¿Qué haría Frida?

Arianna Davis

Fragmento

¿Qué haría Frida?

   

INTRODUCCIÓN

Las calles de Coyoacán, un barrio al sur de la Ciudad de México, están en calma. Casas de brillantes colores e intrincadas rejas de hierro salpican las avenidas con nombres de capitales europeas: París, Berlín, Madrid. La quietud termina repentinamente en la calle Londres. Decenas de personas causan alboroto, algunas se paran de puntitas para alcanzar a ver dónde comienza la fila que da vuelta en la esquina. De 1907 a 1954 esta casa color azul eléctrico fue el hogar de Frida Kahlo.

Desde 1958 la “Casa Azul” ha sido conocida como Museo Frida Kahlo, donada por Diego Rivera, esposo de la artista, quien deseaba que la casa que compartió con ella se convirtiera en un tributo a su obra. A más de seis décadas de su muerte, la casa continúa llena de vida.

La primera vez que atravieso la alta entrada de color verde debajo de las palabras “Museo Frida Kahlo” me recibe un amplio patio rodeado de muros de un azul tan vibrante que casi lastima la vista. Distintas especies de cactus y plantas verdes con un aire selvático se abrazan a los troncos de palmeras que se extienden hacia el cielo. Antes de dirigirme al interior alcanzo a ver una pequeña banca de piedra a un lado y me siento para absorber el ambiente. Cierro los ojos y me enfoco en el sonido del agua que esparce una fuente; el aire otoñal es fresco, el aroma de la tierra y el musgo se impregna en mi piel. En lo alto, las hojas se mecen y las aves graznan alegremente. Y de repente, al abrir los ojos, la veo: una joven Frida Kahlo cojeando en el jardín, arrastrando la falda por el piso mientras tararea “Cielito lindo” para sí misma. Señor Xólotl, su xoloitzcuintle, la sigue presuroso. Cuando la puerta del frente se abre, ella gira y, con una sonrisa radiante que ilumina todo su rostro, grita: “¡Diego!”. Y yo sonrío también.

Entonces, con la misma rapidez con que empezó, a mi ensoñación matutina la interrumpe un chillido. Una rubia alta y desgarbada grita: “¡Disculpe!” al tropezarse con mi pie. Llegó hasta este rincón buscando el ángulo adecuado para una tomar una foto, y al parecer le estoy estorbando. Después de arrimarme hacia un lado, ella logra la perfecta pose de influencer mientras su amiga le toma varias fotografías con su iPhone. En cuanto se van, suspiro aliviada de poder regresar a mi tranquila ensoñación con Frida, pero apenas se aleja la rubia, una bandada de preparatorianas con camisetas de Frida Kahlo, que combinan entre sí, llegan hablando en japonés y se sacan selfies. Miro detrás de ellas y me parece que la multitud que acaban de dejar entrar al museo casi se duplicó; un coro de acentos invade el otrora apacible espacio mientras los visitantes se empujan entre sí para tratar de entrar a la casa. Afuera del museo cada rincón del adorado barrio de Frida —el lugar en el que nació y murió, donde se enamoró de su esposo, donde pintó algunas de sus obras más conmovedoras y adonde siempre regresó después de cada estancia en el extranjero— está repleto de grafitis de su imagen, carteles y carritos de venta de recuerdos. En las esquinas de varias calles a la redonda se puede ver a mujeres ataviadas con un disfraz de Frida gritando que venden los artículos de su canasta llena de camisetas, carteras y diminutas y cursis muñecas de trapo con las cejas unidas. Si continúas caminando hacia el centro del barrio verás los puestos de los mercados callejeros inundados de artículos decorados con la imagen de Frida. Hay todo: desde aretes de cuentas hasta mandiles para cocinar, joyeros, cajas de cerillos, pantuflas, estuches de iPhone y… cuencos para ensalada. Este mismo nivel de devoción a Frida se extiende más allá de las mágicas calles de Coyoacán repletas de arte.

La “fridomanía” ha estado en auge en todo el mundo desde la década de 1990. La popularidad póstuma de Frida continúa aumentando año con año, y hemos llegado a un punto en el que resulta obvio que no se trata de una moda pasajera: el mundo estará por siempre enamorado de la imagen, la vida, el arte y el legado de esta artista. Gracias al resurgimiento que tuvo su obra durante los movimientos chicano y de derechos de las mujeres en los años ochenta, para la siguiente década la fallecida Frida ya se había transformado en una celebridad en su máxima expresión. En 2002 una película biográfica premiada con el Oscar y protagonizada por Salma Hayek avivó aún más la obsesión de nuestra cultura por Frida. Actualmente su influencia se percibe incluso a miles de kilómetros de la Ciudad de México y se extiende hasta los museos de Europa, las tiendas kitsch de Tokio y… bueno, básicamente cualquier lugar adonde llegue internet.

En una búsqueda rápida del nombre de la pintora en Google es posible encontrar llaveros de Frida Kahlo, carteras de Frida Kahlo, imanes de Frida Kahlo, tazas y cajas de música. Calcetas, portafolios y perfumes de Frida Kahlo. Bolsas de playa, plumas, tequilas, barnices para uñas, máquinas de café, estuches de maquillaje, tarjetas de crédito, kimonos, tenis y macetas para jardín de Frida Kahlo. Incluso hay toallas femeninas (sí, leíste bien). Su rostro adorna los muros de cadenas de restaurantes y de postales que giran en los carruseles de mercancía en las librerías universitarias. En universidades de todo el mundo se imparten cursos completos sobre su obra. Las cadenas de minoristas como Vans han lanzado colecciones de ropa en la que aparece su rostro. En 2017, para celebrar el que habría sido su cumpleaños 110, el Museo de Arte de Dallas organizó un “Frida Fest”, en el que los asistentes establecieron un récord mundial Guinness por la reunión más concurrida de gente vestida como Frida Kahlo. En 2020, durante la cuarentena por la pandemia de coronavirus, a los pequeños minoristas en línea como Artelexia —en San Diego, California—, que ofrecía rompecabezas de Frida Kahlo, se les agotaron rápidamente los productos.

Mucho antes de que los teléfonos inteligentes convirtieran a millones de personas en aspirantes a influencers como los que me encontré en el museo, existió Frida Kahlo: la artista que empoderaría a generaciones de mujeres para que aceptaran su propia imagen con los brazos abiertos. Naturalmente, Frida no fue la primera artista que se retrató a sí misma. De acuerdo con lo que ahora saben los historiadores, el primer autorretrato tipo tablero en la historia fue Retrato de hombre con turbante rojo de Jan van Eyck, obra que data de 1433. No obstante, Frida Kahlo fue quien transformó de manera única los autorretratos y los convirtió en arte para que las mujeres pudieran contar historias y representar los detalles de su vida —tanto el amor como el dolor— de la misma forma en que actualmente millones de personas los comparten sin reserva en las redes sociales. La diferencia es que ahora, en lugar de trazar algo con cuidado sobre un lienzo, podemos simplemente capturar instantáneas en un celular y subirlas a la red con el título adecuado.

Los admiradores de Frida Kahlo a menudo discuten sobre cómo se sentiría esta artista revolucionaria, discapacitada y queer respecto a las interminables interpretaciones modernas de su historia. Frida, quien admitía ser egoc

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