Loquillo

Felipe Cabrerizo

Fragmento

1. El ejército de las sombras

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El ejército de las sombras

A finales de 1938 todo parecía haber terminado. La batalla continuaba, pero desde hacía tiempo solo los más ciegos creyentes en la propaganda republicana confiaban en una victoria final y si el combate se prolongaba era gracias a una respiración asistida mantenida por diversos motivos. Los había ideológicos, económicos, culturales y religiosos, pero como señalaba Eberhard von Stohrer, embajador alemán de la zona franquista, el terror no era el menor de ellos. Franco había manifestado a la prensa estadounidense que tenía un listado con los nombres de más de dos millones de personas que serían represaliadas en el mismo momento en el que sus tropas alcanzaran los últimos objetivos. Al mismo tiempo, ni un solo dirigente nacional dudaba de cuál sería su destino en caso de un triunfo republicano. Pero cuando tras casi medio año de lucha las tropas franquistas acabaron con la resistencia en el Ebro, nadie dejó de entender que aquella había sido la última gran batalla de la contienda. La conquista de los últimos reductos del Mediterráneo era inminente.

De todos ellos, Barcelona era el fundamental, por mucho que a esas alturas no resultara más que un núcleo urbano sin interés estratégico alguno que agonizaba tras tres años de guerra. Las luchas intestinas por el poder seguían minando la resistencia mientras la ciudad iba quedando cercada por todos lados. El ya Generalísimo había trasladado a sus inmediaciones su centro de mando, concentrando a su alrededor el cuerpo mayor de un ejército que aguarda el asalto final: siete cuerpos de combate, trescientos mil hombres, quinientas piezas de artillería y una fuerza aérea de medio millar de aparatos. Frente a ellos, un ejército similar en número pero lastrado por el desánimo, la escasa experiencia militar y la falta de alimento y municiones. Se espera una larga y dura resistencia calle a calle, palmo a palmo, pero nadie pone en duda que el resultado del combate está marcado de antemano. Pese a la petición del papa de una tregua navideña, el 23 de diciembre comienza la ofensiva.

Va a ser definitiva. La superioridad militar es apabullante. Los barceloneses, agotados por la guerra, por tantos sufrimientos y dificultades, intentan sobrevivir mientras el Gobierno y la Generalitat se trasladan a Gerona para ganar tiempo de maniobra. La ciudad queda abandonada a su suerte, sumida en el caos más absoluto. La ausencia de servicios de limpieza la convierte en una montaña de basura dominada por las ratas. Los saqueos y el pillaje se generalizan. Los refugiados, que han llegado masivamente en los últimos meses, no encuentran una mínima estructura que pueda acogerlos. Los heridos de los hospitales quedan desamparados y deambulan por las calles buscando comida. Los prisioneros de las cárceles son fusilados para no dejar rastro. Las primeras represalias no tardan en producirse.

El amanecer del 26 de enero de 1939 las tropas franquistas entran en la ciudad. El caos ideológico que reinaba a esas alturas queda patente en que desde el tanque que abre la marcha vaya saludando brazo en alto una alemana liberada de una prisión donde cumplía condena por trotskista. La línea de batalla se fija en la orilla del Llobregat, el río que envuelve la ciudad por su límite oeste, donde los franquistas detienen su avance a la espera de nuevas órdenes. Los comunistas llaman a la resistencia, a convertir su cauce en el Manzanares de Cataluña. Pero apenas hay respuesta. La ciudad está vacía, más de medio millón de personas han huido intentando evitar las represalias. Muchos lo han intentado por mar, pero la aviación franquista bombardea el puerto para evitar la salida de cualquier barco. Francia es el único destino posible.

Comienza un éxodo masivo, caótico. Tanto como para que el presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, recordara encontrarse al mismísimo ministro de Gobernación pistola en mano intentando regular a la desesperada el descontrolado tráfico de personas y vehículos que avanza por la carretera que conduce hacia la frontera. El invierno de 1938 está siendo crudo como pocos. La lluvia es constante, la nieve asoma con frecuencia. La antigua calzada se convierte en un lodazal cubierto por varios centímetros de agua, desbordado por la afluencia de caminantes, carromatos, motos, bicicletas y vehículos oficiales, cortejado por los equipos de artillería abandonados en las cunetas y por los animales, destrozados por el esfuerzo, que se pudren bajo el aguacero. De vez en cuando, la multitud se ve obligada a echarse a un lado para dejar paso a los camiones en los que viajan los cuadros del Museo del Prado, que la República intenta hacer llegar hasta Ginebra para ponerlos bajo custodia de la Sociedad de las Naciones. Los pueblos que jalonan la carretera no tienen habitación, cama ni metro cuadrado de sus aceras sin ocupar. La primera oleada de refugiados alcanza la frontera la medianoche del día 27. Es multitudinaria, pero se quedará en nada ante lo que estaba por llegar con las primeras luces del día. La muchedumbre se agolpa frente al control. El tránsito está además regulado por alguien a quien muchos conocen, José Ramos, director hasta hace poco de una de las principales prisiones catalanas y presidente de un tribunal revolucionario que ha asesinado a centenares de personas. Va a ser él quien decida quién cruza y quién no. Y la selección no se prevé limpia. Los rumores del avance implacable de las tropas franquistas son cada vez mayores y todo el mundo sabe que la supervivencia pasa por conseguir cruzar la frontera antes de su llegada. El Gobierno francés se muestra dubitativo ante la posición que debe tomar.

A las instancias parisinas llega la noticia de que solo a lo largo del día 28, pese a las dificultades que impone la policía de aduanas, más de quince mil personas han entrado en el país. Es el mayor éxodo de la historia de España. La cifra preocupa, pero no tanto como la convicción de que parte de esa riada la conforman soldados muy politizados, muchos de ellos armados. Su llegada a Francia aumenta la carga de dinamita sobre la que vive el frágil Gobierno de Daladier, acosado por el fascismo alemán e italiano. El debate político se resuelve por vía humanitaria y Francia decide aceptar a todo aquel que entregue las armas. Pero las cifras desbordan todas las previsiones. Entre la ingente multitud hay combatientes comunistas como André Marty o Heinrich Rau, intelectuales de fama internacional como Ludwig Renn o Antonio Machado, soldados cuya fama roza lo legendario como Mihály Salvaï, futuros partisanos como Giuliano Pajetta o figuras clave para la cultura europea del siglo XX como André Malraux. Pero sobre todo hay una masa anónima de combatientes republicanos, cuyos nombres no han pasado a la historia, compuesta por doscientos veinte mil soldados, sesenta mil civiles, ciento setenta mil mujeres y niños y diez mil heridos. Nadie sabe qué hacer con ellos.

Se improvisan varios campos de refugiados en los Pirineos. La premura con la que han tenido que organizarse hace que el término «campos» sea estricto: en ellos no hay nada, son meros espacios cercados por alambradas donde l

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