La vida de María

Rodrigo Alvarez

Fragmento

Título

Introducción

Imagine. Piense en lo que sucedería si una noche de invierno un viajero decidiera pasear por los bosques santos y atravesara los caminos pedregosos que llevan al segundo piso de la casita donde, por lo que sabemos, la presencia de María fue registrada por última vez. ¿Qué encontraría? ¿Vestigios? ¿Recuerdos? El viajero imaginario (o real) no vería ninguna señal del paso de la madre de Jesús por el lugar que ahora llaman el Cenáculo. “¡Claro! —diría alguien a su lado—, ya pasaron casi dos mil años.” Pero tal vez, grabada en una piedra, habría alguna inscripción, como la que fue encontrada recientemente, que confirmaba la existencia del rey David. Tal vez el viajero encontrara un trozo de cerámica donde pudieran ser leídas las primeras letras del nombre Mariam, en arameo o en griego, o incluso Miriam, en hebreo, pues las tres lenguas convivían en aquel tiempo. Quién sabe si un cristiano preocupado hubiera decidido enterrar un papiro debajo del suelo de la casa, y el papiro nos revelara el día exacto del nacimiento de María. Aún más: tal vez el papiro nos pudiera contar cuáles fueron los pensamientos de esa mujer tan importante en momentos inolvidables, como el anuncio del inesperado embarazo, la fuga apresurada a Egipto o el día de la muerte de su hijo.

Posiblemente desanimado por la falta de vestigios, el viajero imaginario (o real) pensaría en salir de la antigua Jerusalén por la Puerta de los Leones, descender al valle seco que existe cerca de ahí y buscar recuerdos de María a los pies de uno de los olivos de troncos robustos, donde muy probablemente ella estuvo con Jesús, preocupada por los actos desafiantes de su hijo al poder de los sacerdotes judíos y de Roma, sin saber cómo terminaría todo aquello; sin saber que, muy cerca de ahí, decidirían construir una tumba donde su cuerpo muerto quizás nunca descansara, pues desde los tiempos en que Juvenal fue el patriarca de la Ciudad Santa se sabe que sus restos mortales no están ahí.

A lo largo del camino tal vez surgirá un religioso diciendo que María no murió como nosotros morimos y que, por ser casi divina (quizás evite la palabra divina), fue ascendida a los cielos. Pero eso, como mucho de lo que se dice sobre María, fue escrito tardíamente y sería improbable que el viajero lo entendiera como un testimonio. Pues incluso los cristianos —muchos, en realidad— dudan de las afirmaciones tardías sobre María sin que, por ser llamados protestantes, sean menos cristianos.

Las descripciones que permitirían a nuestro viajero llegar a la casa donde María pasó la infancia, y saber dónde jugaba, tampoco aparecen en el libro sagrado que une a católicos, ortodoxos, luteranos, presbiterianos, anglicanos y todos los otros que forman parte de lo que llamamos cristianismo. El hecho es que llegaron las lluvias y el polvo del desierto descendió y casi no se encontraron pistas de aquella mujer judía que, sin saberlo, cambió la historia; la mujer a la que seguimos buscando.

Pero no todo está perdido.

Una inscripción en la piedra, encontrada el siglo pasado por el fraile franciscano Bellarmino Bagatti, lleva a nuestro viajero de prisa a Nazaret, la pequeña ciudad que no tenía mucho más que veinte familias en el siglo primero, excavada en la pendiente de una montaña, no muy lejos de un lago tan grande que fue llamado mar: el Mar de Galilea. Ahí el viajero se sentirá en suelo más firme al encontrar la que es probablemente la referencia arqueológica más antigua al nombre de María; hasta donde se sabe, el único mensaje de esa época que viajó intacto hasta nuestro tiempo (pues sabemos que los Evangelios no nos llegaron intactos). Ahí, si tuviera la suerte de conversar con el fraile italiano-brasileño Bruno Varriano, guardián del santuario, sería informado de que algunas décadas después de la muerte de Jesús, en las paredes de la casa donde los católicos rezan creyendo que es la casa de los padres de María, un viajero muy antiguo dejó las inscripciones Χαίρε Μαρία, que en griego significan “Alégrate, María”, palabras que las escrituras afirman fueron pronunciadas por el ángel Gabriel en aquella misma montaña de Nazaret.

No llega a constituir una pista firme. Alguien dirá que es un vestigio posterior a la vida de María. Pero no debería causarnos asombro el hecho de que el viajero llegara a la conclusión de que, incluso siendo tan admirados los hechos del hijo de María, los hombres de su tiempo no hubieran preguntado dónde nació ella, cuáles eran los nombres de sus padres o cómo fue su infancia. Pues que se perdone la objetividad; no hay pruebas que nos permitan afirmar que los padres de María realmente se llamaran Ana y Joaquín. Ciertamente hubo quien le hizo a ella esas preguntas tan importantes, pero no eran escritores y no se preocuparon por registrar detalles que serían en extremo relevantes para las futuras generaciones, que la llamarían Nuestra Señora, Madre, Virgen Santísima, Santa María, Mi Madrecita e incluso Bienaventurada, pues, como ella misma habría dicho al ángel, Dios hizo grandes cosas a su favor.1

Ahora, refugiado a la sombra, lejos del calor del desierto, en la silla dura de una biblioteca pública, el viajero descubrirá que el primero en escribir sobre María fue Pablo, el apóstol que muy probablemente no la conoció en vida y que se refirió a ella como la “mujer” que dio a luz al hijo de Dios. Y es probable que eso sucediera en los años 50 (después de la muerte de Jesús), pues se calcula que fue en esa época cuando Pablo, primero verdugo y más tarde santo, escribió brevemente sobre María en su carta a los Gálatas.2

Fue preciso esperar una o dos décadas más para que el autor del Evangelio de Marcos, allá por el año 70, resolviera que era hora de hablar otra vez de María. Primero sin nombrarla, una situación que puede haber sido constrictiva, cuando alguien anuncia que María, preocupada en apariencia, busca a Jesús en medio de la multitud y él responde en tono de discurso que su madre y sus hermanos son aquellos que lo siguen. Si el viajero cerrara los ojos y, en el silencio de la biblioteca, volviera en el tiempo, imaginaría el nombre de María siendo escrito por primera vez en un pergamino sagrado por el autor del Evangelio de Marcos, cuando relata un episodio en el que los judíos de la sinagoga quieren despreciar al predicador que les habla. “¿No es él el carpintero, hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón?”, son las palabras que aparecen en la versión que, después de muchas copias y posibles alteraciones, llegó hasta nosotros.

Los evangelistas no eran biógrafos, pero, como descubrirá el viajero al hojear las escrituras, se volvieron más detallistas con el paso de los años. Y el nombre de María comenzó a ser tratado con más importancia y afecto. El Evangelio de Mateo, el segundo en orden cronológico, cuenta la tensión que vivió María durante el embarazo, cuando se le apareció el ángel, cuando su prometido José se extrañó de aquella situación improbable y “decidió repudiarla en secreto”.3 Finalmente, el Evangeli

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