Isabel II

Isabel Burdiel

Fragmento

Introducción: El reinado isabelino y el pecado original de la monarquía española

INTRODUCCIÓN

EL REINADO ISABELINO Y EL PECADO ORIGINAL DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA

El sábado 9 de abril de 1904, en el Palacio de Castilla de la avenida Kléber de París, murió la reina Isabel II de España. Durante los días posteriores a su muerte, los periódicos de la capital francesa publicaron semblanzas, mejor o peor informadas, de la ajetreada vida y la «desgraciada existencia» de la abuela del joven monarca de los españoles. Las pálidas críticas a su reinado, apuntadas tímidamente por algunos comentaristas, retrocedían ante un tono general de nostalgia y de compasión póstuma por aquella reina extranjera y pintoresca que algunos parisinos recordaban vagamente que vivía entre ellos desde hacía treinta y cinco años.

En manos de aquellos cronistas de ocasión, que se asomaban desde las luces del recién inaugurado siglo XX al oscuro pasado español, la historia de la vieja dama de la avenida Kléber sonaba lejana y exótica, ligeramente disparatada y bárbara. Heredera de un trono violentamente disputado cuando sólo tenía tres años, reina a los trece, casada a los dieciséis, siempre había sido demasiado joven para hacerse cargo de la dirección de un país recién salido «de las garras de la Inquisición» y sin preparación «para ingresar en el club de las naciones civilizadas y liberales».

Los periodistas franceses hablaban de «una cuna mecida por las balas» de una guerra civil que asombró al mundo por su crueldad; de un trono rodeado de intrigas y de partidos enfrentados «hasta la muerte»; de la pésima educación de doña Isabel en una Corte oscurantista plagada de cortesanos aduladores y viciosos, de curas reaccionarios y monjas milagreras. Cuando la Francia de la III República (y quizás también la España del joven Alfonso XIII) parecía a salvo de los vicios que habían aquejado aquella época lejana y oscura, los errores de la reina parecían inevitables y no podían menos que ser exculpados.

Todos los tópicos y las verdades acerca de la España decimonónica encontraron camino en los periódicos: la intransigencia religiosa, la falta de educación de un pueblo embrutecido, la ambición de sus generales y de sus políticos, el cainismo español, los pronunciamientos, las cuarteladas y las revoluciones. Le Figaro escribió: «La sabíamos víctima de sus malos consejeros más que de sus propios errores y ha habido siempre una cierta injusticia en hacerla culpable de lo que no era más que una consecuencia de la organización política de aquel país». Le Constitutionnel, dando ejemplo a los demás, la describía finalmente como «una gran dama que fue 35 años huésped de París […] esposa ultrajada, madre dolorosa», etcétera[1].

Todos los periódicos recogieron también las muestras de condolencia del gobierno republicano y de la alta sociedad parisina que, aunque no le hizo mucho caso en vida, visitó con esnobismo y curiosidad mal disimulados la capilla ardiente instalada durante casi seis días en el salón principal del Palacio de Castilla. Un salón repleto de una oscura representación de Borbones destronados, exiliados en París como Isabel II y procedentes de las diversas casas europeas que habían ido pereciendo a lo largo del siglo XIX. Los muchos curiosos que se acercaron a la avenida Kléber —o al menos los reporteros que pusieron por escrito sus impresiones— parece que disfrutaron del espectáculo del duelo de una vieja y exótica monarquía cuyo recuerdo moría con aquella anciana reina española.

A salvo ya de cualquier tentación legitimista, el gobierno de la III República colaboró en que las exequias fueran imponentes. El cortejo fúnebre recorrió la avenida de los Campos Elíseos, la plaza de la Concordia, las Tullerías y el puente de Solferino, antes de desembocar en la estación del Quai d'Orsay. Allí rindieron honores representantes de cuatro regimientos de Infantería y una batería de Artillería. Sólo las personas provistas de carnés de la embajada pudieron acceder a la estación, donde miembros destacados del cuerpo diplomático y del Gobierno volvieron a desfilar ante el ataúd. El servicio de honor fue atendido por la guardia de París en grande tenue. Un tren especial, con lujosos crespones negros, partió a las siete de la tarde en dirección a la frontera española. Todo fue perfecto. Tan sólo se echó en falta que su nieto, el rey de España, hubiese ido a recoger el cadáver. Los más desinformados, entre ellos varios periodistas, lo confundieron con el infante don Carlos de Borbón, enviado a París en representación de Alfonso XIII[2].

Los más enterados sabían que, para el rey español, visitar a su abuela había sido siempre algo incómodo. El año anterior, sin ir más lejos, doña Isabel le había puesto en un aprieto al presentarse en San Sebastián acompañada de un individuo con quien se decía que mantenía relaciones demasiado familiares y que había sido «separado del ejército austriaco por motivos deplorables»[3]. Esa misma incomodidad había llevado a Alfonso XIII, pocos meses antes de la muerte de su abuela, a eludir una visita al Palacio de Castilla en su camino hacia Viena. Ese último encuentro, esperanzadamente filtrado a la prensa de París por la propia Isabel II, no llegó nunca a producirse. La reina no ocultó a sus íntimos la decepción por aquel desaire pero, de nuevo, filtró a la prensa que esperaba ver a su nieto muy pronto[4]. Meses después, en abril de 1904, cuando don Alfonso buscaba asentar la popularidad de la monarquía realizando un comprometido viaje por una Cataluña crecientemente republicana y nacionalista, el cadáver de quien había dilapidado su prestigio hasta poner en peligro el futuro de todos los Borbones en España seguía siendo potencialmente peligroso. Tanto como para que el rey decidiese no suspender su viaje catalán[5].

Casi medio siglo atrás —poco antes de que la destronaran y de que, a la también temprana edad de treinta y ocho años, iniciase el largo exilio parisino— su primo hermano, cuñado y antiguo aspirante a su mano, el infante Enrique de Borbón, había resumido así el despilfarro del capital político y simbólico de la monarquía española llevado a cabo por Isabel II durante su reinado:

Os habéis despojado de vuestra inviolabilidad por falta de respeto propio como mujer y de nobles sentimientos como reina; os habéis despojado de vuestra autoridad al colocaros fuera de los principios de vuestro pueblo liberal […]. Nacisteis para representar con turbante en la cabeza, la corte de los serrallos, y no un pueblo europeo y constitucional […] ¿quién sino vuestro cetro ha reducido a esqueleto la monarquía más sólida y venerada?[6]

Con todo, treinta y cinco años eran muchos años. A pesar de los nubarrones que temían los políticos de la Restauración, la recién inaugurada monarquía de Alfonso XIII parecía tener poco que ver con aquel «obstáculo tradicional» para el desarrollo del liberalismo en España que se consideró necesario barrer

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