Un paseo por la sombra

Doris Lessing

Fragmento

DENBIGH ROAD W11

DENBIGH ROAD

W11

Desde lo alto de aquel barco inmenso alcé a mi hijo y le dije: «¿Ves? Esto es Londres». El Dockland: ensenadas y canales fangosos, vigas y portones de madera medio podrida, grúas, remolques, barcos grandes y pequeños. El niño debía de pensar que aquellos barcos, las grúas y el agua eran Ciudad del Cabo, que ahora se llamaba Londres. Por lo que a mí respecta, el auténtico Londres estaba aún por llegar, igual que el inicio de mi vida verdadera, que habría tenido lugar años atrás si la guerra no me hubiera impedido venir a Londres. Borrón y cuenta nueva, otra página, todo estaba por ocurrir aún.

Me sentía llena de confianza y optimismo, aunque mi capital era mínimo: bastante menos de ciento cincuenta libras, el manuscrito de mi primera novela, Canta la hierba, adquirida por un editor de Johannesburgo que no me ocultó que tardaría mucho tiempo en publicarla porque era demasiado subversiva, y unos cuantos relatos breves. Llevaba un par de baúles llenos de libros, de los que había sido incapaz de separarme, un poco de ropa y algunas joyas insignificantes. Había rechazado las pequeñas sumas de dinero que me ofrecía mi madre porque ella también andaba justa y, además, porque lo que constituía la esencia de este viaje era precisamente alejarme de ella, de la familia y de aquel país tan terriblemente provinciano, Rodesia del Sur, donde si por azar surgía una conversación seria, esta giraba, siempre, en torno a la segregación racial y la incapacidad de los negros. Ahora era libre. Por fin podía ser totalmente yo misma. Me sentía independiente y dueña de mis actos. ¿Acaso estoy describiendo a una adolescente? No, pues rondaba los treinta y llevaba dos matrimonios a mis espaldas, aunque no tenía la sensación de haber estado casada nunca.

Además estaba agotada, porque el niño, de dos años y medio, durante el mes del viaje cada día se despertaba a las cinco con gritos de deleite por el nuevo día y se dormía a regañadientes a las diez de la noche. Entretanto, no paraba quieto ni un instante, excepto cuando le narraba cuentos y le cantaba canciones infantiles, lo cual hacía durante cuatro o cinco horas al día. Se lo había pasado de maravilla.

También me asaltaron aquellos pensamientos —tal vez sería más acertado decir sensaciones— que turban la llegada de todo viajero procedente de África del Sur cuando ve por vez primera unos hombres blancos descargando un barco y realizando esfuerzos físicos, pues allí era tarea de los negros. Muchos blancos, al ver a otros de su raza trabajando como negros, se sentían inquietos y amenazados; para mí, la situación era más compleja. Aquellos hombres eran trabajadores, pertenecían a la clase obrera, y en aquel tiempo yo creía que la lógica de la historia conducía inexorablemente a que ellos fuesen los herederos de la tierra. Ellos, aquellos mozos robustos y musculosos que estaban ahí abajo, y, naturalmente, las personas como yo, éramos la vanguardia de la clase obrera. No intento ridiculizar nada con estas palabras, sería poco honesto. Millones, por no decir miles de millones de personas, pensaban así y utilizaban este lenguaje.

Tengo excesivo material para este segundo volumen. No hay nada tan aburrido como un libro de memorias excesivamente largo. Una pequeña obra llamada En busca de un inglés, que escribí poco después, ahondaba con más detalle en aquellos primeros meses en Londres. Inmediatamente surgieron los problemas, problemas literarios. Lo que digo en él es totalmente auténtico. Hubo que modificar un par de personajes por razones de difamación y ahora ocurriría lo mismo. Pero aunque el libro es «auténtico», no hay duda que si lo escribiera ahora lo sería mucho más. Es una cuestión de tono, lo cual tiene su importancia. Este librito es más bien como una novela; tiene su forma y su ritmo. Está demasiado bien diseñado para ser una descripción de la vida real. Pero por lo menos en un aspecto es exacto: cuando regresé a Londres recuperé la manera infantil de ver y percibir las cosas. Cada persona, edificio, autobús o calle me producía un impacto en los sentidos similar a la espantosa inmediatez de la vida del niño, todo de un tamaño excesivo, muy claro, muy oscuro, oloroso, ruidoso. Ahora no percibo Londres de la misma manera. Aquella era una ciudad de una exageración dickensiana. No digo que viera Londres como a través de un velo de Dickens, pero sí que compartía su visión grotesca, al borde de lo surreal.

Aquel Londres de finales de los cuarenta y principios de los cincuenta se ha desvanecido y ahora cuesta creer que haya existido alguna vez. Despintado, con los edificios sucios, llenos de grietas, grises y deslucidos; deteriorado por la guerra, con zonas totalmente en ruinas que albergaban bajo el suelo agujeros llenos de agua sucia donde en otros tiempos hubo sótanos, sometido a repentinas humaredas oscuras (esto sucedía antes de la ley de protección del medio ambiente). Nadie que solo haya conocido esta ciudad de edificios limpios y cuidados, cafeterías y restaurantes repletos, buena comida y buen café, calles invadidas sobre todo por jóvenes que se divierten hasta pasada la medianoche, puede imaginar cómo era Londres entonces. Ni cafeterías ni buenos restaurantes; la ropa fea y deprimente, aún con la «austeridad» propia de la guerra. A las diez todo el mundo estaba en casa y las calles quedaban desiertas. Los comedores sociales, subvencionados durante la guerra, a menudo eran los únicos lugares del barrio donde se podía comer. Servían buena carne, unas verduras pésimas y papillas para los niños. Los restaurantes Lyons eran la aspiración máxima para la gente corriente (recuerdo el pescado con patatas fritas y los huevos escalfados sobre una tostada). Había buenos establecimientos para la gente adinerada, que intentaban pasar desapercibidos por la vergüenza de que en ellos, durante la guerra, los rigores del racionamiento resultaban muy mitigados. Era imposible conseguir un café decente en todo el territorio de las islas Británicas. La única distracción civilizada eran los pubs, pero cerraban a las once y para ir a tales locales hace falta un temperamento especial. O mejor dicho, hacía falta, porque ahora son tan distintos que el forastero ya no tiene la sensación de entrar en un club privado, cada uno con sus socios o clientela fija y donde un extraño se siente incómodo. Aún estaba vigente el racionamiento. Todas las conversaciones acababan por versar sobre la guerra, como un animal que se lame la herida. Había cautela, había lasitud.

La noche de fin de año de 1950 me llamó un americano del mundo editorial para invitarme a pasar la velada juntos. Vestida con mis mejores galas, me reuní con él a las seis en Leicester Square. Esperábamos encontrar una multitud enardecida, pero las calles estaban desiertas. Pasamos una hora en un pub, pero nos sentíamos desplazados y decidimos buscar un restaurante. Había algunos muy caros, que no podíamos permitirnos, pero no existía ninguno de los que ahora son tan corrientes: chinos, indios, italianos y de muchas otras nacionalidades. Los grandes hoteles estaban repletos. Anduvimos calle arriba y calle abaj

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