Política sin anestesia

Mónica García

Fragmento

1. No te metas en política

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No te metas en política

Haga usted como yo, que no me meto en política.

FRANCISCO FRANCO BAHAMONDE,

dictador español

—A la Asamblea de Madrid, por favor.

—Claro, vamos allá... ¿Es usted Mónica García?

—Para servirle.

—Si me permite la indiscreción, no sé cómo tiene el valor de aguantar la política. Admiro su entrega... pero está todo perdido. Ahí ya no hay nada que hacer.

Cogí ese taxi una mañana cualquiera, unos días después de haber perdido unas elecciones cualesquiera, pese a obtener unos buenos resultados. Las campañas electorales colocan tu cara en anuncios, propaganda y medios de comunicación, y hacen que pases de ser una desconocida a que te reconozcan; así que el taxista me identificó y, con una melancolía escéptica, me desalentó amablemente a seguir dedicando parte de mi vida al ejercicio de la política y a sus sinsabores.

Muchos políticos han tomado a los taxistas como el radar del pueblo. Para algunos representantes públicos, recluidos en su esfera de cristal, los taxis son de los pocos espacios donde tratan de tú a tú con «el pueblo». Los taxis y los bares. Pero en los segundos no se suele hablar con los camareros en profundidad, mientras que en los primeros sí es habitual entablar conversación con los conductores. No es mala idea considerar a los taxistas como un termómetro social, con independencia de que una comulgue con sus ideas o, sobre todo, si no lo hace. Un taxista es un trabajador que le toma el pulso a la ciudad cada mañana, recorre multitud de calles y barrios, conoce a muchas personas a lo largo del día que comparten con él sus inquietudes y pasa las horas escuchando la radio. Es una persona informada, conectada, que vive a caballo entre el negocio privado y el servicio público. Nunca se irá de mi cabeza el gesto solidario que tuvieron aquel 11 de marzo de 2004, trayendo heridos al Servicio de Urgencias del 12 de Octubre, tras los atentados. O cuando se ofrecieron a trasladar a pacientes y familiares en plena pandemia.

Existen infinidad de anécdotas sobre la frecuente interacción entre políticos y taxistas. Una cuenta que, durante los primeros compases de la democracia, los políticos habían llegado a tal nivel de descrédito popular que pedían el taxi para ir al hotel Palace en lugar de indicar que iban al Congreso de los Diputados (están muy cerca); así no revelaban su condición y se resignaban a recorrer una empinada cuesta a pie, con tal de ahorrarse la consiguiente bronca del conductor.

Este taxista, el que me llevaba a la Asamblea, era un hombre joven, ducho en historia, y con dotes para la buena conversación. Me cobró 7,50 euros por la carrera y, de regalo, me dejó una reflexión:

—No merece la pena —me dijo—. Es usted médica, una profesión valorada y útil. Todo lo contrario de la política, donde todo son líos, mentiras y tejemanejes. Además, la van a hacer picadillo. Yo no tengo el Twitter ese, pero creo que se dice cada cosa... Le va a traer muchos disgustos. Las cosas no se pueden cambiar... y menos en este país.

—No es fácil —respondí—, y a veces me siento como David frente a Goliat, pero me reconforta pensar que somos muchos los Davides que queremos intentarlo. Hay mucha gente dispuesta, con talento y vocación.

—Ya... Que conste que yo estoy encantado de que lo hagáis, ¿eh? Pero no creo que merezca la pena.

LA BUENA POLÍTICA MERECE CUALQUIER PENA

«Merecer la pena». Una frase hecha, un lugar común, pero que expresa muy bien lo que sucede. Una persona hace algo digno o valioso, algo que requiere un esfuerzo extra, y se le remunera en penas. En el caso de la política, te lo hacen pagar en toneladas de penas: penas de privacidad, penas de exposición, penas de inseguridad... Hay incluso quienes intentan que la pena pese tanto que ni siquiera la merezca. Ya lo decía el taxista: para qué meterse en líos.

Sin embargo, nos conviene luchar contra esa inercia. Se trata de una versión actualizada y maniquea del «no se meta en política» propia del franquismo y de sociedades deficitarias en democracia, ahora disfrazado de apoliticismo. Nada que las mujeres no hayamos sentido en nuestras carnes a lo largo de la historia: mejor calladas que rebeldes, mejor con un buen Síndrome de la Impostora que empoderadas, mejor haciéndonos las tontas que tomando las riendas de nuestra vida. Nada que los poderosos no utilicen para que el coste de la disputa cultural y política sea muy caro y que, en caso de atreverse, uno lo pague en todo su alto precio y en primera persona. Pero no puede ser que la política sea el peaje más caro a pagar por mejorar la vida de la gente.

Un compañero de mi hospital, un tipo excelente en su trabajo, con gran sentido del humor, de trato a veces intrincado pero al que me une un cariño y una admiración enormes siempre que me ve me dice: «Ay, Moni, dónde te has metido. En ese sitio hay mala gente». Yo le agradezco su preocupación y siempre le respondo que no sufra por mí, que en realidad somos más las buenas gentes que intentamos darle a la política el lugar que merece... Bueno, ¡que merecemos!

En otra ocasión, un paisano con el que coincidí en la barra de un bar me dijo de sopetón: «Oye, vaya trabajo chungo te has buscado, ¿no?». Me eché a reír: «Sí, no parece que sea un chollo». A los ojos de la gente, la política no es un buen sitio para estar, cuando debería ser el lugar más digno y más noble donde ejercer.

La de mañanas que me he despertado haciéndome esa pregunta: «¿Esto merece la pena?». Y la de relatos, artículos, crónicas, ensayos, biografías, compañeros y compañeras, ciudadanos y ciudadanas que me recuerdan que sí, que no solo merece todas las penas, sino que sería una verdadera pena que a nadie se la mereciera. Merece la pena hacer uso del poder transformador de la política como herramienta real de cambio social. Cambio social a mejor, claro está. Que para ir a peor siempre hay almas entregadas y entusiastas que nos recuerdan a diario para qué se inventó el refrán «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer». Un dicho que, aplicado a la ciencia o a la medicina, hubiera impedido cualquier avance científico o social.

Me gusta la política en su definición griega de participación en la polis. Los griegos contaban además con otro término muy acertado para describir a aquellos que solo se ocupaban de lo suyo, de lo privado, y no de la vida pública y común: «idiota» (ιδιωτης, idiotes). Tantos siglos después parece que hayamos invertido el propósito de esta actividad y que dedicarse a la política desde la perspectiva y la motivación del bien común sea una decisión de idiotas, en el sentido no tan griego del término. Lo que me motiva del ejercicio de la política no es el rédito personal sino el rédito colectivo del que, sabia y obviamente, luego se puede extraer un rédito personal, como las abejas de un panal.

Alguien dijo que la sol

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