La casa de la vida

Mario Praz

Fragmento

cap-1

PRÓLOGO

UN VIAJERO DESENCANTADO

Me vienen a la memoria unos versos del arrogante Paul Éluard que describen ajustadamente la actitud, me atrevería a decir existencial, de ese personaje intempestivo que fue Mario Praz: «Entre los muros gravita todo el peso de las sombras». Ignoro el motivo, pero la versátil y fascinante trayectoria terrena del profesor florentino parece marcada por un halo de amargura, como si un destino aciago hubiera intervenido activamente para torcer cualquier atisbo de reconciliación entre el hombre y el mundo que le tocó vivir.

Por fortuna, los responsables de la prestigiosa colección «I Meridiani» de Mondadori, que recuerda en Italia la legendaria Pléiade de Gallimard, han tenido el acierto de incluir, en apretado volumen de casi dos mil páginas, una caudalosa selección de escritos de Praz, con el título Bellezza e bizzarria (Milán, 2002). A contracorriente, además, de lo que es uso en la serie no se reimprimen obras unitarias ya publicadas, sino que se recogen fragmentos, algunos bastante extensos, que en opinión de los antólogos diseccionan a la mirada contemporánea la prosa y los objetivos del inclasificable escritor. Todo un personaje casi de anteayer, en efecto.

Mario Praz nos ha legado una obra inmensa. Rigurosos rescates de las poéticas del clasicismo inglés como Secentismo e marinismo in Inghilterra, ediciones pulquérrimas de Donne y Byron, o un sorprendente Machiavelli in Inghilterra. Pero su fortuna académica se sostiene, todavía sin fisuras, sobre La carne, la morte e il diavolo nella letteratura romántica (El Acantilado, Barcelona, 2000), cuya originaria traducción inglesa data de 1933 y constituye una joya de la bibliofilia de ocasión en Charing Cross. Praz descubre en el romanticismo el nacimiento del autor como todopoderoso intérprete de su tiempo, como despiadado constructor de una manera omnímoda y lineal de abordar el arte desde la perspectiva del creador. Una forma directa y contagiosa de hacer presente en el ayer imaginativo y convertir la tradición literaria en un abismo insondable de modelos de la vida. La sensibilidad romántica, agónica, en la acerada calificación de Praz, marca un punto sin retorno en la apropiación creativa del pasado y transforma así toda tentativa crítica en un proyecto de historia contemporánea. A la inversa de la recuperación historicista del romanticismo propuesta por Isaiah Berlín, que descubre en el momento romántico las raíces de una perversa voluntad totalizadora que abre la reflexión artística a la sinrazón y el capricho subjetivo.

Pero el título que ha hecho duradero el nombre de Praz para el lector culto se sitúa en el puntilloso análisis de los interiorismos del Segundo Imperio. La filosofía dell’arredamento propone explícitamente contarnos la forma y las vicisitudes del gusto neoclásico que el largo período de hegemonía burguesa durante el siglo XIX convertirá en un modelo para el diseño simbólico de los interiores de clase europeos. Bronces, caobas, muebles imprescindibles y una miríada de objetos prescindibles. El estilo Imperio convertido en una obsesión del Praz coleccionista, siempre haciendo virtud de sus escasos medios, a partir del aleccionador legado de una vieille comode que le dejó su malhadado padrastro. El empeño y la obstinación de esa colección están magistralmente historiados en La casa de la vida, sin duda el mejor libro de Praz, en el que destacan el método y la penetrante perceptiva del autor, capaz como nadie para deducir un mundo de sensaciones, casi táctiles, del objeto más irrelevante: una ajada fuente de porcelana, resistente de añejos esplendores mundanos, un candelabro de bronce patinado o el sinfín de motivos decorativos que abarrotaban su apartamento en el impresionante Palazzo Ricci de Via Giulia en Roma.

El método narrativo de Praz es irrepetible y cualquier aproximación ulterior resulta condenada a la caricatura. Para el escritor, el arte produce un shock de reconocimiento. De súbito, ante un objeto trivial, un paisajito de repertorio que amuebla un saturado recibidor sin nombre, dispara en la imaginación del espectador una irrefrenable secuencia asociativa de motivos entrecruzados —sensibles, perceptivos, históricos, incluso anecdóticos y personales—. Aquí radica la grandeza del arte, ajeno siempre a las abstracciones de estilo y manera. Entender el arte es poseer una habilidad particular para captar el aire familiar de un objeto que desconcierta de improviso a nuestra sensibilidad. Es rescatar las contradictorias «presencias del instante», que configuran el contenido confesado de la obra ensayística de Praz. El hombre pasa pero el mueble permanece, era su lema de coleccionista. Las cosas nos transmiten las voces acalladas de otro tiempo, es verdad, pero sólo cuando son capaces de despertar en nosotros la atención hacia aquel detalle mínimo que convierte en única la obra de artesanía menos dotada: un modelo acabado de individualidad formal que sintetiza el complejo sistema estético de una época.

Pero Praz ha sido también un narrador compulsivo. Motivi e figure, Crónicas anglosajonas, Il mondo che ho visto, Scene di conversazione, Mnemosyne o Il patío col serpente nos brindan cientos de caracterizaciones de personajes y cosas que han empedrado el universo sentimental del autor. Vernon Lee, en la Florencia cosmopolita al romper el siglo, alecciona la curiosidad portentosa del joven Praz. La Inglaterra todavía insular y fervorosamente colonial impregna los «años ingleses». El barroco alcanza a transfigurarse en una fuerza liberadora de las constricciones formales del clasicismo, por la que escapa «la vida» en una definición del drama trágico cercana a la de Walter Benjamín. Incluso los libros de apariencia miscelánea, como el recuento lapidario de su experiencia española, La península pentagonal, destruyen en trazos certeros la leyenda romántica de un país bucólico, en efervescencia prerrepublicana, que todavía espera editor hispano.

Sin duda, ese desbordado aluvión de cosas desdibuja en alguna ocasión la percepción de Praz para el arte grande. Su rechazo, patológico a qué negarlo, de todo lo moderno y su inquina enfermiza contra lo contemporáneo han limitado hasta el exceso tolerable su legibilidad actual. Praz era el último heredero de los «anticuarios» ilustrados, sabedor de todo sobre casi todo, pero incapaz de confiar en las cualidades que hacen inefable a su pesar la obra de arte: formas, colores, composición y textura, debían ser esclavas de la representación y quedar sometidas a la artesanía de la profesión. Lo demás quedaba en fantasía verbalizada. También Gombrich, admirable como pocos para desmenuzar con sentido histórico la psicología oculta de un objeto de arte, estaba quizás menos dotado para percibir las cualidades sensibles que hablaban de la pintura «como un arte». ¿Desconfianza hacia la teoría? ¿Deformación práctica de una cautela necesaria en todo historiador responsable? Tal vez.

La vida de Praz fue difícil y sus memorias nos relatan la tremenda soledad que conjuraba con el rigor del trabajo. Un proceso inexorable de desencanto. Un matrimonio fallido, su hija que renunció al confort eduardiano por una aventura armenia, el ninguneo de la masificación académica y el achabacanamiento pretencioso de los viejos saberes universitarios se cuentan entre las ásperas razones de una frustración. Además

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