El temblor del velo

William Butler Yeats

Fragmento

cap

INTRODUCCIÓN 

Yeats y el Dios Salvaje 

Entre 1895 y 1896, Yeats pasó mucho tiempo en París y, aunque apenas hablaba francés, llevó una intensa vida social. Trató de ayudar a Maud Gonne, la activista y actriz irlandesa, a fundar una sociedad del movimiento Joven Irlanda (Young Ireland) en Francia; conoció a August Strindberg, que iba en busca de la piedra filosofal; conoció al también irlandés John Synge, autor de El galán de Occidente; practicó la magia; visitó a Verlaine en la miseria de su último domicilio, en el número 18 de la rue Descartes; se reunió con unos seguidores del ocultista Saint-Germain para tomar hachís y hablar sin parar; fue al teatro, y le presentaron a un buen número de artistas y poetas. Entre ellos, por ejemplo, a un tal Max Dauthendey, pintor y poeta alemán. Cuando Yeats le preguntó si pensaba poner en pie cierto poema dramático suyo, le dijo, indignado: «Solo podrían representarlo actores ante una pared de mármol negra y con máscaras en las manos. No deben ponerse las máscaras, pues eso no expresaría lo suficiente mi desprecio por la realidad». Ese era el ultrarrarificado ambiente del fin de siècle europeo. Aquellos hombres y mujeres —algunos grandes artistas o poetas, otros no— eran los últimos de una especie en extinción, y París era el parque temático del simbolismo. 

El 10 de diciembre de 1896, Yeats asistió con el poeta Arthur Symons al estreno de Ubú rey en el Nouveau Théâtre, representado por la misma compañía que, aquel mismo año, había puesto sobre las tablas por primera vez Salomé, de Oscar Wilde, el cual se encontraba a la sazón preso en Reading. Si la obra de Wilde parecía el final de algo, la de Alfred Jarry parecía el comienzo de otra cosa, aunque era difícil decir de qué. En una de las reseñas de aquel estreno, el crítico escribió que «al volver a casa, a pesar de la hora, me di una ducha». Desde la primera palabra («Merdre!», es decir, «¡Mierdra!»), estallaron los enfrentamientos en el patio de butacas, algo que ocurría a menudo en aquella turbulenta y encantadora época del mundo. El tumulto tardó quince minutos en acallarse para que continuase la obra, que de todas formas fue interrumpida una y otra vez. Symons le iba explicando a Yeats lo que ocurría en escena: los personajes eran meros muñecos y juguetes de madera, y el protagonista, una especie de rey, llevaba, en lugar de cetro, «un cepillo de los que se usan para limpiar retretes». Yeats y Symons, amigos por instinto de lo novedoso y lo provocador, armaron bulla a favor de Jarry y, probablemente, se lo pasaron muy bien. Pero después, tras caminar por las calles de diciembre a la luz de gas, Yeats se encontró solo en su habitación del hotel Corneille y empezó a sentirse triste. Algo estaba terminando. O quizá había terminado ya hacía tiempo. Él y el resto de los simbolistas llevaban décadas llenando sus «pensamientos con la esencia de las cosas y no con las cosas», según escribió un año más tarde en un ensayo titulado «The Autumn of the Flesh». Pero el mundo material se tomaba su venganza. «El hombre —señala poco después— ha cortejado y conquistado el mundo y lo ha poseído, y luego se ha quedado agotado, y creo que no temporalmente, sino presa de un agotamiento que no terminará hasta el último otoño, cuando el viento se lleve a las estrellas como a hojas muertas. Se quedó agotado cuando dijo: “Tan solo estas cosas que veo y toco y oigo son reales”, pues finalmente las miró sin ilusión y descubrió que no eran más que aire y polvo y humedad». Aquella noche de diciembre, en el hotel Corneille, Yeats escribió en su diario: «La comedia y la objetividad han exhibido su creciente poder una vez más. Tras Stéphane Mallarmé, Paul Verlaine, Gustave Moreau, Puvis de Chavannes y nuestra propia poesía, tras nuestro color sutil y nuestro ritmo nervioso, tras los tonos apagados y sutiles de Conder, ¿qué más es posible? Después de nosotros, el Dios Salvaje». 

La frase se ha hecho famosa. En parte, se refiere al final del simbolismo y a la llegada de lo que más tarde se dio en llamar «vanguardias», pero también anuncia una oscura época del mundo y una oscura época en la vida de Yeats: el final de su juventud y el inicio de una travesía por el desierto que no terminaría hasta veinte años después. Los poetas, según Yeats, habían renunciado «al derecho de considerar todas las cosas del mundo como un diccionario de tipos y símbolos»; ahora querían hablar de las cosas en sí mismas, y no de la esencia de las cosas. Yeats sentía que estaba despertando de un largo sueño, y no era un despertar agradable. 

En 1938, el último año de su vida, escribió uno de sus poemas cortos más memorables. Está lejos tanto de la extraordinaria tensión imaginativa y conceptual de sus grandes poemas de madurez como de los dioses celtas de sus primeros poemas. Se trata de una mera enumeración de escenas en las que estuvo presente. Es también el único poema suyo donde se menciona el nombre de Maud Gonne, la mujer de la que estuvo enamorado gran parte de su vida. Se titula «Cosas bellas y elevadas»: 

Cosas bellas y elevadas; la noble cabeza de O’Leary; 

mi padre en la escena del Abbey, ante una turba enfurecida. 

«Esta tierra de santos», dijo, y luego, mientras se apagaban los aplausos, 

«de santos de escayola»; su hermosa y malévola cabeza echada hacia atrás. 

Standish O’Grady sosteniéndose entre las mesas 

y dirigiéndose a una audiencia de borrachos con palabras sin sentido; 

Augusta Gregory sentada a su gran mesa de ormolú 

cerca de su octogésimo cumpleaños: «Ayer ese amenazó con matarme; 

le dije que cada tarde de seis a siete estoy sentada a esta mesa, 

con las persianas subidas»; Maud Gonne en la estación de Howth esperando un tren, 

Palas Atenea en aquella espalda recta y aquella cabeza arrogante: 

todos los dioses del Olimpo; algo que jamás volvió a verse. 

Es un poema hecho de cabezas. El original no tiene rima y parece una lista de cosas de las que el poeta no quería olvidarse. Rostros que han pasado por su vida y que ya no volverán. Como si se dijese: «Yo he visto eso. Estuve allí. Aquello existió. No fue un sueño». Ese es el impulso que le llevó a escribir El temblor del velo. John Ashbery, el último heredero de la gran tradición del romanticismo poético anglosajón a la que perteneció Yeats, dijo una vez que la única sorpresa para la que no se puede estar preparado es la sorpresa de hacerse viejo. Yeats empezó a experimentar ese común asombro en 1922, el año en que escribió este libro, poco después de casarse por primera (y última) vez, a los cincuenta y dos años. Para entonces, era un poeta de fama mundial (al año siguiente le dieron el Nobel); el matrimonio le había traído la paz y la serenidad que había anhelado toda su vida y, de forma insospechada, también le había permitido crear un sistema de pensamiento coherente; Irlanda, aquel mismo año, se había convertido en el Estado Libre Irlandés, con el propio Yeats como senador… Tod

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