De Gandía a La Casa Blanca

Rubén Figueres

Fragmento

cap-2

1

Sin blanca en Chicago

«Lo siento mucho, Rubén, pero no te hemos elegido.» Lo recuerdo como si fuera ayer. Estaba convencido de que tenía el perfil adecuado, los conocimientos sobre la cultura del país que requería la plaza a la que me presentaba en la oficina comercial española de Chicago… Y estaba seguro de que el examen me había salido perfecto. «Es una chica de treinta y cinco años que viene del Ministerio de Exteriores, de la embajada de Londres. Ha trabajado los últimos diez en este sector y es bilingüe —me explicó el responsable de la oficina—. Tiene bastante más experiencia que tú y la hemos elegido a ella.» Me quedó muy claro que no tenía ninguna posibilidad.

Corría el año 1998 y por aquel entonces yo llevaba un mes en Chicago. Tenía veinticuatro años y había aterrizado en la ciudad del viento sin visado, sin trabajo, con muy pocos ahorros y sin conocer prácticamente a nadie. Pero estaba decidido a completar mi experiencia en la ciudad y no iba a dejarme amedrentar por el fracaso. Puede que no me hubiesen dado aquella plaza en la oficina comercial, es verdad, pero quería quedarme y buscarme la vida como fuera. Lo cierto es que la situación no pintaba nada bien. Pero ¿cómo pude pasar de ser un muchacho normal, de pueblo, a asesorar a Barack Obama, la persona más poderosa del mundo, en la carrera política más importante de la historia de Estados Unidos? A veces yo también me lo pregunto.

Mi nombre es Rubén Figueres Alario. Nací en 1974 en Gandía, Valencia, en el seno de una familia de clase media y, a través de numerosas peripecias que relataré en este libro, alcancé el éxito personal y profesional —más adelante os contaré mi particular definición del éxito— en la ciudad de Chicago, como propietario de Alario Group, la principal agencia local de publicidad para el mercado hispano en Estados Unidos. Llegué a asesorar al alcalde de Chicago, Rahm Emanuel —antiguo jefe de Gabinete del presidente Obama—, y al propio presidente de Estados Unidos en materia de captación del voto hispano. Todo ello vertebrado por mi pasión por el deporte, especialmente el tenis y el triatlón, que es indisociable de mi filosofía de vida, de mi carrera profesional y de mi particular forma de entender la empresa como una entidad que quiere dejar espacio para la vida propia del individuo más allá de los rigores del trabajo.

En un punto de este camino, a veces tortuoso, a veces divertido, conocí a la mujer de mi vida, Elizabeth, que es el ancla fundamental de todo lo que hago y mi principal soporte. Y aparecieron los tres bichos —porque no se les puede llamar de otra forma— que más quiero en este mundo: mis tres hijos, Kai, Luca y Olivia.

Pero antes de todo esto, como relato, las cosas no terminaban de ir bien. Había semanas que mi presupuesto para comer era de diez dólares diarios. Por aquella época, uno de mis alimentos preferidos (por su precio) eran los pequeños bocadillos que vendían en las gasolineras por 1,99 dólares. O los vasos enteros de nata que daban gratis en las cafeterías para acompañar el café. Yo me llenaba un vaso, le ponía azúcar y tenía suficientes calorías para subsistir unas horas. Pura supervivencia. Había viajado con todo el dinero que tenía ahorrado de trabajos anteriores y atrás quedaban las ayudas familiares y el auspicio paterno: tenía muy claro que una vez finalizados mis estudios debía continuar mi camino utilizando mis propios recursos; no porque mis padres se negaran a ayudarme, sino porque, después de que ellos se sacrificaran para pagarme los estudios, ahora me tocaba a mí dar la cara.

Enseguida me di cuenta de que no debía caer en el mismo error que cometen muchas de las personas que llegan a Estados Unidos: limitar la vida social a los círculos de tu propio país, es decir, hacer solo amigos españoles. Tenía que mezclarme, relacionarme social y laboralmente lo mejor que pudiera desde el principio. Para ello, aunque parezca contradictorio, dada mi precaria situación económica, alquilé una habitación en un piso en Lincoln Park, una de las zonas más exclusivas de la ciudad, donde pagaba seiscientos dólares en vez de los cien que me hubiera costado vivir en un barrio más alejado del centro. Pero no estaría hoy donde estoy si no hubiese tomado aquella decisión desde el principio. No hubiera tenido ni las mismas oportunidades de conocer a la gente que conocí ni la misma facilidad para integrarme en los ámbitos sociales y laborales que me resultaron favorables. Aquella fue, sin duda, una de las decisiones más acertadas que he tomado a lo largo de los años.

Utilicé, como muchas otras veces en mi vida, el deporte. Debía encontrar rápidamente un gimnasio; lo necesitaba para poder entrenar y porque sabía que en él podría hallar opciones de trabajo. La oportunidad me la dio el propietario de la habitación donde yo vivía: me presentó a los directivos de un gimnasio que me ofrecieron el que sería uno de mis primeros trabajos en Chicago: ¡recoger toallas! No me pagarían mucho, pero podría utilizar gratis todas las instalaciones. Acepté sin pensarlo. Recorrí también todos los bares y locales de la zona buscando otros trabajos. En el 98 por ciento de los sitios me rechazaron, pero conseguí trabajar en un par de ellos y sacarme algún dinero extra de las propinas como camarero o realizando trabajos de portero.

Como anécdota curiosa, recuerdo que mi primer día de portero en uno de aquellos bares, famoso por sus alitas de pollo, tenía que pedir el carnet de identidad a las personas que entraban, para comprobar que fueran mayores de edad. Hasta ese día, yo no había visto nunca un carnet de identidad o de conducir estadounidense, y me costaba bastante encontrar la fecha de nacimiento, sobre todo porque cada estado tiene un documento distinto y allí venía gente de todas partes. Así que en varias ocasiones, para disimular, eché un vistazo al carnet con plena confianza, miré a los ojos de su propietario y con cara de chulo le hice un gesto de que podía pasar, sin haber verificado la fecha de nacimiento en el documento de identidad.

Entre las toallas del gimnasio y las horas que trabajaba en los locales, ahora aquí, ahora allá, fui haciéndome un pequeño sitio. Muy pequeño al principio, pero suficiente para sobrevivir. Siempre tuve claro que un puesto de trabajo no debe ser visto como una simple fuente de ingresos, cuestión obviamente necesaria, sino como una oportunidad para mostrar a los demás la valía de uno mismo. Al igual que un escaparate que permite enseñar a otros de lo que se es capaz. Siempre me lo he tomado como una manera de generar contactos, de aproximarme a grupos distintos de gente y desarrollar nuevos campos. Las personas, las nuevas situaciones, son puertas que abren otras puertas. Y aunque trabajes fregando suelos, si lo haces bien, se establecerá una relación laboral de confianza con el supervisor. Este hablará bien de ti y empezarás a construir así una marca personal.

¿POR QUÉ ESCRIBÍ ESTE LIBRO?

Decidí escribir este libro justo después de una serie de conferencias y tras varias conversaciones que tuvieron lugar durante uno de mis viajes a España, en las vacaciones de Navidad de 2013. Fue mi amigo Risto Mejide —por el que siento un respeto y una admiración enormes— quien acabó por convencerme. Quería dejar por escrito muchas de las reflexiones y vivencias de las que he hablado con mucha gente que me ha pedido consejo, o que sencillamente se han inte

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