Saludos y besos

Mirjam Pressler
Gerti Elias

Fragmento

cap-1

Prólogo

Sils Maria, Alta Engadina, Suiza. Un día de verano de 1935. Un hombre delgado y bien vestido sale del hotel Waldhaus tras reunirse con un directivo de la empresa Pomosin e informarle sobre los progresos de la delegación de Amsterdam. El hombre toma el camino que atraviesa el bosque y, al cabo de unos minutos de marcha rápida, llega a la villa Laret.

Al salir de entre los árboles la ve ante él: es más un palacete que una villa, en medio de un jardín arbolado, casi un parque. Las ventanas están tan limpias que brillan a la luz del sol.

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Villa Laret, Sils Maria. Archivo familiar Elias/Frank y archivo Anne Frank, Amsterdam.

El hombre recorre el amplio camino de grava, bien rastrillado. Sonríe al posar la vista en el balancín que cuelga entre dos árboles altos: es ancho, con respaldo, y tan grande que fácilmente se le podrían poner encima una mesa y un par de sillas. En ese instante, hay en él dos niños que saltan de un lado a otro, haciéndolo oscilar. Ríen y chillan mientras debajo, en la hierba, dos perros salchicha ladran excitados y brincan con empeño pero sin éxito para encaramarse. En alguno de esos vanos intentos, uno de los animales cae de espaldas y agita sus cortas patitas hasta darse la vuelta y empezar a saltar de nuevo. Cuando esto ocurre, los niños se parten de risa. El niño tiene unos diez años; la niña, seis.

—¡No alborotéis tanto! —les grita el hombre.

Ellos se detienen.

—Papá, ¿sabes qué ha dicho tía O esta mañana? —pregunta a gritos la niña.

Él se acerca, negando con la cabeza.

—Ayer le preguntó a su doncella, en francés, claro está, dónde estaba su manopla de baño, y luego le pidió a tía Leni que se lo tradujera al alemán. Waschlappe, le dijo la tía. Y esta mañana la tía O le ha preguntado a su doncella: «¿Dónde está mi Waschlapin?» ¿Te das cuenta, papá? Le ha preguntado dónde está su conejo[1] para el baño? ¿A que es divertido?

Él asiente.

—Sí, es muy gracioso. Pero no hagáis tanto ruido, que molestáis a los demás.

Los dos asienten. Luego vuelven a cogerse de las manos y prosiguen el juego, aunque el alboroto disminuye de forma imperceptible. Los niños son Buddy Elias y Anne Frank, su prima, y el hombre es Otto Frank, que está pasando las vacaciones con su hija menor en villa Laret.

En la terraza, sentados a varias mesas dispuestas con vajilla de porcelana, hay aproximadamente una docena de damas y caballeros. Ellas lucen sombreros de ala ancha y sombrilla. Los hombres, que a pesar del calor posiblemente no se atreven a quitarse la chaqueta, llevan sombreros de paja de verano. Con todo, allí, en medio del bosque, el calor es mucho más llevadero que en las laderas sin árboles.

Junto a la amplia puerta de doble batiente que da al salón, al lado del carrito de servicio, con tetera y jarra para el café y bandejas llenas de petit fours y pasteles, hay dos camareras ataviadas con pequeños delantales blancos y cofias de encaje asimismo blancas, dispuestas a acudir y servir de inmediato, a la menor señal de un huésped.

Otto Frank se aproxima. Cuando la señora de la casa lo ve y le indica que se acerque, él se quita el sombrero y se inclina ante ella.

Es Olga Spitzer, de soltera Wolfsohn, una prima francesa de Leni Elias y de Otto Frank que cada verano pasa algunas semanas en su villa de Sils Maria, una gran mansión de diecinueve habitaciones, en la que siempre tiene invitados. Por lo general, entre ellos están Leni y su madre, Alice Frank, ya que las relaciones familiares son muy estrechas. Este año, Otto ha ido allí también desde Amsterdam, con su hija Anne, pero sin su esposa, Edith, que ha ido a casa de su madre, en Aquisgrán, con Margot, su hija mayor.

Olga Spitzer le tiende la mano a su primo Otto y este se inclina sobre ella. Luego saluda a su madre, Alice, y a su hermana, Leni, con cariñosos besos en la mejilla antes de sentarse a la mesa con ellas.

—¿Ha ido bien la entrevista? —pregunta Leni.

Se dirige a él en francés. Sería una descortesía hablar en alemán cuando Olga Spitzer apenas sabe un par de palabras en ese idioma.

Otto Frank asiente.

—Sí, muy bien. Cuando la gente está de vacaciones, resulta más fácil hablar con ella. Ha aceptado todas mis propuestas.

Los niños, entretanto, se han acercado a curiosear, pero la conversación de los mayores no les interesa. Cada uno coge un dulce.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Buddy con la boca llena.

—Tengo una idea —contesta Anne y, arrastrando a su primo por la casa, atraviesan el salón y el vestíbulo, suben la amplia escalinata y entran en el dormitorio de su abuela Alice.

—Lo prometiste —le recuerda ella señalando el armario mientras Buddy niega con la cabeza con vehemencia. Anne insiste—: Dijiste que te atreverías.

Él se encoge de hombros. Sabe que es inútil resistirse. Cuando a Anne se le mete algo en la cabeza, es difícil quitárselo. A fin de cuentas, ha perdido la apuesta: ella se ha atrevido a encaramarse al árbol y coger un huevo del nido procurando que no se rompiera al bajarlo. Luego, a pesar de sus advertencias, ha vuelto a subir y ha dejado el huevo en el nido.

—Adelante —dice Anne, sentándose sobre sus piernas en la butaca.

Buddy se frota las manos pegajosas en los pantalones, abre el armario con cautela y coge un vestido negro; la abuela Alice solo viste ropa oscura, aunque este lleva un adorno de encaje blanco. Se lo pone encima de la camisa y los pantalones, saca un fular, se lo enrolla en torno a la cintura y luego se mete dos cojines pequeños del sofá por el escote de encaje. Anne ríe encantada. Él se mira en el gran espejo que hay junto al armario. El juego empieza a resultarle divertido.

De una caja especial, saca un sombrero con un ramillete de flores, se lo coloca en la cabeza y se ajusta el velo hasta que le queda elegantemente colgado ante un ojo. Los zapatos de tacón le vienen demasiado grandes y los rellena con pañuelos; a continuación, se pasea ufano ante Anne que, divertida, suelta tales carcajadas que llama la atención de una camarera. La muchacha, que también es muy joven, aplaude encantada. Buddy, animado por el efecto que provoca, se deja llevar y gesticula cada vez más, frunciendo los labios con un gesto distinguido, extendiendo el dedo meñique y llevándose una taza imaginaria a la boca; luego se la limpia con una servilleta también imaginaria. Después extiende la mano hacia Anne con la misma elegancia con que antes Olga Spitzer lo ha hecho con Otto Frank, y su prima le estampa un sonoro beso en ella.

—Vamos, baja y enséñalo a todos —le pide.

Pero eso es demasiado para Buddy. No se atreve a hacer algo así, no en una casa como aquella. Si estuvieran en la suya, en Basilea, le habría faltado tiempo. Se quita la ropa, y la camarera vuelve a guardarlo todo en el armario. Se lleva consigo los pañuelos que el niño se ha metido en los zapatos, para lavarlos y plancharlos.

—Y ahora ¿qué hacemos? —pregunta Buddy.

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