El arte de la Rivalidad

Sebastian Smee

Fragmento

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adorno

INTRODUCCIÓN

 

 

 

En el año 2013, durante un viaje a Japón, tomé el tren de alta velocidad que cubre el trayecto entre Fukuoaka y Kitakyushu para contemplar una pintura de Edgar Degas. A menudo, cuando uno emprende un largo viaje para ver determinadas obras de arte, se albergan grandes esperanzas que terminan resultando poco realistas. Uno se embarca en el viaje con la devoción y la ilusión de un peregrino y, cuando llega al lugar de destino y se produce ese encuentro tanto tiempo anhelado, se siente obligado a provocar un cierto nivel de entusiasmo que justifique toda la preparación mental previa, el tiempo, el desembolso económico: eso o darse de bruces con la decepción.

Durante ese viaje a Japón, sin embargo, no me sucedió ni lo uno ni lo otro. El cuadro por el que había realizado el viaje era un retrato doble [lámina 6] de un amigo de Degas, el pintor Édouard Manet, y de la esposa de este, Suzanne. En él Manet aparece vestido elegantemente, con barba, recostado sobre un sofá, con expresión ausente y, por la postura, su cuerpo está entre sentado y tumbado. Enfrente de él, se encuentra Suzanne sentada ante un piano.

Se trata de un cuadro pequeño —se podría sostener entre las manos sin necesidad de separar los brazos— y la pintura resulta muy fresca, tanto que parece haber sido pintado ayer. No hay en él retórica ni grandilocuencia. Por el contario, produce una sensación de desapego o incluso de desinterés: felizmente libre de engaños y de falsos sentimientos.

Por todas estas razones —y a pesar del fervor de mi peregrinación—, el cuadro no dejaba lugar a la decepción. No obstante, tampoco provocó la necesidad de recurrir al exceso emocional. Contemplándolo, quedé, en cambio, absorto por su peculiar frialdad.

Por lo que yo sabía, Degas y Manet habían mantenido una estrecha relación, pero en el cuadro hay una especie de suspensión de lo emocional que, a su vez, aviva una incertidumbre que no termina de resolverse: no se puede determinar si, en el cuadro, Manet se encuentra experimentando el abatimiento del sopor, una especie de letargo que le embarga completamente, mientras, sentado, escucha a su esposa —a la sazón una experta pianista—; o si, en cambio, se encuentra disfrutando del gozo del ensueño, de una indolencia tan dulce y plena que le aísla de todo aquello que pueda alterar su placentera deriva mental…

El matrimonio Manet posó para este cuadro durante el invierno de 1868-1869. Había pasado solamente un lustro desde que Édouard Manet pintara Almuerzo sobre la hierba y Olympia, esas indecorosas provocaciones que habían horrorizado a los críticos y que habían provocado aullidos y expresiones de burla entre el público. (Ahora son, sin duda alguna, las dos obras más célebres de su época). Después de ellas, Manet mantuvo un sorprendente flujo creativo que duró varios años, pero la crispada recepción dispensada a sus cuadros no amainó. Su mala reputación no cesaba de ir en aumento.

¿Qué precio había pagado por ello? ¿Estaba Degas, en 1868, pintando a un hombre al que sus hercúleos trabajos habían dejado exhausto y abatido por el rechazo? ¿O acaso albergaba una intención más sutil y hermética?

 

 

Una vez llegados a este punto, se hace necesario indicar que la auténtica razón de mi viaje a Japón no era ver la obra que había pintado Degas, sino lo que queda sin restaurar de ella. Poco después de que fuera pintado, una parte del cuadro fue cortada con un cuchillo. Este seccionó precisamente el rostro y el cuerpo de Suzanne.

No resultó ser el acto enloquecido de un visitante de museo disconforme: de ese tipo de gente que, de cuando en cuando, arroja ácido sobre un Rembrandt o se planta con un mazo delante de un Miguel Ángel. Fue el propio Manet, y es aquí donde surge la consternación, ya que todo el mundo —quienes lo conocían— adoraba a Manet. Era encantador, agradable y muy modesto: el más caballeroso y afable de los hombres. Siempre ha resultado incomprensible por qué habría hecho eso, en una época en la que, en apariencia, él y Degas eran amigos: lo suficientemente amigos como para colaborar en un retrato que refleja tanta intimidad. La explicación que se suele dar —que Manet se opuso al hecho de que Degas pintara a Suzanne de manera tan poco favorecedora— suena, hasta cierto punto, plausible. Sin embargo tiene algo de desproporcionada. Además, no resulta tan fácil seccionar un cuadro con un cuchillo. Debió de haber sucedido, seguramente, algo más.

No viajé hasta Japón para resolver el misterio, sino solo para verlo de cerca. Ese es el magnetismo de los misterios. Ahora bien, por supuesto, no siempre atraen hacia sí pruebas: muy a menudo, dan lugar a ulteriores enigmas, cuestiones más complejas y sospechas más insólitas.

 

 

Como no podía ser de otro modo, el incidente del cuchillo provocó una riña entre Manet y Degas. Al poco se reconciliaron: «No se puede estar enemistado con Manet durante mucho tiempo», se cuenta que dijo Degas. No obstante, las cosas nunca volvieron a ser iguales entre ellos. Una década después, Manet murió.

Cuando Degas murió treinta años más tarde —hecho un anciano solitario y cascarrabias—, estaba rodeado de una colección de obras entre las que se encontraba no solo el cuadro rajado —que había recuperado de manos de su amigo para intentar repararlo—, sino también tres retratos a lápiz que le había hecho a Manet y, además, un tesoro consistente en más de ochenta obras de Manet. ¿No era esto prueba de que Degas había conservado una fascinación especial, acaso sentimental, por Manet, incluso tiempo después de la muerte de este? En ese caso, ¿qué significaba dicho episodio?

 

 

En la historia del arte, creo, se han dado casos de amistades íntimas que no se han contado en los libros. Este libro pretende dar cuenta de ellas.

Se titula El arte de la rivalidad, pero la idea de esta que presenta no es el cliché masculino de los enemigos jurados: competidores acerbos que se guardan tercos rencores mientras resuelven a puñetazos quién es artística y terrenalmente superior. Es, en cambio, un libro sobre el hecho de ceder ante el otro, sobre la intimidad y la apertura a la influencia. También versa sobre la vulnerabilidad. Por qué estos estados de vulnerabilidad se concentran a comienzos de la carrera de un artista y cómo duran un periodo de tiempo limitado —y nunca van más allá de un determinado punto— es, en buena medida, el verdadero tema sobre el que trata este libro. Este tipo de relaciones son, esencialmente, inestables. Están cargadas de una psicodinámica resbaladiza y resultan difíciles de contar con cierto

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