El regreso

Hisham Matar

Fragmento

9788415631668-3

1

Trampilla

Primera hora de la mañana, marzo de 2012. Mi madre y mi mujer, Diana, estaban sentadas conmigo en una hilera de sillas atornilladas al suelo embaldosado de un vestíbulo del aeropuerto internacional de El Cairo. Una voz anunció que el vuelo 835 a Bengasi despegaría puntual. De vez en cuando, mi madre me miraba con ansiedad. Diana también parecía preocupada. Me apoyó una mano en el brazo y sonrió. Debería levantarme y dar un paseo, me dije. Sin embargo, mi cuerpo permaneció rígido. Nunca me había sentido tan capaz de permanecer inmóvil.

La terminal estaba casi vacía. Sólo había un hombre de unos cincuenta y cinco años sentado frente a nosotros. Más bien gordo, de aspecto cansado, probablemente mediada la cincuentena. Había algo en su forma de sentarse —las manos entrelazadas en el regazo, el torso ladeado hacia la izquierda— que indicaba resignación. ¿Era egipcio o libio? ¿Iba de visita al país vecino, o volvía a casa después de la revolución? ¿Había estado a favor o en contra de Gadafi? ¿Tal vez era uno de aquellos indecisos que se empeñaban en mantener sus reservas?

Volvió a sonar la voz de la megafonía. Había llegado la hora de embarcar. Me encontré ocupando el primer lugar de la cola, con Diana a mi lado. Ella me había llevado en más de una ocasión a su lugar de nacimiento, en el norte de California. Conozco las plantas y el color de la luz y las distancias del lugar donde se crió. En aquel momento me tocaba a mí, por fin, llevarla a mi país. Diana había metido en la maleta la Hasselblad y la Leica, sus dos cámaras favoritas, y cien rollos de película. Trabaja con gran dedicación. En cuanto encuentra un hilo, lo sigue hasta el final. Saber eso me entusiasmaba y me preocupaba. Darle a Libia algo más de lo que ya me ha quitado me produce mucha reticencia.

Mi madre paseaba junto a las ventanas que daban a la pista, hablando por el móvil. La terminal empezaba a llenarse de gente, hombres en su mayor parte. La cola que encabezábamos Diana y yo se había alargado. Trazaba curvas a nuestras espaldas, como un río. Simulé haber olvidado algo y tiré de mi mujer hacia un lado. De repente, pensé que regresar después de tantos años era una mala idea. Mi familia se había marchado en 1979, treinta y tres años antes. Ése era el abismo que separaba al hombre del niño de ocho años que yo era entonces. El avión iba a cruzar esa brecha. Sin duda, esos viajes suelen ser temerarios. Aquél podría privarme de un talento que me ha costado mucho cultivar: cómo vivir lejos de lugares y gente que amo. Joseph Brodsky tenía razón. También Nabokov y Conrad. Eran artistas que nunca regresaron. A su manera, cada uno intentó curarse de su país. Lo que dejas atrás queda disuelto. Si vuelves, te enfrentarás a la ausencia o a la desfiguración de lo que amabas. Pero Dmitri Shostakóvich, Boris Pasternak y Naguib Mahfuz también tenían razón: nunca abandones la patria. Si te vas, tus conexiones con la fuente se cortarán. Serás como un tronco muerto, duro y hueco.

¿Qué haces cuando no puedes irte ni tampoco volver?

En octubre de 2011 me había planteado no regresar nunca a Libia. Estaba en Nueva York, paseando por Broadway en un día de viento frío, cuando se me presentó la idea. Parecía inmaculada, un pensamiento que mi mente había fabricado por sí sola. Como en algunos momentos de borracheras juveniles, me sentía valiente e invencible.

Había llegado a Nueva York el mes anterior, invitado por el Barnard College para dar un seminario sobre novelas de exilio y distanciamiento. Pero mi conexión con la ciudad era más antigua. Mis padres se habían trasladado a Manhattan en la primavera de 1970, cuando mi padre fue nombrado primer secretario de la Misión Libia en Naciones Unidas. Yo nací ese otoño. Tres años después, en 1973, regresamos a Trípoli. Desde entonces, había visitado Nueva York cuatro o cinco veces, siempre de manera breve. Así pues, aunque acababa de regresar a mi ciudad natal, era un lugar que apenas conocía.

En los treinta y seis años transcurridos desde que nos fuimos de Libia, mi familia y yo habíamos establecido relaciones con varias ciudades sustitutas: Nairobi, adonde fuimos al huir de Libia, en 1979, y que he continuado visitando desde entonces; El Cairo, donde nos asentamos en un exilio indefinido al año siguiente; Roma, un lugar de vacaciones para nosotros; Londres, adonde fui a estudiar a los quince años y donde he pasado veintinueve tratando con tenacidad de ganarme la vida; París, adonde, cansado y disgustado por Londres, me mudé a los treinta y pocos, jurando no volver nunca a Inglaterra, sólo para encontrarme de regreso al cabo de dos años. En todas estas ciudades me había imaginado que un día viviría tranquilo en esa isla lejana, Manhattan, donde había nacido. Me imaginaba que alguien a quien acababa de conocer, tal vez durante una cena, o en un café, o en un vestuario después de una larga sesión de natación, me hacía la pregunta pesada de siempre: «¿De dónde eres?» Y yo, impertérrito y sin la habitual incomodidad, respondería como si tal cosa: «De Nueva York.» En esas fantasías me veía disfrutando del hecho de que tal declaración sería al mismo tiempo verdadera y falsa, como un truco de magia.

Me mudé a Manhattan a los cuarenta años, mientras Libia se estaba haciendo pedazos, y eso ocurrió el 1 de septiembre, el mismo día en que, en 1969, un joven capitán llamado Muammar Gadafi derrocó al rey Idris, dando así a muchos de los aspectos más significativos de mi vida —el lugar donde vivo, el idioma en el que escribo, el idioma que estoy usando ahora para redactar esto— un punto de arranque: sumando todo eso, resultaba difícil evitar la sensación de que esa coincidencia implicaba alguna clase de voluntad divina.

En cualquier historia política de Libia, la década de 1980 representa un capítulo particularmente escabroso. Opositores al régimen fueron ahorcados en plazas públicas y estadios deportivos. Los disidentes que huyeron del país fueron perseguidos; algunos, raptados o asesinados. También fue en los años ochenta cuando Libia tuvo por primera vez una resistencia armada y enérgica a la dictadura. Mi padre era una de las figuras más destacadas de la oposición. La organización a la que pertenecía contaba con un campo de entrenamiento en el Chad, al sur de la frontera libia, y varias células clandestinas en el interior del país. Su carrera en el ejército, su breve período como diplomático y el patrimonio propio que había logrado procurarse durante la década de 1970, cuando se convirtió en un próspero hombre de negocios —importando a Oriente Medio productos tan diversos como vehículos Mitsubishi y zapatillas deportivas Converse—, lo convertían en un enemigo peligroso. La dictadura había intentado comprarlo; había intentado intimidarlo. Recuerdo estar sentado a su lado una tarde en nuestro piso de El Cairo, cuando yo tenía diez u once años, con el peso de su brazo sobre mis hombros. En la silla de enfrente se sentaba uno de los hombres a los que yo llamaba «tío»; yo sabía, de alguna manera, que esos hombres eran sus aliados o partidarios. Se pronunció la palabra «concesiones» y mi padre respondió: «No negociaré con criminales.»

Cuando estábamos en Europa, llevaba pistola. Antes de meterse en un coche, nos pedía que nos alejáramos. Se arrodillaba y miraba debajo del chasis, juntaba las manos

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