Rey del mundo

David Remnick

Fragmento

Prólogo: en Michigan

Prólogo

EN MICHIGAN

Cassius Clay subió al ring de Miami Beach luciendo un batín de color blanco con el rótulo «The Lip» (el insolente, el bocazas) cosido a la espalda. Volvía a ser hermoso. Rápido, resplandeciente, veintidós años. Pero, por primera y última vez en su vida, tenía miedo. El ring estaba abarrotado de figuras pasadas, presentes y futuras, de lacayos y de perros pachones. Clay fingió no verlos. Se puso a dar saltos de puntillas, al principio sin ningún entusiasmo, como si estuviera participando en un concurso de baile y faltaran diez minutos para las doce de la noche, pero luego fue cogiendo velocidad y tomando gusto en ello. Transcurridos unos minutos, Sonny Liston, campeón del mundo de los pesos pesados, pasó entre las cuerdas para poner los pies en la lona, con cuidado y delicadeza, como quien se sube a una canoa. Llevaba una batín con capucha. No se le veía preocupación alguna en la mirada; sus ojos eran los de una persona sin vida ni expresión, una persona que nunca ha recibido un favor de nadie, que nunca ha hecho un favor a nadie. No parecía muy probable que el primer beneficiario fuera a ser Cassius Clay.

Casi todos los cronistas deportivos que había en el Miami Convention Hall daban por supuesto que Clay iba a terminar la velada en el suelo. Robert Lipsyte, joven especialista en boxeo de The New York Times, había recibido instrucciones del jefe de redacción en el sentido de que averiguara cuál era el camino más corto entre el recinto deportivo y el hospital, para no perderse cuando trasladaran a Clay. Las apuestas estaban 7 a 1 en contra de Clay, y resultaba casi imposible encontrar a nadie que las aceptara. En la mañana misma del combate, el New York Post publicó una columna de Jackie Gleason —el cómico de televisión más popular de los Estados Unidos— donde podía leerse: «Mi pronóstico es que Sonny Liston ganará a los dieciocho segundos del primer asalto, y en este cálculo incluyo los tres segundos que Bocazas ponga por su cuenta.» El propio grupo financiero que apoyaba a Clay, el Grupo Patrocinador de Louisville, esperaba la catástrofe: su abogado, Gordon Davidson, mantenía estrechas negociaciones con Sonny Liston, ante el temor de que aquella fuera la última noche en que Cassius Clay pisara un ring de boxeo. Lo más que esperaba Davidson era que el joven saliese «con vida y sin daño» del envite.

Era la noche del 25 de febrero de 1964. Malcom X, mentor de Clay e invitado suyo en esta ocasión, ocupaba la butaca número 7 de la primera fila. Allí estaban, también, Jackie Gleason y Sammy Davis, además de unos cuantos mafiosos de Las Vegas, Chicago y Nueva York. Un nubarrón de humo de puro se desplazaba lentamente bajo los focos centrales. Cassius, golpeando con sus puños la neblina gris, esperaba el toque de campana.

—¿Ves eso? ¿Me estás viendo?

Muhammad Ali, sentado en un sillón de excesivos cojines, se miraba en la pantalla del televisor. La voz le salía en un susurro, como atragantándose, y le temblaba el índice con que señalaba la joven imagen de sí mismo, su propio yo preservado en cinta magnética: veintidós años de edad, calentando en su rincón, con las manos, enguantadas, colgándole a ambos costados. Ali vive en una finca del sur de Michigan. Siempre se ha dicho que la casa perteneció a Al Capone en los años veinte. Drew «Bundini» Brown, uno de los mejores amigos de Ali, y preparador suyo, registró una vez la finca, esperando descubrir algún tesoro allí enterrado por Capone. En 1987, Bundini vivía en un motel barato de la Olympia Avenue, en Los Ángeles, y se cayó por las escaleras. Una de las doncellas lo encontró en el suelo, paralizado. Murió tres semanas más tarde.

Ahora volvía a susurrar Ali:

—¿Lo ves? ¿Me estás viendo?

Y sí, ahí estaba, rodeado por su entrenador, Angelo Dundee y el recién mencionado Bundini, muy joven, carirredondo, musitando consejos magistrales al oído de Ali: «¡No pares en toda la noche! ¡No pares en toda la noche! ¡Revolotea como una mariposa y pica como una avispa! ¡Zumba que te zumba, muchacho!»

—Fue la única vez que pasé miedo en el ring —me dijo Ali—. Sonny Liston. La primera vez. Primer asalto. Me dijo que me mataría.

Ali estaba ahora muy pesado. Con el típico desprecio de los deportistas ante el ejercicio, estaba comiendo mucho más de lo que le convenía. Ya tenía la barba gris, y el pelo también iba encaneciéndole. En lo que a mí respecta, me había acercado a Michigan para encontrarme con él, porque pensaba escribir un libro sobre el modo en que aquel hombre se había inventado a sí mismo en los primeros sesenta, el modo en que un muchacho de las calles de Louisville había logrado convertirse en el más electrizante de los personajes norteamericanos, patrón y reflejo de su época. Cuando Cassius Clay llegó al ámbito del boxeo profesional lo que se esperaba de un púgil negro era que no hiriese nunca la sensibilidad de los blancos y que se comportase como era debido, es decir como un guerrero noble y deferente, en un mundo de «juglares» del sur e hipócritas del norte. En su condición de deportista profesional, se le suponía obligado a mantenerse por encima de las revueltas políticas y raciales que lo rodeaban: las sentadas estudiantiles de Nashville en 1960 (el año en que él obtuvo una medalla de oro en Roma), las Marchas de la Libertad, la marcha sobre Washington, las protestas estudiantiles de Albany, Georgia y la Universidad de Mississippi (mientras él iba subiendo por el escalafón de los pesos pesados). Clay, en cambio, no se limitó a reaccionar ante la agitación, sino que lo hizo de tal manera que logró irritar a todo el mundo, desde los racistas blancos a los dirigentes de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color. Cambió de religión y de nombre, se declaró libre de toda atadura y toda expectativa. Cassius Clay se convirtió en Muhammad Ali. Ahora, apenas hay norteamericano que no piense en Ali con un cariño un poco difuso —lo más paradójico del caso es que él, un guerrero, haya acabado erigido en símbolo del amor—, pero esta transformación de la mentalidad popular se produjo mucho después del periodo en que Ali se creó a sí mismo, en los primeros sesenta, mucho después, por tanto, del periodo que en este libro vamos a cubrir.

Aquella tarde, Ali y yo estuvimos hablando de los tres pesos pesados más importantes de aquella época —es decir: Floyd Patterson, Sonny Liston y el propio Clay— y del extraño modo en que, como por designio de alguna fuerza superior, los tres fueron poniendo hitos en los cambios políticos y raciales, mientras luchaban entre sí por la corona de su categoría. En los primeros años sesenta, Patterson se quedó con el papel de Negro Bueno, un hombre muy tratable y al mismo tiempo muy temible, paladín de los derechos civiles, de la integración y de la moral cristiana, mas no por ello carente de tacto. Liston —veterano de la cárcel antes de llegar al ring— aceptó el papel de Negro Malo

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