Karl Marx

Francis Wheen

Fragmento

cap-1

 

Prólogo

En los años noventa, en lo más crudo de la posmodernidad, yo estudiaba en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense. Entre otras cosas, me interesaba lo que, a grandes rasgos, se podría denominar la tradición materialista: un conjunto de autores de muy distintas disciplinas —desde la historia a la teoría literaria, pasando por la economía— que se consideraban a sí mismos afines al legado intelectual y político de Marx.

En aquel momento era un área de estudios crepuscular. El juicio unánime sobre la economía marxista era que se trataba de un cadáver conceptual que solo interesaba a un puñado de académicos que lo mismo podían haberse dedicado a discutir sobre los epiciclos ptolemaicos. La sociología de Marx, se decía, no recogía ni la complejidad de las relaciones laborales del capitalismo postindustrial ni la autopercepción de la mayor parte de la gente, que se veía a sí misma como de clase media. En términos políticos, el marxismo parecía incompatible con los nuevos movimientos sociales relacionados con la identidad cultural, el género o el medio ambiente. Y, por supuesto, para la mayor parte de los filósofos se trataba de una doctrina groseramente esencialista que había quedado superada tras el fin de los grandes «metarrelatos».

Así que, básicamente, uno tenía que estar disculpándose todo el rato por estudiar a Marx. Por ejemplo, Jacques Attali comenzaba su biografía de Marx justificando su interés por un pensador al que «casi nadie estudia» y es considerado «responsable de algunos de los mayores crímenes de la Historia». Incluso entre los marxólogos se consideraba de mal tono hablar de sus obras más conocidas y energéticas, como el Manifiesto comunista. En cambio, se preferían textos oscuros y supuestamente filosóficos, como los Grundrisse. La idea era que hurgando en el caos bibliográfico de la obra de Marx uno iba a encontrar una piedra de Rosetta que modulara su herencia teórica para adaptarla al medioambiente intelectual posmoderno.

En la segunda década del siglo XXI, las cosas han cambiado muchísimo. Tras el estallido de la crisis económica en 2008, Marx ha retornado a las bibliografías universitarias y a los anaqueles de las librerías con mucha fuerza. En 2010, el diario Público regalaba con el periódico el resumen clásico de El capital de Gabriel Deville. En la Feria del Libro de Madrid de 2012, el libro más vendido fue una edición ilustrada del Manifiesto comunista. El filósofo vivo más conocido del mundo, Slavoj Zizek, es un materialista dialéctico experto en ideología. El ensayo más comentado de 2014 ha sido un libro titulado El capital en el siglo XXI…

Este proceso de muerte y resurrección del marxismo no es, en realidad, tan novedoso. La presencia de Marx siempre ha sido muy guadianesca. El marxismo se ha ido transformando, apareciendo y desapareciendo a lo largo de la historia del capitalismo. Por supuesto, su declive a finales del siglo pasado tuvo mucho que ver con la vertiginosa e inesperada descomposición del bloque soviético a partir de 1989. Durante cincuenta años, casi un tercio de la humanidad vivió en países en los que una versión espuria y degradada del pensamiento de Marx se consideraba la «filosofía oficial». Su rostro barbudo era ubicuo en billetes de banco, monumentos públicos o instituciones oficiales. Así que no es de extrañar que el derrumbe del socialismo real arrastrara consigo el interés por el materialismo histórico al menos en Europa del Este. El marxismo occidental, por su parte, se había distanciado de forma generalizada de la ideología soviética a costa de convertir la crítica del capitalismo en una exquisita obra de orfebrería conceptual, sin duda sofisticada pero carente de punch político e incapaz de interpelar a una mayoría social.

Los neoliberales recorrieron exactamente el camino contrario. Después de la Segunda Guerra Mundial, el liberalismo radical se había convertido en una escuela marginal, una extravagancia académica que sobrevivía en unos cuantos departamentos de economía. Tres décadas después, en el contexto de la crisis de los estados del bienestar de los años setenta, los defensores del mercado libre iniciaron el asalto a los centros de poder político y económico occidentales e impulsaron una revolución ideológica que cambió la manera de pensar de millones de personas. Grandes masas de votantes de clase trabajadora apoyaron con entusiasmo políticas que apenas unos años antes hubieran considerado un atentado evidente contra sus intereses materiales más inmediatos.

Los neoliberales lograron crear un nuevo sentido común político que transformó lo que se consideraba socialmente posible, imposible, deseable y aberrante. En su estrategia ideológica desempeñó un papel importante la reactivación del marxismo —que, en realidad, en esa época no atravesaba un momento particularmente vigoroso— como enemigo de las convicciones políticas de la mayoría. En Estados Unidos, Ronald Reagan reavivó la guerra fría y el temor a la amenaza militar de la Unión Soviética. En el Reino Unido, Margaret Thatcher identificó el socialismo como responsable de una insidiosa corrupción moral e institucional que atentaba contra la libertad, la creatividad y la responsabilidad personal. «Marks and Spencer han derrotado a Marx y Engels», declaró en cierta ocasión.

Thatcher tenía razón. Más allá de las cuestiones doctrinales, la popularidad de las obras de Marx ha sido un buen termómetro histórico de la vitalidad de los movimientos antagonistas críticos del capitalismo. Y tras la caída del muro de Berlín, no parecía haber ninguna alternativa al libre mercado mundial desregulado. Los neoliberales consiguieron presentar su programa no como una opción política en disputa con otras, sino como un ecosistema social que emergía de la obsolescencia de los enfrentamientos pasados y que definía el espectro de posibilidades históricas disponibles. Uno podía escoger entre un capitalismo global despiadado y otro de rostro humano, pero las viejas categorías políticas —el conflicto entre capital y trabajo, la explotación, el intercambio desigual…— habían quedado superadas. Los grandes problemas sociales debían ser afrontados mediante una sabia combinación de mercado libre, tecnología punta y cosmopolitismo.

Así que, de algún modo, el retorno contemporáneo de Marx es el síntoma de una especie de venganza del siglo XX. La globalización capitalista decretó en falso la muerte de un conjunto de conflictos que hoy han resucitado con una violencia salvaje. La gran crisis contemporánea del capitalismo nos ha hecho descubrir que la lucha de clases, la desigualdad, la cleptocracia especulativa, la expropiación de los bienes comunes y la mercantilización extrema vivían larvados entre el multiculturalismo, el consumo sofisticado, la sociedad red y la economía del conocimiento. El siglo pasado lidió con estos desafíos a través de estrategias que, al menos en parte, se entendieron a sí mismas como recepciones antagónicas del legado marxista. Tanto los partidarios como los detractores de Marx desarrollaron una gran cantidad de interpretaciones divergentes de sus teorías, ya fuera para seguirlas u oponerse a ellas. Y hoy, de nuevo, volver a Marx es decidir a qué Marx volver.

No es un problema sencillo porque la propia recepción académica de la obra de Marx ha estado marcada por las c

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