Los 80 años de Sofía

Jaime Peñafiel

Fragmento

cap-1

ANTES DE EMPEZAR:
Esposa, madre y abuela

Los años pasan sin que nos demos cuenta, menos los de los reyes que suelen ser casi una fiesta nacional. Aunque don Juan Carlos y doña Sofía cumplen los ochenta el mismo año, no son de la misma edad: mientras que el rey nació el 5 de enero de 1938, la reina vino al mundo el 2 de noviembre. Se llevan, pues, once meses.

La propia reina Federica, en sus Memorias, recuerda así el nacimiento de su hija Sofía:[1]

Mis dos hijos mayores, Sofía y Constantino, nacieron en el salón de nuestra casita de Psychico, puesta a nuestra disposición por el Gobierno (reinaba entonces el rey Jorge del que Pablo, también llamado Palo, era su heredero). Al principio del embarazo de Sofía me sentí muy mal. Creí que se trataba de algo de estómago, pero Palo sabía que íbamos a tener un hijo, lo que me pareció increíble. Como ni siquiera se me había pasado por la imaginación semejante cosa, dije: «¿Que voy a tener un niño? ¡Ni pensarlo!». Pero pronto empecé a pensar en ello. Era la cosa más natural.

Como en aquella época y hasta muchos años después no podía conocerse el sexo del bebé que iba a nacer, ante la posibilidad de que fuera niño se guardaron las formalidades testificales que marcaba el protocolo real para el momento del parto. Junto al rey Jorge II, en el salón contiguo adonde Federica daba a luz, también se encontraban el primer ministro, Ioannis Metaxas; el jefe de la Casa del Rey, Alexander Mercatis; el alcalde de Atenas, Ambrosio Plitas, y el ministro de Justicia, Agis P. Tabacopoulos, como encargado del registro civil. Presentes también los padres de Federica, Ernesto Augusto de Hannover y Victoria Luisa de Prusia.

Por teléfono, desde la casa de Psychico, y cuando se produjo el feliz alumbramiento, el primer ministro ordenó que la guarnición de artillería disparara, desde el monte Lycabettos, las veintiuna salvas de ordenanza, como homenaje a la niña recién nacida. Ciento uno de haber sido varón.

Palo y yo hubiésemos querido que nuestra hija se llamara Olga. Pero, cuando la gente que se agolpaba alrededor de la casa contó el número de disparos empezó a gritar «¡Sofía!, ¡Sofía!». […] Era tan feliz en mi nueva vida y con mi hija que, por nada del mundo, la hubiera cambiado.

Por su parte, doña Sofía le recordaba a la querida compañera Pilar Urbano para el libro La Reina:[2]

¿Qué puedo decir…?. Nací por la tarde, casi de noche. En algún sitio he leído que fue a las ocho y cuarto. En Grecia se pone el sol antes que aquí y, en otoño, anochece muy pronto. Tengo que creerme lo que he oído en casa: que se me ocurrió nacer, ¡ufff!, ¡el día de los muertos!, y que mi madre quería que me llamase Olga, en recuerdo de mi bisabuela, Olga de Rusia, la mujer de Jorge I, el fundador de la dinastía griega. Pero la gente, la gente de la calle, en cuanto oyó las salvas, acudió a la casa de Psychico, gritando «¡Sofiiiiaaa, Sofiiiaaa!», porque en Grecia la costumbre es poner el nombre de los abuelos. No repetir el de los padres, ni irse hasta los bisabuelos. Y… ¡con Sofía me quedé!

En el bautizo me pusieron también una hilera de nombres amén de Sofía: Margarita, Victoria Federica. Nosotros aquí, con nuestros hijos, hicimos lo mismo, solo que al final les poníamos «y de la Santísima Trinidad y de todos los Santos». ¡Así quedábamos bien con todos!

A propósito del nombre que se le impuso a Felipe, ha habido muchas versiones entre ellas que fue el general Franco quien aconsejó a don Juan Carlos que mejor un Felipe que un Fernando porque los Felipes están más lejos que los Fernandos.

A Franco no se le consultó. Lo decidimos entre nosotros. Pero ese comentario de Franco no lo rechazo. Le pega mucho. Pudo haberlo hecho, aunque después. Nosotros dos pensamos llamarle Felipe por Felipe V de Anjou, que fue el primer Borbón.

Y, repasando su genealogía, el comentario de doña Sofía a juicio de Pilar Urbano «es sorprendente y desmitificado»:

Me interesa mucho más fijar bien el pedigrí de mis perros que el mío…. De todos modos, desde Jorge I, la familia real griega se apellida Grecia. Todo eso de Schleswig Holstein Sondenburg Glucksburg… ¡fuera, fuera! El rey Jorge los abolió. Ya no son apellidos. Son solo lugares de origen, alemanes y daneses. Mi apellido es Grecia y punto.

Lleva toda la razón. Precisamente, el pasado 25 de marzo el ex presidente Carles Puigdemont fue detenido cuando intentaba llegar a Bruselas desde Helsinki, pasando por Alemania, en la localidad del estado federal de Schleswig-Holstein que, ¡oh casualidad!, son los apellidos de doña Sofía.

Es indiscutible que entre don Juan Carlos y ella debió de existir alguna vez amor o algo parecido, como se puso de manifiesto aquel 2 de noviembre de 1978, el cuarenta cumpleaños de la reina.

El rey sabía lo que la familia suponía para ella. No solo sus hijos sino, además, en aquella época, su madre, sus hermanos, sus tíos y sus primos. Tenerlos ese día junto a ella era el mayor de los regalos que podía hacerle. Y don Juan Carlos se puso manos a la obra sin que ella supiera nada. Para eso y con el mayor de los secretos, llamó a unos y a otros convocándoles en Madrid con la complicidad de su hermana, la infanta Pilar, que ofreció su casa. El día señalado y a la hora prevista fueron llegando todos. Engañada, doña Sofía fue hasta allí, poco antes de las ocho de la tarde. Al entrar en la casa y acceder al salón, se encontró a todos los suyos. Ella, que siempre procura evitar que afloren sus sentimientos, rompió a llorar abrazada a su marido. Desgraciadamente, en pocas ocasiones como esta ha sido tan feliz, tan dichosa, ¿tan enamorada?

Difícil es recordar hoy otro cumpleaños feliz. Ni aniversarios de boda. Posiblemente porque, desde hace mucho tiempo, demasiado, que no hay nada que celebrar. Incluso es mejor no recordar. Aunque a doña Sofía no le importa el paso del tiempo. Cuando cambió de década comentó: «Ahora estreno el 7, pero lo importante es encontrarse bien». Y eso que dejaba atrás un año muy difícil, en el que había sufrido mucho al ver cómo su vida más íntima y privada salía por primera vez a la luz. Doña Sofía no quería ver la realidad hasta que se abrió la veda en los medios de comunicación y empezaron a ser de dominio público los nombres femeninos que ella creía habían sido solo flor de un día.

La única vez que este autor ha sido testigo de una celebración, sucedió durante una visita oficial de los reyes de España a Guinea Conakry, cuando el presidente Sékou Touré los invitó, por sorpresa, a apagar las diecisiete velas de la tarta del aniversario de su boda. Era el 14 de mayo de 1979. Aquella noche se ofrecía a los reyes una cena de gala en el Palacio Presidencial de Conakry, a la que este autor asistía como parte del séquito informativo del viaje de los reyes. A los postres, apareció, sobre la mesa, la gigantesca tarta de cinco pisos, rematada por las velas. Don Juan Carlos y doña Sofía, muy emocionados, soplaron por dos veces consecutivas. «Es la primera vez que apago una tarta de aniversario», me diría la reina con la emoción todavía reflejada en sus bellísimos ojos color uva. Mientras, en el exterior del palacio, cientos de guineanos fulbés, los típicos habitantes de las sabanas, los mandingas, los malinké y los susu bailaban en honor de tan

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