La cámara de obsidiana (Inspector Pendergast 16)

Lincoln Child
Douglas Preston

Fragmento

cap-1

Prólogo

8 de noviembre

 

Proctor abrió con cuidado la puerta de doble hoja de la biblioteca para que la señora Trask pudiera entrar con una bandeja de plata con el servicio del té de media mañana.

La estancia estaba sumida en el silencio, en penumbra, iluminada tan solo por la luz del fuego que crepitaba en la chimenea. Delante, sentada en un sillón orejero, Proctor vio una figura inmóvil, indistinguible debido a la tenue luz. La señora Trask dejó la bandeja en una mesita junto al sillón.

—He pensado que podría apetecerle una taza de té, señorita Greene.

—No, gracias, señora Trask —respondió Constance en voz baja.

—Es su té favorito. Jazmín, primera cosecha. También le he traído unas magdalenas. Las he horneado esta misma mañana. Sé cuánto le agradan.

—No tengo hambre. Pero le agradezco las molestias.

—Entonces las dejaré aquí por si cambia de opinión.

La señora Trask sonrió con aire maternal y se dispuso a salir de la biblioteca. Cuando llegó a la altura de Proctor, la sonrisa se desvaneció y su cara adoptó de nuevo una expresión de preocupación.

—Estaré fuera solo unos días —le dijo casi en un susurro—. Mi hermana saldrá del hospital y el fin de semana ya la tendremos en casa. ¿Seguro que estaréis bien?

Proctor asintió y observó cómo la señora Trask regresaba a la cocina, para a continuación dirigir de nuevo la mirada hacia la figura sentada en el sillón orejero.

Habían pasado más de dos semanas desde que Constance regresó a la mansión del 891 de Riverside Drive. Había vuelto, sombría y silenciosa, sin el agente Pendergast, y sin dar explicación alguna sobre lo ocurrido. Proctor, en tanto que chófer, exmilitar subordinado y factótum de la seguridad, entendía que era su deber, en ausencia del agente Pendergast, ayudar a Constance a sobrellevar el trago por el que estaba pasando. Le costó tiempo, paciencia y un gran esfuerzo arrancarle a Constance las palabras necesarias para entender la historia. Una historia que incluso ahora le seguía pareciendo incomprensible, por lo que no tenía claro qué había sucedido en realidad. Lo que sí estaba claro, sin embargo, era que aquella mansión, sin Pendergast, había cambiado; había cambiado por completo. Como también había cambiado Constance.

Nada más llegar de Exmouth, en Massachusetts, adonde había ido para ayudar al agente especial A. X. L. Pendergast en una investigación privada, Constance se encerró durante días en su habitación, y comía casi contra su voluntad. Cuando salió, parecía otra persona: flaca y espectral. Proctor siempre había tenido claro que Constance era fría y reservada, contenida en extremo. Pero los últimos días se había mostrado a ratos apática, y otros cargada de una repentina e inagotable energía que la llevaba a recorrer los pasillos y las habitaciones como si estuviese buscando algo. Se olvidó por completo de los pasatiempos a los que antes había dedicado horas y horas: nada de investigaciones acerca de los ancestros de la familia Pendergast, nada de estudios sobre antigüedades, nada de leer ni de tocar el clavicémbalo. Tras recibir varias visitas preocupadas del teniente D’Agosta, la capitana Laura Hayward y Margo Green, se negó a ver a nadie más. Parecía estar en guardia, a la expectativa; a Proctor no se le ocurrió una mejor manera de definirlo. Los únicos momentos en los que dejaba entrever a la mujer que había sido eran las raras ocasiones en las que sonaba el teléfono, o cuando Proctor regresaba con las cartas recibidas en el apartado de correos. Siempre estaba esperando una palabra de Pendergast, siempre, pensaba Proctor. Pero no llegó ninguna.

Un elevado cargo del FBI se las había ingeniado para mantener fuera del foco de atención de los medios de comunicación tanto la investigación sobre Pendergast como el nombre del agente que la estaba llevando a cabo. Aun así, Proctor se había impuesto la misión de reunir toda la información posible sobre la desaparición de su patrón. Descubrió que habían estado buscando su cuerpo durante cinco días. Dado que el desaparecido era un agente federal, le habían dedicado un esfuerzo excepcional. Los patrulleros de los guardacostas habían buscado en las aguas de Exmouth. Los oficiales locales y la Guardia Nacional habían peinado la línea de costa desde la frontera con New Hampshire hasta Cape Ann, en busca de cualquier rastro de Pendergast, aunque se tratase de un simple pedazo de ropa. Los buceadores habían revisado con cuidado las rocas adonde las corrientes podrían haber llevado el cuerpo, y escudriñaron el lecho marino con el sónar. Pero no encontraron nada. El caso seguía oficialmente abierto, pero la conclusión oficiosa era que Pendergast, herido de gravedad en el enfrentamiento con aquella criatura, tratando de luchar contra las corrientes de la marea, debilitado por el oleaje y sumergido en un agua a diez grados centígrados, se había visto arrastrado mar adentro y había muerto ahogado. Hacía tan solo dos días, el abogado de Pendergast, socio de uno de los más antiguos y discretos bufetes de Nueva York, había buscado al hijo de Pendergast, Tristram, para darle la triste noticia de la desaparición de su padre.

Proctor se acercó y se sentó junto a Constance. Ella lo miró de refilón mientras se sentaba, ofreciéndole una leve sonrisa. Después volvió a fijar la mirada en el fuego. La luz parpadeante proyectaba oscuras sombras sobre sus ojos violeta y su corto cabello oscuro.

Desde su regreso, Proctor se había comprometido a cuidar de ella, pues sabía que eso era justamente lo que su patrón habría querido. La aflicción de la joven había dado pie a un inesperado sentimiento de protección por parte de Proctor, lo cual no dejaba de resultar irónico, dado que en circunstancias normales Constance jamás habría buscado la protección de nadie. Sin embargo, y aunque no había dicho una sola palabra al respecto, ella parecía sentirse a gusto con sus atenciones.

Constance se irguió en el sillón.

—Proctor, he decidido bajar.

El abrupto anuncio pilló a Proctor desprevenido.

—¿Quieres decir… ahí abajo, donde vivías?

Ella no dijo nada.

—¿Por qué?

—Para… aprender a aceptar lo inevitable.

—¿Y por qué no lo haces aquí, con nosotros? No puedes volver ahí abajo.

Constance se dio la vuelta y lo miró con tal intensidad que Proctor se quedó sin palabras. Entendió que no tenía la menor posibilidad de hacerla cambiar de opinión. Tal vez era una señal de que al fin aceptaba que Pendergast ya no regresaría, y eso suponía un progreso… de alguna clase. Ojalá lo fuera.

Constance se levantó del sillón.

—Escribiré una nota a la señora Trask indicándole qué ropa y qué otras cosas necesitaré, para que las deje en el montacargas. Solo comeré caliente una vez al día, a las ocho de la noche. Pero no quiero nada durante las dos primeras noches, por favor. Ahora mismo me siento sobreprotegida. Además, la señora Trask va a estar fuera y no quiero causarte molestias.

Proctor también se puso en pie. La agarró del brazo.

—Constance, tienes que escucharme…

Ella miró la mano y después lo miró a la cara con una expresión que hizo que Proctor le soltase el brazo de inmediato.

—Gracias, Proctor, por respetar mis deseos.<

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