Índice
Resistencia
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo. La vida en la Tierra
Fotografías
Agradecimientos
Índice alfabético
Notas
Sobre este libro
Sobre el autor
Créditos
Para Amiko,
con quien he compartido este viaje
El hombre debe buscar nueva presa en cuanto
la anterior se escabulle a su madriguera.
SIR ERNEST SHACKLETON
Explorador antártico
y capitán del Endurance, 1915
© Nathan Koga
Representación de la Estación Espacial Internacional (EEI).
Prólogo
Estoy sentado en la cabecera de la mesa del comedor en mi casa de Houston, acabando de cenar con mi familia: mi novia desde hace muchos años, Amiko; mis hijas, Samantha y Charlotte; mi hermano gemelo, Mark; su mujer, Gabby; su hija, Claudia; nuestro padre, Richie; y Corbin, el hijo de Amiko. Es algo sencillo lo de compartir mesa y comida con los seres queridos, una escena que mucha gente vive cada día sin darle mucha importancia. Para mí, es algo con lo que llevo soñando casi un año. He imaginado tantas veces cómo sería esta comida que ahora que por fin estoy aquí no parece del todo real. Las caras de los seres queridos, que no he visto en tanto tiempo, el parloteo de muchas personas hablando a la vez, el tintineo de los cubiertos, el movimiento del vino en la copa; todo me resulta extraño. Incluso la sensación de que la gravedad me mantiene sentado se me hace rara, y cada vez que dejo una copa o un tenedor sobre la mesa busco por un momento un punto de velcro o una tira de cinta adhesiva para que no se muevan. Hace cuarenta y ocho horas que he vuelto a la Tierra.
Me separo de la mesa e intento ponerme en pie, sintiéndome como un anciano que se levanta de su sillón.
—Estoy acabado —anuncio.
Todos se ríen y me animan a que me retire a descansar. Empiezo el trayecto hasta el dormitorio: unos veinticinco pasos desde la silla hasta la cama. Al tercero parece como si el suelo se tambalease bajo mis pies, y tropiezo con una maceta. En efecto, nada pasa con el suelo, es mi sistema vestibular tratando de adaptarse a la gravedad terrestre. Estoy acostumbrándome a volver a andar.
—Es la primera vez que te veo tropezar —dice Mark—. Lo estás haciendo bastante bien.
Sabe por experiencia personal lo que se siente al volver a estar bajo la gravedad tras una temporada en el espacio. Al pasar junto a Samantha, me apoyo en su hombro y ella me sonríe.
Llego hasta el dormitorio sin más incidentes y cierro la puerta tras de mí. Me duele el cuerpo entero. Todas las articulaciones y todos los músculos sufren bajo la aplastante presión de la gravedad. También siento náuseas, aunque no he vomitado. Me desvisto y me meto en la cama, disfrutando del tacto de las sábanas, la ligera presión de la manta sobre mi cuerpo y la mullida almohada bajo mi cabeza. He echado mucho de menos esto. Puedo oír la alegre cháchara de mi familia detrás de la puerta, voces que desde hace más de un año no he oído sin la distorsión de los teléfonos que envían las señales a través de satélites. Me quedo dormido con el reconfortante sonido de sus voces y sus risas.
Me despierta un rayo de luz. ¿Es por la mañana? No, es Amiko que viene a acostarse. Solo llevo un par de horas dormido, pero me siento delirar. Me cuesta recuperar la consciencia lo suficiente para poder moverme y decirle lo mal que me encuentro. Las náuseas se han intensificado, me noto febril y el dolor ha aumentado. No me sentí así después de mi última misión. Esto es muchísimo peor.
—Amiko —alcanzo a decir por fin.
Se alarma por el tono de mi voz.
—¿Qué pasa? —Me palpa el brazo y después la frente. Siento que su piel está helada, pero solo porque estoy ardiendo.
—No me encuentro bien —le digo.
He estado cuatro veces en el espacio, y ella ya ha vivido conmigo una vez el proceso completo como mi principal apoyo, cuando pasé 159 días en la estación espacial entre 2010 y 2011. Entonces experimenté cierta reacción al volver del espacio, pero esto es totalmente distinto.
Me cuesta levantarme. Localizo el borde de la cama. Bajo los pies hasta el suelo. Me incorporo. Me pongo en pie. A cada momento siento que me debato entre arenas movedizas. Cuando por fin alcanzo la verticalidad, el dolor en las piernas es espantoso, y a él se suma una sensación todavía más alarmante: noto como si toda la sangre del cuerpo se estuviese acumulando en las piernas; es como cuando haces el pino y la sangre se va a la cabeza, pero al revés. Siento cómo se me hinchan los tejidos de las piernas. Me arrastro hasta el cuarto de baño, esforzándome a propósito por pasar todo el peso de un pie al otro. Izquierda. Derecha. Izquierda. Derecha.
Llego al baño, enciendo la luz y me miro las piernas. No son piernas, sino unos muñones hinchados y ajenos.
—Mierda —digo—. Amiko, ven a ver esto.
Se agacha y me aprieta un tobillo, que cede a la presión como un globo lleno de agua. Alza la vista con mirada de preocupación.
—Ni siquiera noto los huesos del tobillo —me dice.
—Además, me arde la piel —le comento.
Amiko me examina ansiosa. Me ha salido un extraño sarpullido en la espalda, en la parte trasera de las piernas, la cabeza y el cuello; las partes que estaban en contacto con la cama. Siento cómo se mueven sus manos frías por mi piel inflamada.
—Parece una erupción alérgica —dice—. Como urticaria.
Después de usar el baño me