Póquer de ases

Manuel Vicent

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Albert Camus. El hombre rebelde
Arthur Miller. La conciencia del sueño americano
Samuel Beckett. El caos entre dos silencios
Julio Cortázar. Con el sonido y la libertad del jazz
Graham Greene. Nada como el pecado
Adolfo Bioy Casares. Un seductor ante el espejo
James Joyce. La ciénaga del subconsciente
William Faulkner. Voces en el légamo
Giuseppe Tomasi di Lampedusa. El oro de la memoria
Louis-Ferdinand Céline. Un grito en la noche
Dorothy Parker. El humo de lejanas fiestas
Joseph Conrad. El mar es una moral
Virginia Woolf. Una forma de cazar mariposas
Francis Scott Fitzgerald. Jazz, martinis y sombreros blancos
Dylan Thomas. Así beben y galopan los caballos
Truman Capote. La mariposa entre las flores
Fernando Pessoa. El tesoro en el arca
Josep Pla. La boina y una colilla en la boca
Tennessee Williams. Las flores podridas del magnolio
Rainer Maria Rilke. Hasta el fondo de las rosas
Marcel Proust. Así hila el gusano la seda
André Gide. La profundidad de la piel
Franz Kafka. La libertad del escarabajo
Gertrude Stein. El deber de parecerse al retrato
Hermann Hesse. Cómo aprender a volar
Pío Baroja. Un café con leche a media tarde
Ernest Hemingway. Tener o no tener la foto
Juan Benet. En un tiempo de silencio
Jorge Luis Borges. La visión del ámbar
Rafael Azcona. Unos zapatos muy resistentes
Thomas Mann. Entre la belleza y el cieno
Sobre el autor
Créditos
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Lo imaginaba adolescente en los topes del tranvía bajando hacia las playas de Argel, dispuesto a pegarse un baño junto con otros muchachos árabes, todos hermanados por la misma luz, por la misma pobreza. Pegarse un baño, en el argot del francés de Argelia, es una expresión que incluye lo que ese acto tiene de combate al abrazarse al agua, dejando que sea el mar el que te azote. Aprendió la libertad de la miseria. Todos eran pobres en aquella arena deslumbrada de Argel, entre barcas con pantoques color naranja, el adolescente Albert Camus y sus amigos árabes en cuyos cuerpos desnudos resbalaba el mismo sol mojado. La dicha aún tenía sentido: empezaba y terminaba en la piel.

También lo imaginaba sentado en la terraza de un café del bulevar de Argel en su época de estudiante de Filosofía, siguiendo con los ojos a las muchachas vestidas con telas ligeras, de colores vivos, que pasaban por la acera, mientras saboreaba el primer anís, de cierto sabor canalla. Su padre, un jornalero agrícola de Mondovì, murió por Francia en la batalla del Marne, en la Primera Guerra Mundial. Albert Camus, que sólo contaba con un año de edad, fue recogido por uno de sus tíos, tonelero de profesión, guardián del propio silencio, como la madre, de origen menorquín, analfabeta, también de mucho sufrimiento y de pocas palabras. Todo lo que sabía de la felicidad lo había aprendido de los pobres bajo el sol en la playa, todo el conocimiento de la vida, más allá de los estudios del bachillerato con becas ganadas a pulso, lo había adquirido jugando al fútbol profesional. Pero en medio de esta lucha para hacerse adulto, se le presentó la enfermedad, un foco negro en el pulmón, como ese fondo oscuro que tiene siempre la luz blanca. El absurdo no era más que eso: una deslealtad del cuerpo frente al espíritu, una quiebra del espíritu contra la armonía de la naturaleza.

A mis dieciocho años, un librero de Valencia me ofreció envuelto en un papel de estraza, por debajo del mostrador, clandestinamente, el libro de Camus de tapas rojas titulado El verano, impreso en Argentina, que leí en la hamaca bajo el sonido de las chicharras y el olor a pinaza abrasada por la canícula. En sus páginas descubrí que el Mediterráneo no era un mar, sino una pulsión espiritual, casi física, la misma que yo sentía sin darle nombre: el placer contra el destino aciago, la moral sin culpa y la inocencia sin ningún dios. Poco después vi una fotografía del escritor con una gabardina de trinchera, el cigarrillo entre los dedos, la mirada irónica y media sonrisa colgada de la comisura; era una imagen de los tiempos en que Camus reinaba en el café de Flore de París, amado por las mujeres, orlado todavía por su lucha en la Resistencia contra los nazis, donde había sido redactor jefe del periódico clandestino Combat, y ahora, amigo de Sartre, sintetizaba todo el glamour intelectual de la rive gauche, donde el existencialismo era una moda que cantaba Juliette Gréco con voz quemada por el calvados. Lo primero que hice fue comprarme una camisa negra, una gabardina blanca, dejar los cigarrillos Lucky Strike y pasarme a los Gitanes sin filtro. En cuanto hube leído El extranjero y El mito de Sísifo me fui a la playa de la Malvarrosa en un tranvía, como los de Argel, y en el balneario de Las Arenas traté de poner en práctica el absurdo solar. Subía al último trampolín de la piscina como quien acarrea el propio cuerpo a la cima y desde allí me arrojaba al agua sin saber que ese acto era un castigo que te obligaba a ascender por dentro de ti mismo una y otra vez. Desde aquella altura, entre el resplandor de la arena que hería los ojos, comprendí que se podía acuchillar a otro cuerpo sólo impulsado por el fulgor del cuchillo, un fin sin finalidad, como si el absurdo fuera una forma de belleza filosófica.

Por ese tiempo, para hacer ejercicios de francés yo había traducido el discurso que Camus lanzó contra Franco cuando España fue admitida en la Unesco. Conservaba una copia en papel cebolla que me llevé a Madrid entre las páginas de la novela La peste. El dueño de la casa de huéspedes donde fui a parar resultó ser un perista. Un

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