Mutaciones. Autobiografía intelectual

Roger Bartra

Fragmento

Mutaciones

1. La quinta dimensión

Escribir unas memorias me parece un trabajo fascinante porque me enfrenta a uno de los enigmas que más me han intrigado. La generación de ese flujo que llamamos conciencia y que adopta la forma de una identidad personal es un problema que muchos consideran irresoluble. Es un flujo que ocurre solamente una vez. Tanto filósofos como neurólogos, cuando abordan el tema de la conciencia, tienen que recurrir a sus experiencias subjetivas y para ello exploran los territorios de su memoria. A esta indagación sobre su conciencia pueden añadir los resultados de las investigaciones científicas, pero jamás podrán escapar de la subjetividad que define su yo. Al zambullirme en los recuerdos, desde la niñez y la juventud hasta la vejez, me parece descubrir algunos nudos que atan diversas facetas de mi conciencia y que acaso permitan entender, o por lo menos explorar, los misterios de la identidad individual. No estoy muy seguro de que estos nudos realmente expliquen algo, pero su examen ha sido para mí un juego divertido. Al escribir los resultados de esta introspección tengo la esperanza de que algunas peculiaridades de las épocas vividas se cuelen en mi texto y tiñan mis recuerdos con los colores del medio ambiente social y cultural en el que crecí. Es una esperanza sin duda vanidosa que sirve para estimular la definición de mi nebulosa identidad. Tal vez mi vida no refleja bien el entorno en el que crecí, pero los recuerdos me ayudan a entender el mundo que me ha rodeado (o al menos eso siento). Acaso el recuento de una vida distorsiona el contexto en que se desarrolló; a veces la biografía devora la historia.

Al meditar sobre los primeros años de mi vida me he encontrado con un nudo que ata tres hilos que parecen extenderse a lo largo de los años. También podría describirlos como tres flujos que se mezclan en el pozo profundo de mi conciencia. El primer hilo o flujo es una obsesión por la verdad que domina mis actitudes, a veces de manera estimulante y en ocasiones de forma esclavizadora. El segundo flujo es la permanente sensación de ser extranjero, de ser un extraño enclavado en una sociedad que me considera ajeno a ella. En tercer lugar, siento que me ha poseído una inclinación por la rebeldía que he tenido que controlar y domesticar para poder convivir con mis semejantes. Los tres hilos se anudan en mi conciencia y han provocado una permanente sensación de encierro, de estar preso de verdades dogmáticas, de estar en la cárcel de una identidad anómala y de estar poseído por una furia que debo mantener atrapada. El nudo que ata estas tres tensiones a veces se desata y me siento liberado e impulsado a una búsqueda de verdades frescas y renovadoras, incitado por una rebeldía creativa y estimulante sin estar atado a identidades fijas.

Desde luego, he descubierto otros nudos en mi conciencia. Tienen que ver con erotismos, miedos, placeres, odios, tentaciones, bellezas o repugnancias. Me parecen nudos demasiado indefinidos o indescifrables y no quiero ocuparme de ellos. En contraste, el nudo que he descrito muy someramente se liga a mi propósito lúdico de examinar mi historia intelectual, más que mis secretos emocionales. Estos secretos acaso son resortes que han impulsado mi vida intelectual, pero no dejaré que se escapen más que algunos leves reflejos de su presencia.

Al explorar el nudo de flujos que me parece que ha marcado los primeros años de mi vida, me gustaría comenzar con una referencia a algo que no recuerdo. Mi madre escribió en un libro de remembranzas que una vez, después de ver la primera película en tercera dimensión, le pregunté:

—Madre, la cuarta dimensión dices que es el tiempo, ¿no?

—Sí.

—¿No hay una quinta dimensión?

—Que yo sepa, no.

Meditó un momento y dijo:

—La quinta dimensión debe ser la verdad.

La verdad es que no me acuerdo de haber dicho eso, pero en mi memoria todavía revolotean algunas imágenes de las películas en tercera dimensión que vi de pequeño. Ello debió haber sido hacia 1955, cuando estudiaba la secundaria y me interesaban mucho la Física y la Astronomía. Pero lo que hoy me impresiona es que esa obsesión por la verdad ha tenido en mí repercusiones muy contradictorias. Ha sido al mismo tiempo un lastre y un estímulo para la reflexión. Fue un lastre cuando se apoderaron de mí verdades dogmáticas que me dificultaron la expresión libre de ideas. Pero el interés por desentrañar verdades no evidentes u ocultas espoleó mi trabajo de investigación y mis reflexiones antropológicas o sociológicas.

En aquella época yo tendría entre doce y quince años. Después de haber leído con entusiasmo novelas de Julio Verne y Emilio Salgari, decidí que mis lecturas debían centrarse en relatos de aventuras verídicas. Desarrollé una verdadera obsesión por leer libros de viajes, donde personajes audaces atravesaban el África desconocida en operaciones de cacería o de exploración por tierras no holladas antes por los europeos. Me apasionaron especialmente los relatos de náufragos que habían logrado sobrevivir en islas remotas. Había leído con pasión las aventuras de Robinson Crusoe y sabía que se había inspirado en el caso real de Alexander Selkirk, abandonado en una isla del sur del Pacífico donde logró sobrevivir algunos años. Yo trataba de leer relatos que describieran hechos verdaderos y aventuras verídicas, pues esa “quinta dimensión” agregaba una emoción adicional a mis experiencias de ávido niño lector. Por suerte, y gracias a la guía de mi padre, la idea fija de leer exclusivamente historias reales se fue diluyendo ante la poderosa atracción que ejercieron después en mí las grandes novelas realistas del siglo xix. Además, yo tenía (y tengo todavía) una veta romántica que me mantuvo leyendo las novelas de Jack London y de James Oliver Curwood, este último hoy muy olvidado, pero cuyos personajes envueltos en lances amorosos me cautivaban.

Quiero mencionar otro acontecimiento que tampoco recuerdo, pero que hoy me parece revelador de ese segundo flujo o hilo que se anuda en mi conciencia. Mi madre me contó que una vez, en 1950, al regresar a la ciudad de México después de vivir dos años en los Estados Unidos, cuando la acompañaba a hacer alguna gestión en una oficina en el Paseo de la Reforma, me puse a llorar desconsolado al contemplar las calles mexicanas: gritaba que quería regresar a los Estados Unidos y que no me gustaba México. Mi madre me regañó ásperamente y muy enojada me dijo que éste era mi país y que aquí había nacido. Yo tenía unos ocho años y durante mi estancia fuera de México había olvidado el español, pues en casa se hablaba el catalán y en el colegio o en la calle hablaba en inglés. Me imagino que, en aquel momento, ante el monumento al Ángel de la Independencia, que es donde ocurrió la escena, yo me sentía profundamente ajeno a mi entorno, me sentía como un extranjero. Tenía la impresión de ser una persona rara y extraña: rubio, hablante de catalán, ateo, tímido, con un nombre que sonaba extranjero. Sentía que me habían arrancado de una especie de paraíso original. Añoraba mi vida en Estados Unidos, adonde ha

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