Lecciones de felicidad

Deepak Chopra
Gotham Chopra

Fragmento

feli-4.xhtml

Agradecimientos

Como toda gran experiencia, la de escribir este libro evolucionó a través de una confluencia de relaciones y acontecimientos.

Primero de todo, estaba el telón de fondo de mi increíble familia: la relación y la amistad siempre cambiantes con mi padre; el cariño y los cuidados de mi madre; el afecto y la compasión a distancia de mis parientes políticos; la sabiduría de mis abuelos; la vitalidad y la risa de mi extraordinaria esposa Candice, mi hijo Krishu, mi perrita Cleo y el recuerdo de Nicholas; y la orientación enriquecedora de mi «otra familia»: Mallika, Sumant, Tara, Leela y el cachorro Yoda.

Los siguientes: la gente fantástica de Trident Media Group, sobre todo Robert Gottlieb y Eileen Cope, que no sólo dejan en muy buen lugar la profesión de agente, sino que son, primero, mis amigos y, después, asesores expertos.

Brenda Copeland de Hyperion: me ayudaste a dar forma a esta idea absurda sobre mi padre y mi perro para convertirla en algo muy especial para mí, algo que me emociona y enorgullece compartir con mi familia y con el mundo. Te estaré eternamente agradecido. Por si fuera poco, tu creatividad en medio del caos me obligó a desarrollar una habilidad que yo había desdeñado alegremente durante varias décadas: la de ser ordenado. Supongo que debería estarte agradecido por eso también.

Por último, pero no por ello menos importante, quisiera mencionar a mi amigo Michael Jackson, que en paz descanse. Falleció mientras este libro empezaba a cobrar forma. Nos costó decidir hasta qué punto debíamos incluir su presencia en este libro, para homenajear sin abusar, para conmemorar sin saturar. Espero que hayamos estado a tu altura. Gracias por ser un amigo estupendo y una estrella auténtica. Descansa en paz, Applehead.

Gotham Chopra

feli-5.xhtml

Introducción

Obsesionados. No hay una palabra mejor para describirlo: estábamos obsesionados. Cuando yo tenía siete años y mi hermana Mallika once, conseguir un perro era lo único de lo que hablábamos y en lo que pensábamos. Reconozco que, entre todas las obsesiones que existen, ésta no era precisamente excepcional, pues la mayoría de los críos son fanáticos de los perros y los gatos, y casi todas las familias tienen que soportar esa fase. Pero cuando uno tiene siete años y durante todas las horas que pasa despierto tiene la mente ocupada en esta necesidad —este deseo desesperado y apremiante—, la idea de una experiencia universal no resulta tan importante. No se trataba de un rito de iniciación, sino de un asunto de vida o muerte. Y obrábamos en consecuencia.

Mallika y yo nos pasábamos todo el santo día dándoles la lata a nuestros padres. Les suplicábamos, les dábamos coba, les hacíamos promesas que sabíamos que no íbamos a cumplir. Yo me ofrecí a renunciar a mi paga semanal y a trabajar para pagar el pienso, y Mallika juró que bañaría al perro a diario. Nosotros nos encargaríamos de pasearlo. Nos encargaríamos de todo.

—Cuidaremos bien del perro, mamá. Te lo prometo —decía yo.

—Tú no tendrás que hacer nada. Para ti será casi como si el perro no existiera —decía Mallika.

Mi madre, siempre abierta a las negociaciones, aprovechó la ocasión para hacernos aceptar tareas que llevaba tiempo intentando endosarnos. Mi padre, por su parte, no daba el brazo a torcer. Como médico trabajador y pluriempleado, no tenía ningún interés en incorporar un miembro a la familia, y menos aún a uno de cuatro patas. Papá, que nunca había sido precisamente un amante de los perros, contemplaba el San Bernardo del vecino —una bestia torpe, descoordinada, pesada y siempre babeante— con un asco indisimulado. Por eso tenía la impresión de que todos los perros eran torpes, descoordinados, atolondrados y siempre babeantes... además de poco inteligentes.

La cosa podría haber acabado ahí, pero como solía ocurrir en nuestra familia, una vez que mi madre dio su visto bueno al proyecto, la opinión de mi padre ya no importaba demasiado.

Mallika y yo celebramos el aumento inminente de nuestra familia.

Los Chopra iban a tener un perro.

Nicholas era un torbellino de energía y anarquía, un pequeño cachorro de samoyedo que no era más que una bolita de pelo blanco y suave. A duras penas podíamos distinguir la parte de arriba de la de abajo. Nicholas era juguetón y algo payaso, y parecía ansioso por complacernos, pero, como la mayoría de los cachorros, no venía preparado para hacer nada bien. Sí, se orinaba donde no debía, y le daba por mordisquear cosas como la pata de una mesa, el mango de una escoba o el cojín del sofá, ¿y qué? Estos actos simplemente lo hacían más adorable a nuestros ojos. Daba igual cómo se comportara o las travesuras que hiciera: Mallika y yo estábamos contentos, tremendamente contentos.

¿Cómo no íbamos a estarlo?

Nuestro sueño se había hecho realidad. Teníamos un cachorro.

Nicholas se pasaba casi todo el tiempo correteando por casa, forcejeando con juguetes de felpa y con esos huesitos que le comprábamos todos los días en la tienda de animales del barrio. Salía disparado de un extremo de la casa al otro con rapidez y agilidad. Cuando por fin lo alcanzábamos, nos lo encontrábamos muy concentrado destrozando una almohada o un mueble. Los zapatos le gustaban especialmente, y también los peluches que teníamos cada uno en nuestra habitación.

Los baños, que eran frecuentes al principio, cuando creíamos ingenuamente que podríamos mantenerlo limpio, se convertían en un maremágnum de espuma que por lo general finalizaba cuando Nicholas salía huyendo. Seguíamos el rastro resbaladizo y jabonoso por toda la casa desde el desván atestado de libros y por la sala de estar repleta de obras de arte hasta uno de los dormitorios, donde normalmente encontrábamos al cachorro mascando una almohada o haciendo pedazos uno de los muchos zapatos de plástico de colorines que tenía Mallika.

—En fin, qué le vamos a hacer. —Se encogía de hombros y recogía los restos desgarrados antes de tirar de Nicholas para darle un achuchón—. No es ninguna tragedia.

Sí que lo era, teniendo en cuenta lo importante que eran para mi hermana preadolescente sus zapatos.

—Nicholas es nuestro bebé —me aseguraba—. Nunca habrá nada comparable a él.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos