Así fue la dictadura

Antonio Jiménez Barca
Pablo Ordaz

Fragmento

cap-1

Introducción

Lo que une a los diez protagonistas de este libro es que eligieron tener miedo. Durante las entrevistas, una de las palabras que todos repitieron fue esa: «miedo». No solo a que los detuvieran, los torturaran, los encarcelaran, sino también miedo a la idea o a la perspectiva de ser detenidos, torturados, encarcelados. Existe un principio en ajedrez según el cual la amenaza es aún más efectiva que su ejecución. Con el miedo pasa algo parecido. Incluso padecieron un miedo más, el de que, por su culpa, algo les pudiera suceder a los suyos. A pesar de que todo ese miedo vino a buscarlos muchas veces, decidieron vivir con él, plantarle cara. A ninguno de ellos le gustaba la España y la dictadura que les tocó vivir y resolvieron enfrentarlas. En eso también coinciden los diez valientes protagonistas de este libro. Ninguno se conformó. Por estas páginas desfilan una militante comunista que fue condenada a muerte por oponerse a Franco en los tiempos más duros; un artista que renunció a serlo para falsificar los pasaportes de sus camaradas; un cura que prefirió ocuparse de una parroquia en un barrio obrero y abandonar una brillante carrera eclesiástica; un sindicalista que vivió en la clandestinidad; una abogada laboralista; un homosexual en tiempos oscuros; un minero; un jornalero; un librero, y una casi adolescente que arriesgó años de cárcel para cambiar su país. Algunos eran hijos de los perdedores de la guerra. Otros procedían del bando ganador, pero todos se la jugaron.

Hay una frase que duele especialmente en este libro tan lleno de frases que duelen. La pronunció Víctor Díaz-Cardiel, el viejo sindicalista que vivió en la clandestinidad y que sufrió la cárcel, una de las mañanas que fuimos a entrevistarle, tal vez la última, cuando ya teníamos más confianza. Después de contarnos durante más de una hora cómo había sido su vida bajo la dictadura de Franco, tras describirnos —levantándose de la silla, agachándose en el pasillo—las torturas que le infringieron en la Dirección General de Seguridad, nos dijo con la mirada fija en la mesa, abatido: «Si no fuera porque ahora se ha vuelto a hablar de presos políticos y de dictadura a cuenta del conflicto en Cataluña, nadie se acordaría ya de nosotros».

Hay quien piensa que la utilización por parte del independentismo catalán de la expresión «presos políticos» para sus dirigentes encarcelados y «dictadura» para describir su relación con España es simplemente una desfachatez. Otros están convencidos de que tiene sentido. El mismo Díaz-Cardiel consideraba una mera falta de respeto hacia los luchadores antifranquistas el hecho de comparar una cosa y otra. Una manera sencilla de responder y dilucidar esa cuestión era pedir a los que enfrentaron la dictadura y sufrieron las consecuencias de esa decisión que nos contaran su vida durante esos años. Dejarles hablar. Darles voz. Ese fue el origen de este libro, basado —salvo en el caso de la militante Juana Doña y el falsificador Domingo Malagón— en entrevistas personales.

Luego, como pasa muy a menudo en el periodismo y en la vida, todo se fue convirtiendo en algo más. Uno se cree, a sus cincuenta años, que sabe más o menos en qué consistió la dictadura, cuáles fueron las fechas clave, los hitos de esa época. Por eso pensábamos en escribir un libro didáctico, dirigido casi exclusivamente a las generaciones más jóvenes. Pero bastó con encender la grabadora para que todos esos hechos en blanco y negro tomaran el color de la vida y se hicieran más complejos. Cada entrevista era una clase de historia en una mesa camilla. Díaz-Cardiel nos contó que al ser detenido, cuando la policía le tiró al suelo de su casa para esposarlo, lo único que no podía dejar de mirar era el carrito de paseo de su hijo, y que esa visión le dio fuerzas y determinación para no hablar en los interrogatorios. Al homosexual Federico Armenteros la mugre de la dictadura de Franco le duró más que al resto de sus compatriotas, porque se la inocularon en la sangre en forma de sentimiento de culpa y de rechazo, y no bastó con que el dictador se muriera y que cambiara el régimen para extirparlo. Tal vez, de todas las historias, la de Federico sea la más triste, porque padeció dos dictaduras: la que sojuzgaba al país y la otra que le sojuzgaba solo a él mismo y en la que era el torturador y el torturado. De la primera dictadura se liberó en los años setenta, como el resto de los españoles. De la segunda, le costó mucho más. La abogada laboralista Paca Sauquillo comprendió, con la edad, por qué en su colegio de barrio rico de Madrid había dos puertas: una, que usaban las niñas que pagaban cuota, y otra, detrás, por la que accedían las que no pagaban. Por ello decidió entregar su vida a que no hubiera en ningún otro sitio dos puertas de acceso.

A veces, las correspondencias entre un entrevistado y otro, que aparentemente no tenían nada que ver, eran sorprendentes y ocultas, y encerraban también lecciones de vida. Azucena Rodríguez nos describía sus años juveniles de militante progre con ironía, con humor, con ternura retrospectiva, aludiendo siempre a la explosiva y exultante mezcla de compromiso político con las ganas de vivir de los diecisiete años. Después, invariablemente, parecía repensar lo que había dicho y se reconvenía a sí misma, precisándonos que su tiempo no fue el de otros militantes anteriores a los que les tocó vivir una época muy diferente y mucho más dura. Y citaba a Juana Doña, la dirigente comunista que fue torturada en 1947, condenada a muerte y que pasó quince años en las cárceles franquistas. «Su historia y la mía tienen poco que ver», nos repetía Azucena, medio disculpándose por su militancia juvenil y festiva, dejando claro su respeto casi religioso hacia Doña. Cuando tuvimos acceso a la grabación de varias horas que esta hizo a su familia para relatarles su vida, años antes de su muerte, escuchamos de su propia voz cómo se afilió al Partido Comunista de España (PCE) a los quince años, cómo la encarcelaron por primera vez a los dieciséis y cómo sus compañeros de las juventudes comunistas, de la misma edad, iban a visitarla con dulces y pasteles… Cómo, a pesar de todo, la alegría de estar viva y sentirse joven y tener amigos y un novio pesaba más que la cárcel. Al escuchar eso nos acordamos de Azucena y sus camaradas progres del Partido del Trabajo de España (PTE) y nos dimos cuenta de que sus vidas, la de Doña y la suya, no diferían tanto cuando tenían quince o dieciséis años, que las pandillas de amigos del Lavapiés de los años treinta no eran en lo esencial tan diferentes de las del Moratalaz de los setenta. Lo que las diferenció fue que a Juana Doña le esperaba al final de la juventud la derrota, la muerte y la amargura, y a Azucena, la democracia, el alivio y la certeza de haber llegado por fin.

En Argentina y Brasil, por ejemplo, el Estado promovió libros de memoria colectiva, elaborados a partir de los testimonios de las personas que sufrieron la dictadura. Son volúmenes interminables, estremecedores y necesarios. En España, como tantas otras cosas, eso no existe. Ese libro que no se redactó en su tiempo —y que nunca se redactará— anda diseminado aún en los recuerdos de personas como las que hemos entrevistado: el de la paliza que recibió el padre de Gerardo Iglesias una noche ante los asustados ojos de su hijo de cinco años; el de los materiales que Domingo Malagón empleaba para falsificar pasaportes a fin de

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