El arte del futuro

Félix de Azúa

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Para la música

Me gustaría comentar una frase de Schopenhauer sobre la música que puede servir de introducción a un modo de tomar en serio este fenómeno. Es un párrafo en el que el filósofo alemán corrige la definición que de la música había dado Leibniz. Había este definido famosamente la música como un ejercicio inconsciente de cálculo matemático (exercitium arithmeticae occultum nescientis se numerari animi), pero Schopenhauer cambia una palabra y la transformación es total: la música, dice, es un ejercicio inconsciente de metafísica con el cual el espíritu ignora que hace filosofía (musica est exercitium metaphysices occultum nescientis se philosophari animi). Se puede leer en El mundo como voluntad y representación, libro III, § 52. ¿Es posible que la música exponga en verdad pensamientos metafísicos? ¿Contenidos significativos que van más allá de las nociones físicas?

Como muchas otras artes, es decir, prácticas materiales de los humanos, desde su origen la música nació como una señal tentativa en busca de respuesta, a la manera del aullido del coyote en luna llena. Seguramente fue el rítmico golpear de bastones contra las estalagmitas y estalactitas de las grutas paleolíticas, quizá acompañadas de danza y sonidos guturales, los primeros atisbos de lo que mucho más tarde llamaríamos «música».

Esas llamadas, con toda seguridad desprovistas de la conciencia de ser llamadas o preguntas, fueron evolucionando, pero siempre estuvieron en el círculo de lo sagrado, es decir, del significado oculto en el vacío cósmico. Son las músicas que más o menos hemos podido reconstruir de los rituales religiosos en Egipto, Babilonia o la Grecia arcaica. Algunos de estos restos se asemejan notablemente a los restos vivientes, o sea, a las músicas vivas de las tribus primitivas que aún se han conocido en África y Polinesia.

Con el paso del tiempo, las músicas, siempre inscritas en el territorio de lo sagrado, fueron dedicando una parte de su invención a la vida pública, a las danzas populares, a los entretenimientos civiles, a las fiestas del calendario eclesiástico, hasta desembocar en una música que sólo era música, es decir, que no obedecía a ninguna circunstancia religiosa o de índole cortesana. Ésa fue, por ejemplo, buena parte de la música instrumental barroca, a veces disimulada bajo el imperativo de la pedagogía, como en muchas invenciones de J. S. Bach. Y ésa fue, precisamente, la música sin palabras que inclinó a Leibniz a pensar que era una matemática inconsciente.

Esa música que sólo era música y que pronto exigió un espacio propio, el palacio y la sala de conciertos, fue olvidando su origen como pregunta trascendental dirigida al infinito como indagación y consecutivamente tomó el lugar de la interrogación moderna por antonomasia: ¿quién soy yo o qué soy yo? Pregunta que muy pronto se transformaría en: ¿cuál es mi tiempo? Ésa fue la pregunta que inspiró a Schopenhauer sobre una música metafísica.

De modo que es del todo inútil preguntarse para qué sirve la música, aparte de la diversión y el fasto efímero, porque la música está entregada a preguntarse por sí misma a través de nosotros. Digamos que la música, a partir del siglo XIX (el de Schopenhauer), trata de recordar cuál era el sentido de su pregunta originaria y siguió lanzando hipótesis sin olvidar nunca su principio. El enorme esfuerzo musical de los dos últimos siglos, los más musicales de la historia humana, ha ido encaminado a recuperar nuestra situación original en tanto que monos desnudos en un universo desconocido que se presenta ante nosotros como una inalcanzable incógnita cósmica. Ése es el sentido de las grandes sinfonías de Bruckner, pero también del Moses und Aaron de Schoenberg y de tanta música en verdad religiosa (o metafísica) de nuestra época. Cada objeto musical, aunque no todos (el Stravinsky de Petrushka no es el del Sacre du printemps), es una búsqueda más allá de la belleza, de la armonía, de la gracia o de la diversión que produce el sonido en sí. Su fracaso, el abandono de la indagación metafísica a la que se ha ido acercando a medida que avanzaban los siglos XX y XXI, puede significar, junto con las restantes artes no menos próximas al fracaso, la desilusión de los humanos como animales capaces de darse respuestas o generar preguntas que mantengan viva a la especie.

Que la especie esté viva no quiere decir que respire, que coma, que copule o que mire el televisor: quiere decir que esté atenta, que atienda, que esté alerta, que escuche. Ese es el sentido, a mi entender, del «estar a la escucha» que Hannah Arendt atribuye a la esencia del humano a través de las elegías duinesas de Rilke: «El mundo de Rilke, como todo universo religioso, es un mundo acústico». Aunque lo religioso, en Rilke o en la música, no esté vinculado a ningún dios, sino que con toda seguridad esté más allá de los dioses. Mantenerse a la escucha es un modo del «estar presente» de los humanos vivos que se mantienen en pie bajo la luz del sol. Y la música es una escucha pura. O, si se prefiere, la música se lanza a sonar en busca de la escucha.

Eso no descalifica a las músicas que no indagan o preguntan. Las músicas simples y populares, de los divertimentos de Mozart a los de Satie, de las Bagatelas de Beethoven a los caprichos de Paganini y los valses de Strauss, todas tienen su valor y su gracia, como las bailarinas de Degas, pero en la profundidad sonora nadan los grandes cetáceos abisales de la pregunta.

La diferencia entre la música ligera y la grave no es asunto que pueda decidir la sociología y el periodismo, sino la filosofía. La música ligera, como las piedras o como los objetos en general, tiene su tiempo fuera, su tiempo está en quienes producen las cosas o en quienes las usan, pero no en la cosa misma. Por el contrario, la música grave tiene el tiempo dentro, como los humanos. Una silla es un objeto de notable interés, pero su tiempo es, o bien el de la producción (una silla Bauhaus), o bien el de su uso (silla de ruedas). En cambio, el humano que produjo la silla o el que la usa tiene su tiempo dentro, su transcurso suele llamarse «la vida» y en ella no hay medidas o cantidades, sólo duración y siempre es la misma. Podemos comparar la silla Bauhaus y la silla de ruedas, pero no podemos comparar los veinte años de Aquiles y los cien de Moisés.

Ése es también el tiempo de la música seria. Cuando escuchamos con atención uno de los últimos cuartetos de Beethoven no nos importa que fuera compuesto en tal o cual año y para el príncipe fulano o mengano. Lo que nos importa es lo que nos está preguntando acerca de nuestro tiempo interior, con el que se mezcla y con el que juega un juego mortal. O vital, es lo mismo. Porque es el mismo hilo de la vida el que las Parcas cuidan y trabajan y al que la música trata por todos los medios a su alcance de dar un sentido, una significación, o, en resumidas cuentas, una forma. Creo que se puede decir que la música es la forma del tiempo y lo que en cada momento suena es la forma de cada cual, si la escucha. Algo que desde luego

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