Es lo que hay...

Michael Robinson
Jesús Ruíz Mantilla

Fragmento

Esloquehay-4

 

Cada mañana, Michael Robinson desayuna en un bar de la carretera de Burgos. Pide lo mismo: café con leche y churros. La operación, por más que parezca habitual, está cuidadosamente programada. «Debo levantarme a las ocho porque si voy un poco después, ya no es lo mismo».

En ese ínfimo, cotidiano, pero testimonial acto se encierra todo un interior en el que sin parar azora su profunda crisis de identidad. Para alguien que nació en Leicester (Reino Unido) en 1958 y fue criado en Blackpool, engullir todos los días, poco después de levantarse, una ración de churros comentando la actualidad con la peña habitual en la barra, todo eso dice mucho. Sustituir los huevos con beicon, la tostada con mermelada de naranja y el té por una porción de hidratos grasientos que no puedes decir si son dulces o salados hasta cuando le añades o no azúcar, supone un acto de rechazo casi frontal a lo británico. Así, para empezar el día... Pero si con vistas a lograrlo construyes una operación milimétrica, nada improvisada, es que algo dentro de ti queda de ese inglés.

Por supuesto, existe una explicación. «Si salgo de casa pasadas las ocho y media, corro el riesgo de que los churros no estén crujientes, entonces no me gustan tanto. Puede ser incluso peor: que a esa hora se hayan terminado. Y las porras son mi límite, eso no lo voy a tomar. Es demasiado».

Más o menos en esa contradicción puede explicarse quién es Michael Robinson. O acercarse... Porque hablamos de alguien grande. Un chaval noble que creció rodeado de amor de padre, madre y abuelos en un humilde bed and breakfast del norte de Inglaterra. Un trozo de pan travieso, que fue expulsado del colegio por gamberro, pero antes quedó traumatizado por una señorita que en primaria le inculcó la enfermedad del perfeccionismo. Un esforzado aspirante a futbolista que de sacar brillo a las botas de los veteranos acabó en su tiempo, por ser el fichaje más caro del mundo hasta la fecha y ganar la Copa de Europa con el Liverpool. Un chico que alentado por los ejemplos de su padre, Arthur Robinson, soldado en la Segunda Guerra Mundial, y su abuelo, Nathaniel, más pillo pero todo un manual de pragmatismo, fue entendiendo de qué iba la vida acompañándolos a campos de fútbol como el mítico Anfield. Un líder que arrastraba vestuarios sin apenas proponérselo y que fue labrando, entre barro y calzoncillos sucios, un poder comunicativo asombroso del que vive hoy, gracias a la radio y la televisión. Un león herido que acabó su carrera en España pero empezó, poco después de colgar las botas, una vida insospechada aunque más o menos intuida desde que se instalara en Pamplona para terminar su carrera en Osasuna. Un galán que se llevó a la chica más distinguida de su barrio. Un hombretón, padre de familia, esposo aliado de su socia en la vida, Chris Sharrock, al que echan en cara a veces en casa su vena antimperio británico. Un irlandés sentimental que cantaba canciones del terruño en gaélico a una madre, doña Kathleen, herida de nostalgia. Un renegado, ahora cargado de razones tras el Brexit, que quiere formalizar su nacionalidad española. Un romántico que maldice desde la autenticidad las enfermedades de un fútbol presente cargado de marketing, operaciones de imagen, desnaturalización frecuente, puro negocio y fondos buitre. Un agnóstico heterodoxo que cuando quedas con él en un restaurante, mientras se quita la cazadora para colgarla antes de sentarse en la mesa, te suelta reflexiones metafísicas y teologales de este pelo: «Jesucristo fue un crack y punto. Por lo que decía. Pero a ti, Jesús, ¿realmente te importa quién coño era su padre?».

Todo eso y más... Para empezar, el comentarista deportivo que mejor habla español en los medios. ¿Cómo es posible que el que da la talla en castellano en ese sentido haya nacido en Inglaterra? Porque en un ambiente secuestrado por el lugar común, el desafío que supone su originalidad a la hora de utilizar el lenguaje deslumbra, llama la atención. Marca la diferencia. Le otorga ese toque de distinción, paradójicamente cercano.

Viene de su esfuerzo por aprenderlo cada día, desde que tuviera profesores de lujo en su equipo de fútbol navarro. Unos compañeros de filas que le utilizaban como mascota y se tronchaban mandándole a la barra a pedir al camarero cinco hijos de puta. Bien cargados. También de ir por la vida con los oídos abiertos, atento a los carteles que anuncian los nombres de los pueblos, eligiendo con cuidado los menús en cada restaurante, degustando el sabor de las palabras que aprende, hablando sin miedo a la sintaxis, mucho más interesado en el vocabulario, el refranero o en conseguir impronta propia traduciendo a su manera dichos del inglés al español. Consciente a menudo, por otra parte, de que algún reproche le va a caer por cierto comentario en alguna retransmisión a favor o en contra de según qué equipo. Equilibrista es otro de sus oficios, en ese sentido. Por eso él siempre sale a la calle con la muleta en la mano, listo para torear al más insolente, cargado siempre en la lengua de algún amable comentario.

Dentro de casa, Michael es uno. «No se le puede molestar si está en su posición zen. Es decir, sentado en el salón, con su iPad jugando al Euromillón o enganchado a su serie favorita, atado a un cuenco de patatas», dice su hijo Liam, «o a un platito con queso y fuet», puntualiza su hija Aimee. Para ambos, la palabra «casa» se sitúa en España, aunque el primero se encuentre instalado hoy en Dubái y haya estudiado en Escocia e Inglaterra, lo mismo que la pequeña, actualmente en Londres.

De Liam, su padre echa de menos las bromas y la compañía cómplice de otro profesional de la televisión en casa. De Aimee, su risa. Ambos certifican que se muestra demasiado antibritánico y que eso tiene pinta de acrecentarse tras el Brexit. No le quitan ahora razón. «Me siento europeo porque mi padre me inculcó eso. Echo de menos de España el desacuerdo permanente de la gente con el clima. Siempre hace demasiado frío o demasiado calor, mientras millones de personas fuera sueñan con venirse para acá», comenta Liam. «Por no hablar de los gin tonics en vasos de sidra. Mi padre no los pide fuera de España porque sabe que no se los servirán igual, mucho menos en el Reino Unido». También recuerdan desde otros países la manera en que se inventa el idioma, dice Aimee. «Pero es que se le ve, hasta cuando habla con las manos, mi padre es un poeta».

Si algo le define es su rabioso y seductor empeño en buscar empatía y comunicación. Fuera de casa, Michael forma otro matrimonio bien avenido que dura veinticuatro años. Esta vez con Carlos Martínez. ¿Su secreto? «No pasar más tiempo juntos del que ya se ven obligados a disponer por su trabajo».

Su compañero lo conoce a fondo: «Michael es un tipo con suerte. En situaciones donde las cosas se enredan por las más caprichosas razones, siempre sale de pie. Bien por habilidad, bien por un giro del destino. También es un poco agonías, pero eso le viene de sus tiempos de jugador y le mantiene despierto. Siempre actúa con una mentalidad que no le lleva más allá de tres años. Es lo que, como mucho, duran los contratos de los futbolistas. Pero así ha cumplido casi veinticinco a mi lado. Nuestro secreto ha sido no intercambiar nada en nuestras vidas más allá del trabajo y una sinceridad que no admite negociación posible —asegura—. Siempre está despierto y anda de puntillas. Tiene una act

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