La corresponsal

Cristina De Stefano

Fragmento

Indice

Índice

Portadilla

Índice

1. Una familia en la que nadie sonríe

2. Una niña experta en frío y miedo

3. Una casa llena de libros

4. Una niña en la redacción

5. La pluma de Oriana

6. El descubrimiento de América

7. Primer amor

8. La vuelta al mundo

9. La venganza de Penélope

10. La conquista de la Luna

11. Miss Root Beer

12. Saigón y así sea

13. Mochila y casco

14. Un hombre parco en palabras

15. Entrevistas con la historia

16. Un héroe

17. Los niños que nunca nacieron

18. El desierto de Arabia

19. El regreso

20. Inshallah

21. El arcón de Ildebranda

22. El gran silencio

23. La rabia y el orgullo

Álbum de fotografías

Fuentes y agradecimientos

Libros de Oriana Fallaci

Libros sobre Oriana Fallaci

Índice onomástico

Notas de la traducción

Sobre la autora

Créditos

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No tendrás mucho tiempo para comprender y hacer las cosas. El tiempo que nos dan, esa cosa que llaman vida, dura demasiado poco. De manera que es necesario que todo suceda muy deprisa.

 

El avión sobrevuela el océano sumergido en la oscuridad. De repente, las ventanillas se llenan de luz. «Mira, Oriana, la aurora boreal», susurra su sobrino. Ella no responde. Está adormecida, aturdida por la debilidad. Sentada en uno de los sillones reclinables, tapada con su abrigo de piel. Tiene frío, pese a que el verano aún no ha concluido. Es el 4 de septiembre de 2006 y Oriana Fallaci está regresando a Florencia.

El tumor se encuentra ya en fase terminal. En los vuelos de línea que salen de Nueva York no han querido aceptarla en esas condiciones, de forma que han tenido que recurrir a un avión privado. Hace semanas que solo se alimenta con agua y azúcar, apenas pesa ya treinta kilos. Aunque, a decir verdad, nunca ha pesado mucho más. Cuarenta y dos kilos en un metro y cincuenta y seis de estatura. De hecho, bromeaba con frecuencia sobre ello: «Cuando me conoce, la gente se sorprende de que sea tan menuda. Y yo les digo abriendo los brazos: “¡Esto es todo!”».

Ha sido ella la que ha querido viajar a casa. Pese a que vive en Nueva York desde hace más de cincuenta años, desea que todo termine donde se inició. La cabina está en penumbra, para que sus ojos enfermos no padezcan. A su lado hay dos doctoras, listas para intervenir en caso de emergencia. En realidad, no se mueve de su asiento durante todo el viaje, permanece hecha un ovillo, inmersa en sus recuerdos. Florencia sale a su encuentro poco a poco para devolverle el pasado.

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Una familia en la que nadie sonríe

«No sé cómo se conocieron mis padres. El único indicio que me ayuda a descifrar el misterio de mi nacimiento es una frase de mi madre: “Todo por culpa de ese sombrero lleno de cerezas”». Este era el detalle que más le gustaba de las numerosas leyendas familiares que había escuchado cuando era niña: un sombrero de color rojo intenso, llevado como una bandera, que años más tarde, pasando de la cabeza de su madre a la de una antepasada, dio título a su novela póstuma, Un sombrero lleno de cerezas. Eso es todo lo que sabemos. Solo nos queda intentar imaginar lo que ocurrió.

 

Debió de suceder un día, a finales del verano de 1928, en una calle de Florencia, uno de esos días de sol, aún calurosos, que invitaban a salir a la calle. Edoardo Fallaci tenía veinticuatro años y poco dinero en el bolsillo. Trabajaba como artesano tallador y vivía con sus padres. Soñaba con emigrar a Argentina para buscar fortuna. No era muy alto, pero tenía una bonita cara cuadrada y unos ojos azules e impertinentes. Tosca Cantini contaba veintidós años. Hija de un escultor anarquista y huérfana de madre, había empezado a trabajar cuando aún era una niña con dos modistas que se encariñaron con ella y la criaron como a una señorita. Incluso le encontraron una clienta que quería llevarla consigo a París como dama de compañía. Pero ese día de septiembre Tosca decidió ponerse un llamativo sombrero adornado con frutos rojos que resaltaba su cara armoniosa, de pómulos pronunciados. «¡Qué bonitas cerezas!», dijo el galante Edoardo. Oriana fue concebida poco tiempo después, durante una excursión al monte Morello.

 

«Mi madre contaba siempre que, cuando estaba embarazada de mí, no me quería. Y dado que por aquel entonces bebían sal inglesa para abortar, ella la tomó todas las noches hasta el cuarto mes de embarazo. Pero una noche, mientras se llevaba el vaso a la boca, me revolví en su vientre. Como si quisiera decirle: “¡Quiero nacer!”. Y entonces, ¡zas!, echó la sal inglesa en el jarrón de flores. “Y así fue como naciste”, decía». En realidad, Tosca soñaba con otra vida. Quería ver mundo, frecuentar artistas. Tenía muchos amigos en la bohemia de Florencia, empezando por el pintor Ottone Rosai, que la cortejaba: «Decía que era un “hombretón muy guapo”. A diferencia de mi padre, que era pequeño y delgado».

Cuando quedó claro que era imposible evitar el embarazo, Edoardo llevó a Tosca a su casa y se la presentó a sus padres. La madre, Giacoma, célebre por su mal carácter, la recibió de mala gana e hizo de todo para maltratarla. Al padre, Antonio, en cambio, le gustó, y eso no hizo sino empeorar las cosas. Tosca no tardó en convertirse en una suerte de Cenicienta: «Uno de los primeros recuerdos de mi vida es el de mi madre llorando mientras lava ropa en una palangana». Esta madre tan inteligente, obligada a ser la sierva de todos en la familia, marcará de manera profunda su existencia. Muchas veces, en las entrevistas, recordó que fue ella la primera que la estimuló para que tuviera ambiciones: «Mi madre me decía, quizá llorando: “¡No hagas como yo! ¡

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