Aquellos años del boom

Xavi Ayén

Fragmento

1
La semilla

Aquellos años del boom

El día en que el boom llegó a mi ciudad yo todavía no había nacido. Un coche verde de alquiler conducido por un escritor colombiano de bigote fino y moreno entró por la carretera de Madrid una tarde de otoño de 1967. Tarareaba un vallenato y su mujer, Mercedes, en el asiento de al lado, miraba a través de la ventanilla mientras sus dos hijos, Rodrigo y Gonzalo, armaban alboroto en la parte posterior. Viajaban con el deseo de huir de la fama recién adquirida en Argentina y una piel de caimán como amuleto.

Barcelona, mi ciudad, se llenaría de escritores latinoamericanos en poco tiempo. En ella vivirían los más importantes. Incluso los que tenían su residencia en otros países se impusieron como obligación el peregrinaje literario a sus calles con cierta periodicidad. Todo ello fue un fenómeno confuso y veloz que empezó, aproximadamente, en los dos años previos a mi nacimiento. Seguramente me crucé con alguno de aquellos escritores cuando mis padres me llevaban al pediatra, que tenía consulta en el barrio donde casi todos ellos vivían. Pero, por alguna razón, cuando empecé a ser un niño consciente, todos se habían marchado; se esfumaron de repente como el señuelo de un prestidigitador. Recuerdo bien el día de la muerte del general Franco porque en la tele suspendieron la programación infantil. Aquel 20 de noviembre de 1975 mucha gente descorchó botellas de champán pero ya no quedaba nadie del boom para celebrarlo. ¿Por qué se habían ido todos tan rápidamente? ¿Tendrían algo que ver con la muerte del dictador?

Se fueron a mediados de los setenta como temiendo que el tedio democrático los atrapase. Hacía menos de diez años que habían desembarcado con alegría juvenil y marinera frente a la estatua de Colón, en Barcelona, la segunda urbe española en importancia, siempre en pugna con Madrid por la supremacía editorial. Es la única ciudad real que aparece en el Quijote de Cervantes. Ahí, el caballero le dice a Álvaro Tarfe:

[...] así, me pasé de claro a Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos, y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única. Y aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, solo por haberla visto. (Segunda parte, cap. LXXII)

Los autores del boom no fueron los primeros latinoamericanos en llegar a la ciudad. El venezolano Rómulo Gallegos (1884-1969), que da todavía nombre al premio literario más importante de América Latina y que fue presidente fugaz de su país durante menos de un año —nueve meses de 1948, que lo empujaron al exilio cubano y mexicano—, había recalado en la capital catalana, procedente de Nueva York, a comienzos de 1932. Quién sabe si llegó atraído por la sonoridad de un nombre que le evocaba su breve estancia en la Barcelona venezolana, donde dirigió el Colegio Federal de Varones y se había casado por poderes con Teotiste Arocha en 1912. Trabajó como jefe de ventas de la National Cash Register Company y en su piso de la calle Muntaner, 193, una placa recuerda en catalán su paso. Allí conspiró políticamente con la tranquilidad que le daba la barrera protectora del océano.

En 1933 se trasladó al barrio de Argüelles, en Madrid, muy cerca del chalé donde Benito Pérez Galdós acabó sus días. En esa estancia española escribió algunas de sus obras más importantes, las líricas Cantaclaro (1934) y Canaima (1935), en las que describe las costumbres y los conflictos sociales de los Llanos venezolanos, y que fueron publicadas en Barcelona, en la editorial Araluce. En diciembre de 1935, Gallegos cedió su apartamento de Madrid a Pablo Neruda y volvió a la capital catalana, donde se reencontró con sus amigos Isaac Pardo y Rafael Vegas, médicos ambos, quienes lo vieron tan fatigado y nervioso que le recetaron unos días de descanso en Mallorca, la isla de la calma. Gallegos llegó a subirse al barco como quien se dispone a tomar un medicamento agrio, pero, indeciso al extremo, lo abandonó antes de que zarpara y permaneció en la ciudad. Lo atormentaba el clima social que precedía a la inminente Guerra Civil española y también el ofrecimiento de ser el nuevo ministro de Instrucción Pública en su país, cargo que finalmente aceptó y que le hizo volver al continente americano. A su vuelta a Venezuela, consagrado a la actividad política, sus trabajos como escritor sufrieron un declive.

Gallegos ya había imaginado en sus años universitarios lo que, años después, el boom conseguirá materializar: una comunidad de escritores en español, independiente del país de origen de cada uno. Proyectó la Asociación Literaria Hispano-Americana Internacional, con el subtítulo de Gran Confederación Cervantina. Como un Bolívar de las letras, da hoy nombre al premio que se llevaron Mario Vargas Llosa (1967), Gabriel García Márquez (1972), Carlos Fuentes (1977) o Roberto Bolaño (1999). Ese mismo Rómulo Gallegos que, según Neruda, no obtuvo el Nobel a causa de tanto demandarlo y de escoger la vía del dinero para conseguirlo: cuenta el poeta chileno que Venezuela «designó un embajador en Suecia que se fijó como suprema meta la obtención del premio para Gallegos. Prodigaba las invitaciones a comer; publicaba las obras de los académicos suecos en español, en imprentas del propio Estocolmo. Todo lo cual ha debido parecer excesivo a los susceptibles y reservados académicos».1

Gallegos no fue el único escritor que visitó Barcelona y que acabó presidiendo su país. Véase el caso previo del argentino Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), quien estuvo en la llamada Ciudad Condal en 1846, y su visión —vehemente y exagerada— de esta como una avanzadilla europea dentro de la atrasada y rural España anticipó una imagen que, muchos años después, con matices, compartirán bastantes autores del boom, aunque estos achaquen el atraso español a la dictadura franquista. Sarmiento, ante todo, fue autor de Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga y aspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina, obra más conocida como «el Facundo».

Sarmiento reconocía sus objetivos nada más llegar a Madrid en 1846: «He venido a España con el santo propósito de levantarle el proceso verbal, para fundar una acusación que, como fiscal reconocido ya, tengo que hacerla ante el tribunal de la opinión de América». Todos los batacazos que reciben el País Vasco, Castilla-La Mancha o Andalucía en sus epístolas se tornaron elogios al llegar a Barcelona, aunque él se justificó diciendo que «estoy, por fin, fuera de España»,2 en «una ciudad enteramente europea», ya que «aquí hay ómnibus, gas, vapor, seguros, tejidos, imprenta, humo y ruido; hay, pues, un pueblo europeo».3 No resulta difícil imaginarse a Sarmiento en alguna de las gratas veladas que compartía con el cónsul francés Ferdinand de Lesseps, quien le hizo coincidir con otro escritor visitante, Prosper M

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