Opción B

Sheryl Sandberg
Adam Grant

Fragmento

cap

Introducción

Lo último que le dije fue: «Me estoy durmiendo».

Conocí a Dave Goldberg el verano de 1996, cuando me mudé a Los Ángeles y un amigo común nos invitó a cenar y a ver una película. Cuando la pusieron, me dormí casi de inmediato y recosté la cabeza sobre el hombro de Dave. Él solía contar que en aquel momento pensó que era una señal de que me gustaba, hasta que más tarde fue consciente, según el propio Dave decía, de que «Sheryl se podía quedar dormida en cualquier parte y sobre cualquier persona».

Dave se convirtió en mi mejor amigo y en Los Ángeles empecé a sentirme como en casa. Me presentó a gente divertida, me mostró atajos para saltarme los atascos y se preocupó de que siempre tuviera algo que hacer los fines de semana y las vacaciones. Me enseñó a utilizar internet y me hizo descubrir música que nunca había escuchado. Cuando lo dejé con mi novio, se ofreció a consolarme a pesar de que mi ex era un antiguo Navy SEAL que dormía con una pistola cargada bajo la cama.

Dave solía decir que se enamoró de mí a primera vista, pero que tuvo que esperar bastante tiempo hasta que yo «llegara a ser lo bastante lista, dejara en la cuneta a todos aquellos perdedores» y empezara a salir con él. Dave siempre iba varios pasos por delante de mí. Pero, al final, le alcancé. Seis años y medio después de aquella película, planificamos con ciertos nervios un viaje de fin de semana, sabiendo que aquello conduciría nuestra relación en una dirección nueva o arruinaría una gran amistad. Nos casamos un año después.

Dave era mi piedra angular. Si yo me enfadaba, él estaba calmado. Si algo me preocupaba, me decía que todo saldría bien. Si yo no sabía qué hacer, me ayudaba a averiguarlo. Como todos los matrimonios, teníamos altibajos. Pero, aun así, me hizo sentir del todo comprendida, me apoyó sin fisuras y me amó total y completamente. Yo estaba convencida de que iba a pasarme la vida entera con mi cabeza sobre su hombro.

Once años después de nuestra boda, fuimos a México para celebrar los cincuenta años de nuestro amigo Phil Deutch. Mis padres se quedaron en California cuidando de nuestros hijos. A Dave y a mí nos hacía mucha ilusión pasar un fin de semana sin niños. El viernes por la tarde nos pusimos a jugar al borde de la piscina a Los colonos de Catán con los iPads. La novedad era que yo estaba ganando, aunque se me estuvieran cerrando los ojos. Cuando me di cuenta de que el cansancio me iba a impedir lograr la victoria, reconocí: «Me estoy durmiendo». Abandoné la partida y me acurruqué para dormir. A las 15.41 alguien sacó una foto de Dave sosteniendo el iPad, sentado junto a su hermano Rob y Phil. Yo estaba dormida en un colchón delante de ellos. Dave sonreía.

Al despertar, más de una hora después, Dave ya no estaba sentado en aquella silla. Me bañé con nuestros amigos suponiendo que Dave estaría en el gimnasio, como me había dicho. Al volver a nuestra habitación para darme una ducha, no encontré a Dave, lo cual me sorprendió, pero no me preocupó. Me vestí para cenar, miré los correos y llamé a los niños. Mi hijo estaba triste porque se había saltado las normas del parque, había escalado una valla y se había roto las zapatillas. Se desahogó con el llanto. Le dije que valoraba su sinceridad y que papá y yo discutiríamos qué tendría que hacer para que le compráramos unas nuevas. Puesto que esta incertidumbre le inquietaba, me presionó para que le diera una respuesta. Le expliqué que era el tipo de decisión que papá y yo debíamos tomar juntos, así que la pospuse para el día siguiente.

Salí de la habitación y bajé a la planta principal. Ni rastro de Dave. Me fui a la playa para unirme al resto del grupo. Al ver que tampoco estaba allí, me inundó una ola de pánico. Estaba pasando algo. Con un grito, les dije a Rob y a su mujer Leslye: «¡Dave no está aquí!». Leslye se quedó un momento callada y luego respondió: «¿Dónde está el gimnasio?». Señalé unas escaleras que no se encontraban muy lejos y ambas empezamos a correr. Todavía siento la opresión de aquellas palabras en el pecho y en la respiración. Nunca nadie repetirá «¿Dónde está el gimnasio?» sin que se me acelere el corazón.

Encontramos a Dave en el suelo, al lado de la bicicleta elíptica, con el rostro ligeramente azulado y vuelto hacia la izquierda, y un pequeño charco de sangre bajo la cabeza. Todos gritamos. Comencé a aplicarle la reanimación cardiopulmonar. Rob me relevó. Y luego un médico relevó a Rob.

El trayecto en ambulancia duró los treinta minutos más largos de mi vida. Dave se hallaba en la parte de atrás, estirado sobre la camilla. El médico trataba de que volviera en sí. Yo estaba en el asiento delantero, donde me habían ordenado quedarme, llorando y rogándole al médico que me dijera que Dave seguía vivo. No me podía creer lo lejos que estaba el hospital y los pocos coches que se apartaban de nuestro camino. Por fin llegamos y se lo llevaron más allá de una gruesa puerta de madera que no me permitieron franquear. Me senté en el suelo con Marne Levine, la mujer de Phil y una de mis mejores amigas, que no dejaba de abrazarme.

Después de lo que me pareció un tiempo infinito, me llevaron a una sala pequeña. Entró el médico y se sentó frente al escritorio. Yo ya sabía lo que quería decir aquello. Cuando el médico se fue, un amigo de Phil se acercó a mí, me dio un beso en la mejilla y me dijo: «Lamento mucho tu pérdida». Estas palabras y el beso preceptivo me parecieron una premonición. Sabía que estaba viviendo algo que iba a repetirse muchas veces más en el futuro.

Alguien me preguntó si quería despedirme de Dave. Lo hice… y luego no quise irme. Pensé que, si me quedaba en aquella sala y lo abrazaba, si me negaba a dejarlo, me despertaría de aquella pesadilla. Cuando su hermano Rob, también en estado de shock, dijo que teníamos que marcharnos, apenas pude dar unos pasos fuera de la sala antes de volver corriendo y abrazar a Dave con todas mis fuerzas. Al final, Rob me arrancó cariñosamente del cuerpo de mi marido. Marne me ayudó a recorrer el largo pasillo blanco, rodeándome la cintura con los brazos para que no volviera a salir corriendo en busca de Dave.

Y así empezó el resto de mi vida. Era, y sigue siendo, una vida que nunca habría escogido, una vida para la que no estaba preparada. Lo inimaginable. Sentarme con mis hijos para decirles que su padre había muerto. Oír sus lamentos junto con los míos. El funeral. Discursos en los que se hablaba de Dave en pasado. La casa llena de rostros familiares que se acercaban a mí una y otra vez para darme un beso mecánico en la mejilla y repetir aquellas mismas palabras: «Lamento tu pérdida».

Cuando llegamos al cementerio, mis hijos salieron del coche y se derrumbaron, incapaces de dar otro paso. Me tumbé con ellos en la hierba, abrazándolos mientras lloraban. Acudieron sus primos y se estiraron con nosotros, un montículo sollozante de brazos adultos intentando en vano aliviar su tristeza.

La poesía, la filosofía y la física nos enseñan que las personas no experimentamos el paso del tiempo en la misma medida. Para mí, el tiempo se ralentizó extremadamente. Día tras día, el llanto y los sollozos de mis hijos llenaron el ambiente. Cuando no estaban llorando, los contemplaba con angustia, esperando el momento en que necesitaran mi consuelo. Mis propios llantos y sollozos, la mayoría en mi cabe

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