Mr Selfridge

Lindy Woodhead

Fragmento

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Introducción

Las pasiones del consumo

 

 

 

 

El auge del gran almacén, o lo que en París se denominó con más elegancia como les grands magasins, durante la segunda mitad del siglo XIX fue un fenómeno que aglutinó moda, publicidad, entretenimiento, nuevas tecnologías emergentes, arquitectura y, sobre todo, seducción. Estas fuerzas evolucionaron para fusionarse en lo que Émile Zola astutamente llamó «las grandes catedrales del consumo», cuyos dueños amasaron grandes fortunas al tiempo que tentaban la pasión femenina por las compras. Pero se podría decir que ningún hombre llegó a entender mejor el consumo como entretenimiento sensual que el heterodoxo comerciante estadounidense Harry Gordon Selfridge, quien abrió su epónimo establecimiento en la londinense Oxford Street en 1909.

Al construir el primer gran almacén del West End, transformó literalmente el modo que tenían los londinenses de hacer sus compras. Su enorme y visionario edificio eduardiano reflejaba perfectamente el carácter de su dueño, siendo su única razón de modestia la escasa altura. Fue Harry Gordon Selfridge quien colocó el departamento de perfumería y cosmética justo a la entrada del establecimiento, un movimiento que cambió para siempre la disposición del espacio de venta. Selfridge transformó el escaparatismo en una forma de arte, fue pionero en cuanto a las ofertas y los desfiles de moda, y ofreció servicios e instalaciones hasta el momento inéditos en Gran Bretaña. Por encima de todo, fue capaz de divertir a sus clientes. En una época en la que no había radio ni televisión, cuando el cine se hallaba en pañales, Selfridge’s, en Oxford Street, ofrecía a sus clientes una forma de entretenimiento tan fascinante como la de cualquier museo de ciencias, con tanto o más glamour que cualquier teatro de variedades. Al brindar a sus clientes un «único día de rebajas», Harry Selfridge podía jactarse de que, tras la abadía de Westminster y la Torre de Londres, su tienda era «la tercera atracción turística más importante de la ciudad». La gente podía comprar buena parte de lo que necesitaba en Selfridge’s, así como muchas cosas que ni siquiera era consciente de necesitar hasta que se dejaba seducir por sus atractivos expositores.

Harry Selfridge perfeccionó el arte de la publicidad, invirtiendo en ella más dinero que ningún otro vendedor de su época. Como maestro de ceremonias consumado, él mismo se tornó en una celebridad en una época en la que no abundaban las personalidades al alcance del gran público. Cuando llegaba al trabajo, siempre había montones de clientes esperando para conocer y saludar al «famoso señor Selfridge». Su ritual «tour matutino» por el establecimiento, donde sus empleados, que se contaban a centenares, se alineaban ansiosos junto a sus mostradores, emocionados por recibir un gesto de aprobación de su jefe, suponía el levantamiento del telón de un espectáculo diario en Selfridge’s, con la única diferencia de que la entrada era gratuita.

En Londres, así como en numerosas otras adineradas ciudades de provincias en Inglaterra, no faltaban tiendas o establecimientos cuando, al cabo de veinticinco años trabajando en la reconocida tienda de Marshall Field & Co., de Chicago, Selfridge diseñó su plan maestro para establecerse en la capital del Imperio. La transformación industrial que se había producido en Gran Bretaña dio lugar a una nueva clase social con dinero que gastar, y a la que no le importaba exhibir su riqueza mediante la adquisición de bienes de consumo, y los comerciantes se apresuraron a intentar copar una demanda casi insaciable. Los nuevos ricos tenían amplias casas que equipar, un prodigioso número de hijos (por no hablar de sus ejércitos de criados) que vestir y una posición social que promocionar. Por fortuna para los comerciantes, la compra indisimulada, siempre tan esencial para definir la riqueza y el estatus, había encontrado un nuevo mercado.

Que la moda se convirtiera en un negocio se debió a los grandes vestidos. En la década de 1850, cuando la reina Victoria y la emperatriz Eugenia, icono del estilo francés, se abandonaron de forma entusiasta a la novedosa jaula de la crinolina, las prendas aumentaron hasta alcanzar proporciones inéditas. Las mujeres adineradas se vestían de los pies a la cabeza con no menos de treinta y cinco metros de tela. Además del traje recto de muselina y la ropa interior de seda o algodón (sin olvidar el omnipresente corsé), el conjunto incluía unos aros por debajo, así como tres, si no cuatro, refajos en capas que variaban entre la franela y la muselina, pasando por el algodón almidonado blanco. Añádase al conjunto un pañuelo de encaje, una capa con ribetes, unos manguitos bordados, sombrero, guantes, parasol, medias, botas abotonadas y un bolso de mano (téngase en cuenta que toda la parafernalia solía cambiarse una vez al día y, a menudo, otra para la noche) y podremos empezar a atisbar el coste, por no hablar de los beneficios, que todo ello implicaba. Como si esta bonanza no bastase para los vendedores que abastecían todo lo arriba mencionado y gestionaban enormes talleres para rematar las prendas, también existía el ritual de guardar luto por los muertos. Esto significaba volver a empezar desde el principio, aunque esta vez en negro. Muchas de las fortunas que amasaron los lenceros de la época victoriana se debieron a tener un adecuado «departamento de lutos», y una de las primeras diversificaciones hacia «el servicio al consumidor con valor añadido» fue la oferta de instalaciones funerarias (hasta el punto de proporcionar las plumas de avestruz teñidas de negro para engalanar a los caballos que tiraban del coche fúnebre).

Mientras los reformistas del estilo de vestir arremetían contra «la tiranía de la moda femenina», la temible feminista Elizabeth Cady Stanton se valió de la ropa para iniciar un debate: «Los hombres dicen que somos frágiles. Pero me gustaría ver a un hombre capaz de llevar encima lo que nosotras soportamos, atrapado en un férreo corsé, con aros, pesadas faldas, colas largas, polisones, moños y docenas de horquillas clavadas al cráneo, encerrado en casa año tras año. ¿Qué les parecería eso a los hombres?».

La respuesta es que a los hombres (o al menos a aquellos que poseían tiendas y fábricas) les encantaba. Se hicieron fortunas gracias a la industria textil (del algodón, la lana, el lino y la seda, de su elaboración, confección, tinte y venta). Innumerables negocios indirectos florecieron en este contexto gracias a todo tipo de productos, desde los tintes, las agujas y los alfileres, los encajes, el hilo de coser, hasta las lejías y los almidones. Y, a medida que mejoraba el sistema de distribución, los productos llegaban a puntos de venta cada vez más distantes del centro de producci

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