Bolívar

Marie Arana

Fragmento

CAPÍTULO 1. EL CAMINO HACIA BOGOTÁ
CAPÍTULO 1 EL CAMINO HACIA BOGOTÁ

Nosotros, tan buenos como ustedes,

lo hacemos nuestro señor y amo.

Confiamos en usted para defender nuestros derechos

y libertades. Y si no: No.

—Ceremonia de coronación, España, c. 1550[1]

Lo oyeron antes de verlo, el ruido de los cascos golpeando la tierra regular como el latir de un corazón, urgente como una revolución. Cuando surgió del bosque veteado por el sol, apenas pudieron distinguir la figura en el magnífico caballo[2]. Era pequeño, delgado[3]. Una capa negra ondeaba sobre sus hombros.

Los rebeldes lo observaron con desasosiego. Los cuatro habían estado cabalgando hacia el norte, esperando cruzarse con un realista que huía en la otra dirección, alejándose de la batalla de Boyacá. Tres días antes, los españoles habían sido sorprendidos por un ataque relámpago de los revolucionarios —descalzos, con ojos desorbitados— que bajaron de los Andes como un enjambre. Los españoles huían, dispersándose por el paisaje como un rebaño de ciervos asustados.

“Aquí viene uno de esos perdedores malnacidos”[4], dijo el general rebelde. Hermógenes Maza era un veterano de las guerras de independencia de la América española. Los realistas lo habían capturado y torturado[5] y estaba sediento de venganza. Espoleó su caballo y siguió cabalgando. “¡Alto! —gritó—. ¿Quién anda allí?”[6].

El jinete siguió a pleno galope.

El general Maza alzó la lanza y bramó su advertencia una vez más. Pero el extraño simplemente avanzó, ignorándolo. Cuando se acercó lo suficiente para mostrar nítida e inequívocamente sus rasgos, se volvió fríamente y le lanzó una mirada al general rebelde. “¡Soy yo![7] —gritó el hombre—. No seas tan tonto, hijo de puta”.

El general quedó boquiabierto. Bajó su lanza y dejó pasar al jinete.

Y así fue como Simón Bolívar cabalgó hacia Santa Fe de Bogotá, capital del Nuevo Reino de Granada, en la sofocante tarde[8] del 10 de agosto de 1819. Había pasado treinta y seis días recorriendo las llanuras inundadas de Venezuela y seis días marchando sobre las vertiginosas nieves de los Andes. Para el momento en que alcanzó el gélido paso, a tres mil novecientos metros, llamado páramo de Pisba, sus hombres a duras penas estaban vivos, iban mal vestidos[9] y se daban palmadas para recuperar su deficiente circulación. Había perdido a un tercio[10] de ellos a causa de las heladas o el hambre, la mayor parte de sus armas debido al óxido y hasta el último caballo por la hipotermia. Aun así, a medida que él y sus desaliñadas tropas bajaban tambaleándose por los peñascos, deteniéndose en los pueblos del camino, había reunido suficientes nuevos reclutas y provisiones para obtener una victoria contundente que, con el tiempo, vincularía su nombre a los de Napoleón y Aníbal. A medida que las noticias de su triunfo se propagaban, las esperanzas de los rebeldes se aceleraron y los españoles sintieron una fría punzada de miedo.

La capital del virreinato fue la primera en reaccionar. Al enterarse del avance de Bolívar, los agentes de la Corona abandonaron sus casas[11], posesiones y negocios. Familias enteras huyeron con poco más que las ropas que llevaban puestas. Maza y sus compañeros escucharon las ensordecedoras detonaciones[12] cuando los soldados españoles destruyeron sus arsenales y huyeron hacia los cerros. Incluso el cruel y malhumorado virrey, Juan José de Sámano, disfrazado de humilde indígena con una ruana y un sombrero sucio, abandonó la ciudad presa del pánico. Sabía que la venganza de Bolívar sería rápida y severa. “¡Guerra a muerte!”, había sido la consigna del Libertador; después de una batalla había exigido la ejecución a sangre fría[13] de ochocientos españoles. Sámano entendió que él también había sido despiadado[14] al ordenar la tortura y exterminio de miles de hombres a nombre del trono español. Desde luego, las represalias seguirían. Los partidarios del rey salieron de Santa Fe, como se llamaba Bogotá en ese entonces, inundando los caminos que conducían al sur, vaciando a Santa Fe hasta que sus calles quedaron en un espantoso silencio y los únicos residentes que quedaban estaban del lado de la independencia. Cuando Bolívar supo esto, saltó sobre su caballo, ordenó a sus edecanes que lo siguieran y avanzó prácticamente solo[15] hacia el palacio virreinal.

Aunque Maza había combatido al lado del Libertador años atrás, ahora difícilmente reconocía al hombre que pasaba frente a él. Estaba demacrado, sin camisa[16], con el pecho desnudo bajo una harapienta chaqueta azul. Debajo de la gastada gorra de cuero, la cabellera era larga y gris. La piel estaba áspera por el viento y bronceada por el sol. Los pantalones, antes de un escarlata oscuro, se habían desteñido a rosa mate; la capa, que le servía de cama, estaba manchada por el tiempo y el barro.

Tenía treinta y seis años y, aunque la enfermedad que le quitaría la vida ya circulaba por sus venas, parecía animado y fuerte, lleno de una energía ilimitada. Mientras atravesaba Santa Fe y bajaba por la Calle Real, una anciana corrió hacia él. “¡Dios me lo bendiga, fantasma!”[17], dijo, percibiendo —a pesar del aspecto desaliñado del Libertador— su singular grandeza. Casa por casa otros se arriesgaron a salir, primero tímidamente y luego en una creciente masa humana que lo siguió hasta la plaza. Desmontó con un ágil movimiento[18] y subió los escalones del palacio.

A pesar de su menguado físico —un metro con sesenta y siete[19] y apenas 59 kilos—, el hombre poseía una innegable intensidad. Sus ojos eran de un negro penetrante y su mirada inquietaba. La frente era profundamente arrugada, los pómulos altos, los dientes uniformes y blancos; la sonrisa, sorprendente y radiante. Los retratos oficiales presentan a un hombre menos imponente: pecho magro, piernas increíblemente delgadas, manos tan pequeñas y hermosas como las de una mujer. Pero cuando Bolívar entraba a una habitación su poder era palpable. Cuando hablaba, su voz motivaba. Tenía un magnetismo que parecía empequeñecer a los hombres más recios.

Disfrutaba de la buena cocina, pero podía aguantar días, incluso semanas de hambre severa. Pasaba jornadas agotadoras a lomos de su caballo: su resistencia como jinete era legendaria. Incluso los llaneros, domadores de caballos de las recias llanuras venezolanas, lo llamaban con admiración “Culo de Hierro”. Como ellos, prefería pasar las noches en una hamaca o envuelto en su capa sobre el suelo desnudo. Pero se sentía igualmente cómodo en un salón de baile o en la ópera. Era un soberbio bailarín de conversación ingeniosa, un cultivado hombre de mundo que había leído mucho y podía citar a Rousseau en francés y a Julio César en latín. Viudo y con juramento de soltería, también era un mujeriego insaciable.

Cuando Bolívar subió las escaleras del palacio virreinal en el bochorn

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