La jaula de los onas

Carlos Gamerro

Fragmento

Capítulo 1
Cartas de París

París, 5 de enero de 1889

Mi querido Jorgito,

Lo escribo tres veces a ver si me lo termino de creer: je suis à Paris. Je suis à Paris. Je suis à Paris. Desde mi ventana en el cuarto piso del Grand Hotel se divisan claramente los Champs-Élysées, el Arc de Triomphe y Les Invalides, y superándolos a todos la demente telaraña bermeja de la Tour Eiffel, que aun sin haber llegado a su altura proyectada ya campea solitaria y soberbia sobre el horizonte de París. Respiro y me lleno los pulmones con el aire más grato de la tierra, bajo en el ascensor y ya estoy en el Café de la Paix, salgo al boulevard y mis pies comienzan a rezar el rosario de nombres que allá apenas nuestros labios osaban profanar: Café de Paris, Glacier Tortoni, Maison Doreé, Café Anglais, Café Riche… ¡Por fin puedo hablar en mi idioma, por fin puedo estar en mi verdadera patria, en la ciudad que es la síntesis del mundo —del mundo creado para los elegidos! No hace dos días que pisé por primera vez mi tierra natal (porque es sabido que se puede nacer parisiense en cualquier lugar del globo) y ya siento que sería incapaz de vivir si me prohibieran vivir en francés. París… es como nacer de nuevo para un argentino.

Pero presiento, mi querido amigo y condiscípulo, que estás leyendo estas líneas de dos en dos, preguntándote por qué no voy al grano de una vez. ¿Y las mujeres, Marcelito? ¿Es verdad todo lo que cuentan los que vuelven, o los que escriben porque ya nunca van a volver? ¿Se comparan las parisinas de carne y hueso o más bien de seda y nácar con las que soñábamos desde acá? La respuesta, mon cher ami, es un rotundo oui. Ni falta hace que te diga que en el fiacre que me trajo desde la estación venía con medio cuerpo afuera, para ver mejor, y la lengua más afuera aún, para qué, a buen entendedor. Y a cada una que pasaba le gritaba algo o le hacía un saludo con la mano y todas sin excepción me lo devolvían con risas y guiños coquetos y algunas hasta me tiraban besitos, imaginando sin duda que se trataba de un compatriota que retornaba feliz tras un largo y penoso exilio: modestas grisettes de sonrisa sumisa que da a entender que cualquier oferta les vendría bien, modosas midinettes con el corazón ardiendo por un amor de folletín, cocottes vistosas como orquídeas con el veneno de su néctar manando de pétalos de carmín, elegantes demi-mondaines que prometen renovar con variedad de escaparate los encantos de una carne nunca igual, todas ahí al alcance de la mano y el bolsillo, tuyas con solo chasquear los dedos o silbar, y tu único problema es que son tantas y tan apetecibles que no sabés por cuál empezar. Y esa misma noche enfundado en un frac planchado como Dios manda por primera vez desde que dejó su tierra natal (vieras lo feliz que se lo veía de volver al hogar) me fue dado aspirar el verdadero olor del perfume francés, pues debe ser auténtico el perfume y auténtica la piel, y sentir clavarse en mí esos ojos bandidos sombreados de carbón, en tanto que los míos apenas podían despegarse del cuello rodeado de uno de esos sencillos lacitos negros que basta verlos para querer sacarle todo lo demás. ¿Su nombre? Es lo que menos importa, porque su nombre es legión; bauticémosla, por comodidad narrativa, con el mote de Lolotte. ¿La mesa? Un discreto reservado del Café Riche. ¿La comida? Ostras para empezar, marennes vertes de Marseille, s’il vous plaît, un moc-tortue del verdadero, écrevisses bordelaises, pollo trufado, camembert y frutas de estación. El vino: Roederer del principio al fin. ¿Cómo, Marcelito, me preguntarás, acabás de llegar y ya empinaste hasta las heces (qué feo suena, ¿no?) la copa de las delicias de París? No quiero mandarme la parte, menos con vos que me conocés desde que dejamos los pañales (el primero fuiste vos, asegura Trinidad, pero tendrás que admitir que te gané de mano en esto de dejar el chiripá): mi grande entrée al demi-monde la debo enteramente a los buenos oficios de Pedro Manuel Salaberry, que me ha ciceroneado desde que llegué.

En fin, quisiera contarte con lujo de detalles cómo siguió la noche pero todavía tengo que escribirle a tu hermana, ya sabemos cómo se pone cuando vos recibís carta y ella no. Básteme decir, para no dejarte con la intriga, que a la mañana siguiente abrí los ojos a un coro celestial integrado por el traqueteo de los ómnibus sobre los adoquines, los gritos de los vendedores callejeros, el arrullo de las palomas, el piar de los ubicuos moineaux de Paris et, surtout, los suaves ronquidos de la dama del lacito negro y nada más, y cerrándolos de nuevo al comprobar que todo era real me repetí tres veces, como un conjuro: je suis à Paris. Je suis à Paris. Je suis à Paris.

La suite au prochain numéro.

Tu amigo del alma,

Marcelo

P.D.: Quemá esta carta apenas termines de leerla por favor.

París, 5 de enero de 1889

Mi querida Justita,

¿Cómo podría contarte, en el espacio de unas páginas apenas, lo que he visto y sentido desde mi arribo a la Ciudad de la Luz, como con justicia la llaman? ¿Me creerías si te contara que he purificado mis manos en las aguas lustrales del Sena y mis ojos en los vitrales de Nuestra Señora de París, que he visto con mis propios ojos el Museo del Louvre y los Jardines de las Tullerías, el Palacio real y la Columna Vendôme, que he caminado la entera extensión de los Campos Elíseos imaginando que te llevaba de la mano, que pasé bajo el Arco de Triunfo pensando en ti, y recorrí en coche los senderos del Bosque de Bolonia, blanco de la reciente nevada, bosquejando el mapa de los que recorreremos durante nuestra luna de miel? ¡Ah, si estuvieras aquí conmigo, entonces sí que sería perfecta París! Pero si tú estuvieras aquí, ¿qué motivo tendría yo para volver?

El cartón postal que adjunto te ofrece una buena vista del Grand Hotel, donde estoy alojado; el edificio que ves a su derecha es el del Palacio de la Ópera. Para descubrir mi ventana debes contar cinco del lado izquierdo, en el piso superior; pero no me busques en ella: estoy sentado al frente, en el extremo izquierdo del Café de la Paix, justo debajo de la “G” de “Grand”. No, no soy yo el de la fotografía, claro está, pues todavía no me he hecho tan conocido como para que me pongan en las tarjetas postales y además se ve que es una imagen veraniega, aquí no se sacan las mesas a la calle en la época invernal pues el frío es mucho más intenso que en nuestra Buenos Aires; pero estoy sentado allí muy cerca, del lado de adentro, mientras te escribo estas líneas. Con cada nueva carta te iré enviando diferentes vistas de París, para que te vayas familiarizando con ella a la par de mí.

En cuanto a mis obligaciones, la única que me ha puesto por ahora el señor embajador, quien como bien sabes es amigo de mi padre (no quisiera decir que le debe el puesto, pero algo de eso hay), es la de familiarizarme con la ciudad, adquirir la costumbre de sus plazas, sus calles y sus cafés, la de hacerme parisiense cuanto antes, en suma, para lo cual me ha puesto bajo la tutela de Pedro M

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