Johnny Blackdawn

Ivana Von Retteg Nolan

Fragmento

Título

1

La bruma descendía del cielo sobre la superficie del océano, la brisa murmullando suavemente, y sobre las ondulaciones del agua surcaba imponente El Bartolomé, buque de guerra de la Marina Real inglesa, con setenta y cuatro cañones. La bandera británica ondeaba orgullosamente en la punta del palo mayor, motivando a los marineros y oficiales a laborar arduamente en aquella mañana, más arduamente que de costumbre porque podían sentir la mirada del almirante Rowe vigilando la pulcritud de sus movimientos desde el puente de mando. Era un hombre de unos sesenta años que había peleado más batallas de las que podía contar, y su tiempo de mando lo había vuelto sereno, respetable.

El capitán Anderson, nombrado apenas hacía un año, recorría la cubierta dictando órdenes con esa misma exaltación que caracteriza a los que aún se sienten realizados en un puesto nuevo. Sopló un vendaval por la proa que viró la nave ligeramente.

—¡Ceñir! —exclamó el capitán—. ¡Manténgala este-noroeste, dos nudos! ¡Teniente Dawner!

El alcázar se iba llenando de marineros e infantes de marina que obedecían mecánicamente, repitiendo las órdenes unos a los otros en voz alta.

—¡Mantener rumbo!

Sonó la campanada de la guardia de la mañana y casi al mismo tiempo volvió a soplar otro vendaval, más fuerte y agresivo que el anterior. Se hincharon las velas de golpe y chirriaron las poleas mientras los grumetes descendían por los cabos de amuras.

—¡Largar el foque, señor Allan!

—¡Adrizar! ¡Teniente Dawner! ¡Teniente Dawner, despierte por el amor de Dios!

El capitán Anderson ya se estaba desesperando cuando el almirante Rowe puso una pesada mano sobre su hombro.

—Déjeme a mí al teniente —dijo, con una voz grave y magnánima.

James Dawner se había detenido a observar una extraña sombra en la neblina que apenas se distinguía a estribor. El muchacho de diecinueve años provenía de una adinerada familia aristócrata de Londres. Sin embargo, su sueño siempre había sido formar parte de la Marina Real y fue así como llegó a Port Royal junto con su mejor amigo, George Tanner. Ambos ansiosos por pertenecer al inmaculado gremio, de navegar las turquesas aguas del Caribe, explorar las junglas verdes y ver a nativos con sus propios ojos y, si Dios oía sus plegarias, chocar espadas con piratas y defender las sagradas colonias del rey. Ése era el ardiente llamado de su corazón, ése era su destino. Aun así, James no fue inmune al inevitable romanticismo que abruma a los jóvenes a esa edad; conoció a Charlotte en alguna ceremonia religiosa y atolondrado por los cabellos dorados de la mujer se casó con ella. En el pueblo los llamaban “el matrimonio condenado”, pues no habían tenido otra cosa que mala suerte desde el inicio, sin lograr concebir un hijo que ambos deseaban tanto y cuando por fin Charlotte quedó encinta dio a luz a una niña que nació sin vida. Charlotte estaba enferma y los médicos aseguraron que jamás podría volver a concebir. “Estoy enferma de tristeza y de tristeza he de morir”, decía ella, terminando de desgarrar los ánimos de James.

—Teniente Dawner —llamó la voz del almirante—, si un pirata apuntase su arma sin suficiente licor en los sesos lo derrumbaría de un solo tiro.

Los ojos azul obscuro de James se reanimaron con la voz de mando y hasta se enderezó en presencia de aquel que había sido su mentor.

—Si me lo permite, señor, debo pedir prestado su catalejo —dijo James, llevándose una mano al sombrero de tres picos en señal de respeto. El almirante desprendió el artefacto de su cinturón y lo entregó al teniente, quien enseguida se lo llevó al ojo.

—¿Qué es lo que ve, teniente?

—Me pareció ver… deben ser figuraciones, por supuesto, pero juraría que vi un navío negro, completamente negro.

—¡Ja! —rio Rowe, golpeándole la espalda con la palma y retirándose con su catalejo. Un navío negro, murmuraba entre risas.

—Bebe un poco de agua, amigo —le dijo George Tanner—, la sed hace que uno vea cosas.

—No tengo sed, George. Vi lo que vi —respondió James; en el fondo temía que quizá en verdad estaba volviéndose loco de tristeza al igual que su mujer.

—Yo sí le creo, teniente —dijo uno de los marineros; habló con timidez al dirigirse a alguien de mayor rango—. Dicen que hay un barco pirata que es negro, el casco negro, las amuras y las velas negras, lo llaman El Espectro.

Dicen, ¿quiénes dicen? —se burló George.

—Es cierto —opinó otro marinero—, el primo del sobrino de un amigo oyó mencionarlo a Desmond Black en Old Bailey.

Pronto el capitán Anderson se acercó a poner orden con una estridente amenaza: los reportaría por superstición si continuaban con habladurías, pero tan pronto se alejó, James se arrimó disimuladamente al segundo marinero que ya se alistaba a trepar por los obenques del palo mayor.

—Eh, tú, espera —lo llamó—, Desmond Black, ¿es un pirata?

El marinero miró a su alrededor con precaución, cuidándose de las miradas del almirante, del capitán y del contramaestre. Hizo a James una señal con los dedos, indicándole que se acercara a escuchar un secreto.

—Desmond Black, señor, es el capitán de El Espectro, el barco pirata. El tío del amigo de un sobrino dice que hace poco hundieron nueve fragatas de la Compañía de las Indias en Cabo de Horno. ¡Nueve fragatas!

James miró al marinero con cierta incredulidad.

—Mantenga a los hombres alerta de todos modos —dijo finalmente. El marinero hizo una señal de obediencia llevando dos dedos a su frente.

La mañana prosiguió con tranquilidad. El sol no se dejaba ver entre las espesas nubes grises y uno que otro relámpago centelleaba a la distancia, refrescaba el viento y el navío crujía suavemente con el oleaje que iba agitándose. Cada marinero y oficial atendía a sus tareas, pero se había desatado el cuchicheo entre algunos de los hombres, murmurándose los unos a los otros que era posible que estuviesen siendo perseguidos por un barco pirata, el teniente lo había visto con sus propios ojos.

James ya lamentaba haber dado tal importancia a sus figuraciones, había terminado por distraer a los hombres y llevarse una llamada de atención que el capitán había etiquetado como “superstición”, quedando en ridículo frente al almirante Rowe. Tan pronto como le fue posible, buscó un instante para reposar los brazos sobre la borda de babor, a solas; pero tan pronto alzó la mirada vio de nuevo esa masa confusa danzando como un fantasma en la neblina. Entrecerró los ojos para ver con claridad, acelerándose su corazón a medida que la masa tomaba la forma de un navío, un navío negro, y en lo alto del palo mayor una gigantesca bandera negra con un cráneo dorado.

¡Piratas! —exclamó James a todo pulmón.

El almirante Rowe ya miraba a través de su catalejo, comprobando que una nave negra en verdad

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