en la embajada estadounidense [...] oí a Charlotte decir que su marido era traficante de armas, y tuve una idea muy clara de quién era. Volví y reescribí algunas cosas del principio», le contó. «Las 100 primeras páginas de una novela son bastante complicadas de escribir, sobre todo, las 40 primeras, porque debes asegurarte de que tienes todos los personajes que necesitas», añadió. Y entonces Kuehl quiso saber si para ella, el proceso de escribir una novela era el proceso de descubrir qué novela en concreto quería escribir. Y Joan Didion respondió que sí. Dijo: «Exacto. Al principio no tengo nada de nada, no tengo ni personajes ni atmósfera ni historia. Lo único que tengo es una noción técnica de lo que quiero escribir». Sobre la diferencia entre escribir ficción, y artículos, o ensayos, apuntó que «en el ensayo, el elemento de descubrimiento no tiene lugar mientras escribes sino mientras investigas, y esto hace que escribir un artículo sea muy tedioso, porque ya sabes de qué trata». Sobre los temas recurrentes de sus novelas, dijo que, si tendía aparecer el aborto o la pérdida de un hijo, era porque «la muerte de los hijos me preocupa todo el tiempo», aunque «en conjunto no quiero pensar demasiado por qué escribo lo que escribo, porque si sé lo que estoy haciendo, no lo hago, no lo puedo hacer». Otra constante, las autopistas. «En realidad, no conduzco por autopistas. Me da miedo, me quedo paralizada a la entrada misma. Aunque de vez en cuando sí la cojo, y es una experiencia tan extraordinaria que se me queda en la mente, así que la uso», dijo. También, que si escribía, en cualquier caso, era para entender el mundo. «Fui una de esas niñas que solían percibir el mundo en términos de lo que habían leído de él. Es como si no tuviera datos empíricos a mi disposición, como si no entendiera de qué modo funcionan las cosas. Simplemente tengo una idea de cómo funcionan, lo cual siempre me causa problemas», le contó a Kuehl. De ahí la hostilidad. Encajar una frase en el mundo, y una tras otra, buscando siempre la perfección, y que esa frase fuese algo sólido, algo que no iba a irse a ninguna parte. «Cuando la leí, supe hasta qué punto podía llegar a tener poder una frase. Supe por qué el estilo, y la voz, es lo único que importa», dijo en una ocasión su más ilustre discípulo, Bret Easton Ellis, y eso es exactamente lo que se siente leyendo a Didion. Que el cómo se cuenta algo es lo único que importa.
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