Memorias de un productor musical

Javier Limón

Fragmento

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Me embarco en este libro con el propósito de animar la conversación —y acompasarla al pulso de la memoria— en algunas de las tertulias nocturnas que frecuento en mi querido Madrid, donde nací hace cuarenta y siete años y donde transcurre buena parte de esta historia. Esta es la peripecia vital de un niño que consiguió vivir de la música sin antecedente —ni ascendente— conocido en ese universo. Vaya por delante —y permítaseme— un deseo: ojalá este relato pueda encender la motivación de algún otro muchacho que, sin tradición familiar, ventaja económica, talento o habilidad especial para tal fin, aspire y acierte a hacerse con un lugar en tan azaroso y prodigioso oficio.

Me viene a la memoria un recuerdo de infancia. Cuando tenía diez años me escribí una carta a mí mismo que mi madre, Ana Limón, guardó con mimo para que la releyera al cumplir los cuarenta, con suerte, mediado ya mi tránsito por esta vida. La carta era una tarea escolar. Por aquel entonces cursaba mis estudios en el Huarte de San Juan, en Madrid, y esa tarea parecía uno más de esos intrascendentes ejercicios que no suelen presagiar gran cosa. Pero no iba a ser esa mi suerte, porque a mí sí me llegó la carta. Ya de niño me tenía a mí mismo por un payaso. En primaria me divertía decir tonterías y hacer reír a los demás; era un chico plenamente feliz. La misiva en cuestión enumeraba las profesiones con las que soñaba: ingeniero químico o papa. Ni cura ni jesuita, sino papa; propio de un tipo ambicioso, diríase. Añadí también que me gustaría ser «investigador de pirámides» —digo yo que de eso se trataría la última película que había visto en el cine—. Pese a lo referido en aquella carta, concluía sentenciando: «Pero lo que amo y amo y amo es la música, y es lo que está por encima de todo». A los diez años no veía la música como una profesión, ni siquiera como un pasatiempo. La música era para mí, y lo sigue siendo, una necesidad.

Me acerqué al sonido jugando. Esa suele ser la manera en que mejor se aprende todo. En mi caso, pidiendo como regalo de Reyes un violín o un acordeón. Con los años, próximo ya a la adolescencia, la relación con aquel arte tomó una senda que me llevaría a vivir dos experiencias que marcarían mi singladura vital. Primero en la escuela de los jesuitas, el Colegio Escolanía Mater Amabilis, donde seguí cursando mis estudios, y luego en el que siempre ha sido mi pueblo andaluz de adopción, San Bartolomé de la Torre, en la serranía de Huelva.

El colegio donde estudié primaria fue determinante para el hecho de que quisiera formarme como músico. Ubicado en el 104 de la madrileña calle de Serrano, el centro se hizo famoso en medio mundo el 20 de noviembre de 1973. Esa mañana, el coche en el que viajaba el almirante Carrero Blanco se estampó en el patio de la escuela como consecuencia de la explosión que le costó la vida. El recuerdo de tan sonora efeméride, así como el de la propia llamada de los etarras al colegio, a fin de asegurarse de que los niños no estuvieran en el patio, dejaría una marca indeleble también en la memoria de las generaciones venideras.

Era un claustro diminuto, pero que en aquella época, como suele ocurrir con los recuerdos de infancia, se antojaba gigantesco, como un desierto inconmensurable. Fue la época más feliz de mi vida. Hoy, treinta años después, los alumnos de mi promoción seguimos en contacto. No conozco a nadie que vea con regularidad a sus compañeros de primaria. Quiero pensar que lo que todos sentimos entonces en ese grupo tan especial —a saber, solo chicos— acabó forjando un vínculo muy singular. No se trataba de un centro al uso. Los jesuitas vieron en ese colegio el medio para engrosar los efectivos de una escolanía en ciernes, un coro de voces blancas que cantara en las misas. Cada mañana era obligatoria la eucaristía y se ensayaba una hora diaria. Trabajábamos ya con un repertorio propio de quienes cultivan el canto litúrgico: Tomás Luis de Victoria, Pergolesi, Palestrina y Schubert. Podías amar u odiar la música, pero nunca sentir indiferencia. Además de la consabida dosis de canto diario, amenizábamos las misas del fin de semana, y participábamos en las celebraciones propias de la Navidad y la Semana Santa.

De aquel centro salías músico, cura o terrorista. Mi formación temprana discurrió por los vericuetos de la música clásica. No recuerdo haber escuchado nada de la movida madrileña de los años ochenta, como Alaska o Loquillo, ni de U2, Madonna o Michael Jackson. Cuando algún sacerdote insensato vino con aquello de que los grupos de heavy como AC/DC interpretaban música del diablo, y que si escuchabas sus canciones al revés podías oír soflamas demoniacas, se me ocurrió preguntar, con la mayor humildad, si sucedía otro tanto con las obras de Bach o de Mozart. Me hubiera autoexcomulgado antes que renunciar a los grandes maestros, pero me tranquilizaron; ninguno de ellos militaba en la liga diabólica. Mis amigos se quejaban, visiblemente molestos, porque a ellos les gustaba el rock ‘n’ roll. Con el tiempo acabaría convirtiéndome también al culto a AC/DC e ingresando en la cofradía de la metalurgia roquera, y mis hijos se han criado con blues y rock desde su más tierna infancia; pero aquellos eran otros tiempos.

Cuando le dije a mi padre, Francisco Javier López Maza, que no me iba a matricular en las clases de solfeo, un poco por vaguería o despiste, se enfadó conmigo. Mi padre no era músico, pero le habría encantado serlo. Tocaba la guitarra y una armónica cromática que nunca llegó a dominar del todo. Parecerá una tontería, pero al día siguiente de aquella bronca me apunté a esa clase. Nunca se lo agradeceré lo suficiente. Aquella oportuna admonición cambiaría mi vida.

La clase de solfeo con los jesuitas era gratis. La impartía Francisco Moreno, don Paco, director del coro y una de las personas más importantes de mi vida en lo que concierne a mi formación musical. Me enseñó a amar la música. Con diez años me descubrió a compositores como Mahler o Händel, no solo las melodías de Vivaldi y Beethoven. Me explicó el significado de la polifonía en la música sacra; conocí, a través de sus enseñanzas, el clasicismo y el romanticismo —también el nacionalismo que de este último emana—, junto con las características distintivas y los atributos respectivos de cada movimiento que era preciso conocer. Hay mucha más disparidad entre la polifonía de Tomás de Victoria y la música de Shostakóvich que entre, por ejemplo, la electrónica y el jazz.

Don Paco nos daba clases, pero yo quería estudiar música clásica de manera reglada, deseo que me llevó a matricularme en el Conservatorio de Madrid, del cual no guardo recuerdos muy agradables. Esta institución parecía haber sido concebida para formar a buenos compositores, pero no destacaba por iniciar a sus estudiantes en el amor por la música ni parecía, tampoco, mostrar interés alguno en poner el acento en la formación de buenos intérpretes. Ni que decir tiene que ni se abrió ni se ha abierto a otras músicas más allá de la tradición clásica europea. Las pruebas de ingreso eran muy exigentes, y aún más si escogías el piano, que era lo que todos los aspirantes queríamos aprender a tocar.

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