1
DEJAD, LOS QUE AQUÍ ENTRÁIS, TODA ESPERANZA.*
La enorme inscripción brillaba sobre el macizo portal de mármol blanco de la Catedral del Mar de Europa. Las letras estaban envueltas en llamas y proyectaban resplandores amarillos y anaranjados sobre las cornisas ennegrecidas y las estatuas. Bajo la inscripción pasaban las imágenes del Infierno. De día y de noche. Ininterrumpidamente.
Se veía a un chico de unos veinte años tumbado en el suelo, parcialmente oculto por una roca. Detrás de él, un sendero ascendía unas decenas de metros por una pendiente, y terminaba ante imponentes murallas de cemento. De repente, en el plano apareció el hocico de un perro. Olfateó el aire, se volvió hacia un lado y hacia el otro, y con la pata escarbó el suelo. El perfil de un segundo perro salió de la oscuridad, ladraba con rabia, salpicaba baba a su alrededor. Solo cuando se materializó una tercera cabeza, el cuerpo del animal avanzó hacia el chico. Tenía patas robustas, pecho ancho y musculoso, el pelo erizado ya manchado de sangre.
El grito de una niña retumbó en la plaza en cuanto las tres cabezas empezaron a girar nerviosamente, mostrando los tres cuellos unidos a un único cuerpo. Era un cerbero, una de las criaturas monstruosas de las que está infestado el Infierno. Sus músculos se hinchaban cada vez que se erguía una de las cabezas, mientras las otras golpeaban con violencia el suelo, conteniendo a duras penas una furia a punto de estallar.
Luego el cerbero se abalanzó sobre el chico.
Alec se paraba siempre a ver unos minutos esa proyección después de la jornada de trabajo en el Casino. Aquel espectáculo constituía un pobre pero suficiente consuelo que le recordaba que, pese a todo, su vida era mejor que el Infierno.
Con las manos hundidas en los bolsillos y la espalda apoyada en el muro de una de las casas derruidas que antaño habían sido viviendas de pescadores, Alec observaba aquellas escenas y se preguntaba por las culpas de los condenados.
—¿Tú crees que muere? —preguntó una voz femenina detrás de él.
Alec se volvió y sonrió.
—Hola, Maureen.
La sudadera negra le ocultaba los pechos y las caderas, y los vaqueros anchos le tapaban las piernas esbeltas, mientras que la capucha calada sobre la frente retenía el largo pelo rizado y hacía sombra a su piel aceitunada y a sus ojos profundos. En el trabajo llevaba minifalda y tops provocativos, pero cuando salía del Casino difícilmente un cliente la habría reconocido.
La imagen de la pantalla desapareció y, en vez del cerbero, apareció el símbolo de la Oligarquía: el círculo de fuego con los cuatro rayos, uno por cada oligarca de Europa. Su unión la ratificaba el fuego, su poder hundía sus raíces en la justicia absoluta del Infierno.
La pantalla se oscureció unos segundos, a continuación mostró una toma aérea del gran cráter infernal. Las laderas estaban cubiertas por una densa vegetación que enralecía a medida que ascendía hacia la cumbre, donde se elevaba el primer anillo imponente de murallas de cemento. Alrededor de todo el volcán se extendía un mar que se perdía en el horizonte.
Aquellas imágenes, que se proyectaban en las fachadas de todas las catedrales de Europa, habían ejercido siempre una extraña fascinación en Alec. Para él, el Infierno no era solo «la mayor cárcel de máxima seguridad que ha existido jamás», como la definían los políticos en los debates televisivos, sino también el único rostro del mundo libre.
Además de los edificios en ruinas, de las calles inmundas y del Casino donde trabajaba, existían sin duda otros volcanes, otras montañas y otros mares: en cualquier caso, a un chico de diecisiete años le atraían, aunque tenía que recortarlos de las escenas macabras de los condenados que morían en los círculos infernales.
—Ayer en el Casino se llevaron a uno —dijo Maureen, tratando de no pensar en el chico muerto—. Un hombre de unos cincuenta años que viene siempre a beber y a jugar.
—¿Por qué?
—Creo que traficaba con nepente.
El nepente era la droga más difundida en Europa, también entre los jóvenes. Eliminaba cualquier dolor, cualquier miedo, hacía que te olvidaras de tu vida.
Sin embargo, Alec había visto como muchos de sus amigos se quemaban el cerebro y acababan en el Infierno por ceder a esa tentación.
—Los traficantes son los que manejan el cotarro en el Casino.
—Sí, pero de vez en cuando tienen que detener a alguno. Han dicho que por su culpa han muerto dos chicos.
—Verás como cuando salga estará mejor que antes. Los que son como él siempre salen bien parados; en cambio, los infelices a los que meten en el Infierno para despejar las calles mueren a la semana.
Maureen no se lo rebatió. Sabía perfectamente que esas palabras llenas de rencor no las decía sin motivo. Un amigo de Alec, un año antes, había sido condenado al Infierno por robo. Lo habían pillado de noche en el almacén de una tienda de comestibles, y no se había vuelto a saber nada de él.
—De todas formas, el tío no movió ni un músculo —prosiguió Maureen—. Los hay que se ponen a llorar o a gritar como locos. Pero ese permaneció impasible. ¿Cómo se consigue eso?
Alec se encogió de hombros. No tenía idea de cómo reaccionaría él si lo condenaran al Infierno, si descubriesen sus incursiones nocturnas en la tienda de comestibles o los proyectiles que les compraba habitualmente a los guardias de la Oligarquía. Lo habrían mandado allí un año, quizá dos, puede que al primer círculo. Había quien decía que un año podías aguantarlo, volvías incluso mejor que antes, pero Alec no se lo creía.
La proyección se interrumpió unos instantes. Los reflejos anaranjados de la inscripción candente se vieron reemplazados por una luz blanca, casi cegadora.
En el centro del plano apareció una mansión enmarcada por un cielo azul y por un trozo de mar que se vislumbraba a los pies de una colina de olivos. Alrededor de la mansión, flores de mil colores se mecían con cada soplo de viento. Había además una piscina de piedra y una cascada que manaba de una roca, reflejando decenas de pequeños arcoíris. Dos niños se salpicaban agua, mientras en una mesa de cristal transparente un hombre y una mujer disfrutaban de un desayuno copioso. Al otro lado de la mansión descollaban altas estatuas de mármol con ornamentos dorados y plateados. Luego se materializó el rostro de un hombre, con el cabello entrecano, ojos azules, la piel ligeramente bronceada y una sonrisa beatífica. El movimiento de sus labios se adelantó unos segundos al sonido, que salía de los altavoces instalados en las cornisas de la catedral.
«Elige otra vida, elige lo mejor. En el corazón del Mediterráneo, espléndidas mansiones. No esperes que la vida elija, elige tú la vida que quieres.»
—Tendríamos que ir a vivir allí —dijo Alec—. ¿Te imaginas? Te levantas por la mañana, te bañas en la piscina, desayunas en el jardín…
—Tendría que trabajar dos mil años para poder pagarme una casa así.
—Vale, pues empieza, dos mil años pasan volando.
La mansión desapareció y la atmósfera clara de las residencias del Paraíso de nuevo se vio reemplazada por las imágenes del Infierno.
Tres chicos trataban de encender una fogata en un pequeño hueco entre las rocas. Pero el viento apagaba una y otra vez las llamas. Cada uno de ellos llevaba en la mano una caja con su ración de comida.
—¿Por qué no usan la caja para encender el fuego? —preguntó Maureen.
—Acaban de llegar —respondió Alec con seguridad—, todavía no saben nada.
Uno de los tres rompió a llorar, y Alec reparó en ese momento en que era una chica. Se preguntó qué habría hecho para que la hubieran condenado al Infierno, y de pronto pensó en Beth, su hermana pequeña, que lo esperaba en casa.
—¿Nos vamos? —dijo de repente, sacudiendo la cabeza para espantar aquella visión.
Ambos miraron alrededor antes de retomar el camino a casa. Era un gesto automático, la mejor manera de evitar que te robaran. Desde hacía un par de meses Maureen vivía en la escuela ocupada, no lejos de la Catedral del Mar, junto con un centenar de chicos sin familia del barrio Gótico. Alec la acompañó hasta el portal.
—¿Nos vemos mañana? —preguntó Maureen.
—Tengo el turno de noche.
—Yo también. Si quieres después podemos venir aquí.
Alec la miró: habría querido aislar aquella mirada de la asquerosa ciudad que lo rodeaba y construir otro mundo. Maureen le parecía guapa, atractiva. Cinco días antes se habían besado en la despensa de las cocinas, en el Casino. Pero después no habían vuelto a hablar ni había pasado nada más, pese a que Alec aún recordaba la sensación de su piel en la cara, su aroma dulce y ligeramente especiado.
—Adiós —dijo Maureen, y le dio un beso que acabó entre la mejilla y el labio. Luego corrió hacia el interior de la escuela.
Alec vio como desaparecía por los pasillos y luego se adentró en el dédalo de callejuelas del barrio Gótico, entre las viejas fondas de pescadores, en su mayoría frecuentadas por fumadores de nepente y prostitutas.
Se detuvo en el primer puesto de control de la frontera meridional del barrio, que daba acceso al área residencial.
El guardia le pasó el detector electrónico por el alma que llevaba en el pecho, justo debajo del cuello. En la pantalla apareció la foto de Alec: los labios oscuros y carnosos, la nariz ligeramente aguileña y la mandíbula angulosa. Tenía la frente fruncida, y el pelo, bastante largo, le tapaba los ojos negros. El guardia cotejó la foto con el rostro del chico, asintió y lo dejó pasar.
Alec entró en una avenida a la que daban edificios de veinte, treinta e incluso cuarenta plantas, que se hallaban unidos por una gran cantidad de puentes. Muchos de los muros estaban rotos y rajados, otros habían sido cambiados por planchas de hierro o de cobre oxidado, o por simples tablones de madera. En conjunto, sin embargo, eran las mejores viviendas a las que un habitante de Europa podía aspirar. Quien vivía en las ciudades rascacielos no necesitaba bajar a las calles. Las tiendas, las iglesias y las escuelas estaban repartidas por los distintos niveles, lo cual garantizaba mayor seguridad y control, así como figurar de forma más estable en las listas de trabajo.
Pasó un segundo puesto de control, después del cual comenzaba Konema, su barrio.
Edificios ruinosos de cinco o seis plantas se alternaban con casitas unifamiliares. Las calles estaban atestadas de gente y de puestos repartidos alrededor de un pequeño parque. Alec compró harina, patatas, unas cebollas y un cuarto de gallina. Dejó el mercado atrás y por fin, después de un par de callejones llenos de agujeros y charcos, llegó a la puerta de su casa.
Era un cubo de cemento y planchas de metal que, sin embargo, incluía un pequeño terreno, donde en verano conseguían cultivar calabacines y tomates.
Al cruzar el umbral, percibió un ambiente raro. Se fijó en el sofá desfondado, cubierto descuidadamente con una gruesa cortina roja, en el arcón de madera, en el pequeño televisor que estaba en el suelo, junto a la chimenea, y en la mesa con los fogones y la bombona de gas. No había nada fuera de sitio, y quizá justo eso era lo malo. En la casa no había nada más.
Miró alrededor nerviosamente. Su madre no estaba, tampoco Beth. Era probable que les hubieran robado: aguzó el oído por si escuchaba algún ruido sospechoso, los ladrones podían seguir en casa.
La puerta de la habitación de su madre se abrió de golpe. Alec dio un respingo antes de reconocer a Beth, que corría a su encuentro.
—¿Qué está pasando?
Ella no respondió, pero lo abrazó.
Él la agarró por los hombros.
—Oye, ¿va todo bien? ¿Dónde están todas las cosas?
Beth no dijo nada, pero sonrió. Cuando lo hacía, su rostro se iluminaba. Tenía facciones delicadas, ojos verdes, el pelo lacio y dorado, con un flequillo que le llegaba casi hasta los ojos. Recordaba a uno de los ángeles que había en los frescos de la catedral, uno de los últimos que quedaba en las capillas laterales.
—Beth, ¿dónde está mamá?
La niña se encogió de hombros y señaló la habitación.
—¿Está en la habitación?
Asintió.
—¿Qué está haciendo?
Beth volvió a encogerse de hombros y se sentó en el sofá. Alec se relajó. No había ocurrido nada raro. Se quitó la chupa y la dejó en una de las sillas que había junto a la vieja mesa de madera apolillada.
—¿Qué tal te ha ido hoy? —le preguntó mientras lanzaba una mirada al débil fuego que ardía en la chimenea—. ¿Has pasado frío? A lo mejor consigo un bidón de petróleo en el trabajo… Si no, iremos a la escuela, donde está Maureen: se están organizando bien, ¿sabes? Los guardias han decidido dejarlos en paz; en el fondo, ¿qué daño hacen? La escuela lleva dos años abandonada.
Mientras encendía el televisor, Alec reparó en un nuevo dibujo en la pared de debajo de la ventana. Representaba una montaña que se elevaba encima de un círculo. Pero estaba incompleto.
—¿Qué es? —preguntó—. Parece una montaña.
Beth asintió.
—¿Y lo de debajo? ¿El círculo? ¿Es un mundo?
Beth hizo de nuevo un gesto afirmativo, y Alec se acercó a la pared, siguió con el dedo el contorno de la imagen, al tiempo que en su mente surgía el recuerdo de su padre, del libro que les leía todas las noches y de los dibujos que él hacía entre una página y otra. Una noche le dijo: «Cuando muera, este libro será tuyo. Algún día te salvará la vida».
Al día siguiente se lo llevaron los guardias de la Oligarquía, y el libro desapareció. Desde ese momento no había pasado un día sin que Beth pintase al menos uno de aquellos dibujos que había aprendido casi de memoria.
Alec cerró los ojos con fuerza, como si quisiera suprimir los recuerdos, bajar un telón negro sobre su pasado. Alzó la vista hacia el espejo desportillado que había encima de la chimenea. En el Casino había unos enormes detrás de la barra del bar y en las salas de juego, pero Alec tenía la impresión de que ese era el único que le devolvía su verdadera imagen.
Del televisor llegaba la voz impostada de una periodista: «Falta poco para el desfile anual de los guardias de la Oligarquía, una oportunidad excelente para que toda Europa celebre la paz, el orden y la prosperidad».
Por detrás de la mujer avanzaba un tanque cubierto por una gran bandera con el círculo de cuatro rayos, y a continuación marchaban los guardias.
«Toda la ciudadanía está invitada a lucir la bandera de Europa y a unirse a los festejos.»
En la mente de Alec, los recuerdos cobraron forma como las llamas que arden en un matorral seco. «¡No os llevéis a mi padre!», gritaba Beth mientras los guardias lo rodeaban. «Papá, ¿qué está pasando? ¿Qué quieren de ti?» «¡Vete, Alec, coge a tu hermana, marchaos a la habitación!» «Pero ¿por qué? ¿Qué has hecho?» Los guardias lo tenían sujeto por los brazos, pero él se había soltado y había salido corriendo de la casa. Beth gritaba y lloraba. Después los disparos, cuatro tiros de fusil. Beth había corrido hacia Alec y lo había abrazado, llorando. «No os llevéis a mi papá», había dicho de nuevo.
Habían sido sus últimas palabras.
La puerta del dormitorio se abrió, haciendo que chirriaran los goznes. La madre entró en el salón caminando rápidamente con un cesto enorme de ropa entre los brazos.
—Hola, mamá —la saludó Alec.
Ella lo ignoró. Dejó el cesto en el sofá, al lado de Beth, y apagó el televisor. Luego abrió uno tras otro los cajones de la mesa, de los que fue sacando cubiertos y cucharones de madera. Cogió papel de periódico y se puso a envolverlos.
—Mamá, ¿qué estás haciendo?
La mujer le dirigió una mirada distraída antes de volver al dormitorio. Alec miró a su hermana, aunque sabía que de ella no iba a obtener ninguna explicación. Acto seguido fue a la habitación de la madre. La encontró metiendo sin orden sábanas, ropa y objetos de todo tipo en una bolsa de piel muy grande.
—¿Qué haces? —preguntó Alec exasperado.
Esta vez ella se detuvo, parecía hechizada. Los cabellos negros, con muy pocas canas, le caían en mechones desordenados alrededor del rostro, marcado por arrugas.
Cogió un sobre que había en la mesilla de noche y lo apretó entre las manos.
—Han aceptado nuestra solicitud —susurró. Le temblaba la voz.
—¿Qué solicitud?
—No te había dicho nada, no tenía intención de hacerlo. No creía que fuese posible… y, sin embargo…
—Mamá, ¿qué solicitud? ¿Adónde te vas?
—No me voy sola, nos vamos los tres. Es una etapa de prueba, a ti también te han incluido en el plan de trabajo, tendremos que ocuparnos de Beth, un día cada uno, y…
Un sollozo la obligó a parar. Se llevó el sobre al pecho, luego se lo tendió a Alec. Él lo abrió, extrajo una hoja doblada en tres y la leyó bajo la atenta mirada de su madre.
—¿Es verdad? —le preguntó.
La mujer asintió.
—Sí —sonrió—. Nos vamos al Paraíso.
2
Maj abrió los ojos y vio los rayos de sol que se filtraban por las cortinas de seda dorada. El aroma de las rosas blancas del jardín flotaba en la habitación.
Al otro lado del seto, los tejados de tejas rojas de las mansiones se alternaban con los olivares. Siguiendo el tronco de los árboles desde la copa hasta las raíces, la mirada podía recaer en el espejo de agua de los laguitos artificiales, en los que florecían nenúfares. En cambio, más allá de los tejados, en medio del barrio, se elevaba la iglesia de mármol blanco, rodeada de los edificios públicos y de los jardines colgantes. Todas las calles del barrio confluían en el centro, elevándose luego como las ramas de una trepadora y entrelazándose alrededor de la plaza principal. Las superficies cubiertas de espejos y las piedras cristalinas que los intersecaban irradiaban una luz difusa, que difuminaba los bordes de los objetos y de las casas.
Maj sacó las sandalias de debajo de la cama con dosel y entró en su cuarto de baño. Había pétalos de rosa diseminados alrededor del lavabo y sobre las escalerillas que llevaban a la bañera. Acercó el rostro al espejo para verse mejor. Sus ojos, que en invierno se teñían del verde de la esmeralda, se aclaraban al principio del verano y les salían unas rayas de color gris plateado. Se colocó de lado para observar su perfil, el pelo rubio y lacio que le caía sobre los hombros, los costados, los pechos redondos y las piernas esbeltas y largas. Se pasó el dedo por el relieve imperceptible del microchip subcutáneo y notó que la piel le tiraba. Recordó el miedo que había experimentado cuando vio al médico con la enorme jeringa blanca. Apenas tenía diez años. «No te dolerá», le dijo. Luego con el pulgar y el índice le apretó la piel del lado izquierdo de la base del cuello, y le inyectó el alma. Un instante después, en la pantalla que había al lado de la camilla de la consulta, apareció la foto con su rostro sonriente y la ficha con los datos. En el pecho, en cambio, le había quedado el pequeño tatuaje con una espada envuelta en rosas. Era el símbolo del Paraíso, que siempre había contemplado con envidia sobre el pecho de su madre. El signo que había confirmado su pertenencia al pueblo de los ciudadanos elegidos.
Se disponía a bajar a desayunar cuando un ruido procedente del jardín llamó su atención. Volvió a la ventana para ver qué pasaba y vio que el hovercraft de los trabajadores acababa de cruzar la verja de su mansión. Observó su silueta geométrica, ese hexágono perfecto con un brillante metal que reflejaba la luz del sol.
El vehículo recorrió el camino que, por una leve cuesta, conducía a la entrada principal de la mansión.
La puerta automática de la parte trasera se abrió, y salió un chico flaco como un fideo, que llevaba de la mano a una niña. Maj lo miró con curiosidad. Debía de tener más o menos su edad, unos dieciséis años. La semana anterior, el trabajador encargado del cuidado del jardín había regresado a Europa al final de los tres meses de servicio. Era un tipo tosco, de unos treinta años, que la observaba siempre con insistencia y cuando pasaba el cortacésped no paraba de escupir en la hierba.
A lo mejor el chico era su sustituto, aunque parecía demasiado joven para el trabajo.
Maj lo observó avanzar bajo el gran porche que había en la parte delantera de la mansión, hasta que su sombra desapareció bajo los arcos de mármol sujetos por columnas sobre los que se enroscaban ramas de rosas sin espinas.
El desayuno se servía en la terraza que daba al jardín. En la enorme mesa, el pan, la fruta, las mermeladas y los pasteles estaban colocados con el esmero de una composición floral. Antes de que Maj tuviera tiempo de sentarse, Tessa, una de las asistentas, se le acercó con las manos juntas, la cabeza inclinada hacia un lado y una sonrisa servicial.
—¿Desea huevos o una tortilla, señorita?
Maj pensó unos instantes.
—Una tortilla, o mejor no… nada. Está bien así.
—Entonces, le traigo café caliente.
—Gracias, Tessa.
Maj se sentó y empezó a untar mantequilla en una rebanada de pan.
En ese momento vio aparecer al chico al borde de la piscina. A su lado seguía la niña, pero también había un hombre de uniforme, cuya barriga rebosaba del cinturón. Maj lo conocía bien, era el coordinador de los trabajadores de su barrio.
—¿Hay un nuevo trabajador? —le preguntó Maj a su madre, a la que había visto entrar en el salón.
—¿Qué, cariño? No te he oído —dijo. De pie en medio del comedor, estaba meditando sobre a cuántas personas invitar a la fiesta de cumpleaños de Maj, que iba a celebrarse a la semana siguiente.
—Te he preguntado si hay un trabajador nuevo…
Su madre salió por la puerta vidriera sujetando dos bandejas, una de plata y la otra de loza pintada con motivos florales azules y rojos.
—¿Todo plata o todo loza? —preguntó.
—No lo sé, ¿hay mucha diferencia?
—Por supuesto que la hay. Cumples dieciséis años, no es cualquier ocasión.
Maj se encogió de hombros.
—¿Y bien? ¿Es o no el nuevo trabajador? —insistió, mientras seguía observando al chico. El coordinador le estaba explicando el trabajo.
—Ah, él —respondió por fin la madre—. Me han dicho que es bueno, parece que en Europa tenía un jardín.
—¿Un jardín? ¿En Europa? ¿Es de una familia rica?
—No, no creo; a ver, en ese caso viviría aquí, cariño, te he dicho que tiene un jardín, no que posea una montaña. Tú sigues teniendo la idea de que Europa es un lugar absurdo, pero no viven extraterrestres.
—¿Y tú qué sabes? Nunca has estado.
—No, nunca he estado, pero lo sé —contestó con sequedad la madre.
—¿Nunca te entran ganas de ver cómo es realmente? —le preguntó—. O sea, si pudieras volverte invisible durante un día, ¿no te darías una vuelta por el centro de Europa?
—Maj, ¿a qué viene eso? ¿Sabes que me angustias cuando hablas de ese modo? Mira la televisión, los informativos, ¿es que no ves cómo es Europa?
Maj reflexionó unos segundos sobre aquellas palabras.
Claro que los informativos mostraban Europa. Pero siempre eran las mismas imágenes. El parte meteorológico enseñaba la isla británica de norte a sur, los puertos con los grandes barcos mercantes, luego las ciudades que daban al canal de la Mancha, donde se alternaban altos rascacielos, edificios más bajos y zonas que parecían deshabitadas. Tres grandes autopistas cortaban el continente por la mitad, hasta el arco alpino, atravesando la extensa aglomeración urbana europea. El parte meteorológico emitía imágenes nocturnas de aquella zona, de manera que las autopistas siempre parecían largas estelas luminosas, mientras que el entorno de las ciudades era como un enorme hormiguero de luciérnagas.
Una vez había visto un reportaje sobre la construcción de un enorme bloque del Paraíso en la costa del Mediterráneo, justo al sur de los Alpes. El periodista decía que se trataba de la urbanización más cercana a Europa; todos los otros bloques se encontraban en las regiones meridionales de la península itálica y en las costas del norte de África, como en el que vivía Maj. El viento a veces arrastraba la arena amarilla hasta los tejados de las casas, y su padre le había explicado que al sur del barrio había un gran desierto. Era todo cuanto Maj sabía sobre el mundo en el que vivía.
—Me voy —dijo la madre—. Todavía hay que decidir el menú de la fiesta, tengo que encontrar un traje… Me quedan mil cosas que hacer, nos vemos en la comida.
Maj la observó mientras abandonaba la terraza y luego continuó desayunando. Entretanto el trabajador se había puesto a arrancar el musgo de las rocas de la cascada artificial. La niña estaba sentada en el suelo, al lado de ella. Parecía perdida en un mundo propio. Maj pensó que pronto el sol calentaría más y que la niña podía coger una insolación.
—Puedes ponerte debajo del toldo, si quieres —le dijo.
La niña se volvió. Buscó la mirada de su hermano, que estaba al otro lado de la piscina y no se había percatado de nada. Maj salió de la terraza y avanzó unos pasos por el jardín. El sol, efectivamente, ya calentaba mucho, aquella niña no podía pasarse todo el día asándose sentada en el suelo.
—¿Cómo te llamas?
La norma era que los habitantes del Paraíso no hablaran con los trabajadores, salvo por «necesidades apremiantes e ineludibles». Maj se dijo que esa era sin duda una necesidad apremiante.
Decidió dirigirse directamente al chico.
—Oye —lo llamó.
Él se volvió al momento, con expresión alarmada.
—¿Todo bien, Beth? —preguntó.
La niña asintió.
—¿Es tu hermana? —preguntó Maj.
Él hizo un gesto afirmativo.
—Le he dicho que puede ponerse a la sombra, si quiere, ¿vale?
Alec asintió nuevamente, luego le sonrió a su hermana. Maj se asombró del cambio repentino de su expresión, que de gélida y severa pasó a ser dulce y tranquilizadora.
—Anda, ven conmigo —dijo Maj, dirigiéndole a la niña la misma sonrisa.
Beth siguió a Maj, bajo la atenta mirada de su hermano. Se sentó en la terraza y, al ver la mesa puesta, se ruborizó. Nunca había visto nada semejante.
—¿Quieres? —le preguntó Maj, tendiéndole una galleta. Era la primera vez que tenía la oportunidad de estar con la hija de unos trabajadores.
Beth buscó de nuevo la mirada de Alec, pero esta vez él estaba demasiado lejos.
—Yo te doy permiso —insistió Maj.
Ella miró la galleta titubeante, luego la cogió y empezó a comérsela despacio.
—¿Quieres un zumo? —preguntó, mientras llenaba un vaso.
Luego se volvió hacia el chico, que ahora la estaba observando.
—Perdona —dijo Maj—. Le he dado una galleta, ¿pasa algo?
—No.
Maj escuchó el sonido áspero de su voz. Era sin duda el trabajador más joven que había estado jamás en su casa.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó ella, le daba igual que esa pregunta desbordara con creces los límites de las necesidades «apremiantes e ineludibles»—. Yo me llamo Maj.
Él no respondió.
—Vale, no pasa nada —dijo Maj casi para sí.
¿En qué estaba pensando? ¿Acaso pretendía conocer a un trabajador y tomarse un té con él hablando del tiempo?
—Me llamo Alec.
Maj lo miró con un ligero estupor.
Recordó lo que le había dicho su madre, que el chico tenía un jardín en Europa, y de nuevo sintió curiosidad por conocer aquel mundo.
—¿Vives en Europa?
Alec miró alrededor como si la respuesta tuviese que llegar de un apuntador escondido entre los setos.
—He vivido allí hasta hace unos días —respondió por fin. Su mirada era impenetrable. En su expresión distante había tanta curiosidad como fastidio.
—¿Y tú también tenías un jardín? ¿Un jardín como este?
Alec soltó una risa involuntaria, y Beth hizo lo mismo.
—¿Te hace gracia?
—Tengo un jardín, pero no es como este —zanjó Alec.
Luego se dio media vuelta y echó a andar. Beth se puso de pie, cogió el vaso, apuró el zumo de naranja de un trago y enseguida siguió a su hermano. Maj se quedó observándolo, mientras se decía que había recibido las mismas respuestas que habría podido darle su madre. Con la diferencia de que su madre nunca había estado en Europa.
—¿Y cómo es? —preguntó elevando la voz.
Alec ya estaba a unos diez pasos de ella. Se detuvo sin volverse.
—Pequeño.
—¿Cómo de pequeño?
—Muy pequeño.
—¿Más pequeño que el nuestro?
Alec se giró y observó la expresión intrigada de aquella chica que no sabía nada de su mundo. Imaginar un jardín semejante a aquel, pero en un barrio de Europa, significaba no haber oído ni siquiera hablar de la vida allí. Durante un instante envidió aquella mente limpia, era evidente que sus ojos no habían visto jamás las calles sucias de su ciudad, las caras hundidas de la gente, los cadáveres del Infierno, que día tras día se mostraban en las fachadas de las catedrales.
—Maj, ¿puedes venir un momento?
Su madre se asomó por la puerta vidriera que daba al jardín.
—Maj, te he preguntado si puedes venir un momento.
—Voy —dijo Maj.
Se levantó con calma y fue al salón. Su madre la recibió con mirada severa, los brazos en jarras y los labios apretados, su típica expresión de reproche.
—¿Se puede saber qué pretendes? —le preguntó.
—¿Qué he hecho?
—Te pones a hablar con los trabajadores, les das de desayunar. Oye, me pregunto si te das cuenta de lo que haces.
—Mamá, es una niña, le he dado una galleta.
—Anda, no intentes ponerme en el papel de la mala que se niega a darle una galleta a una niña. He visto que hablabas con ese chico, no sé en qué estabais pensando los dos.
—Le he hablado yo, él no ha dicho nada.
—Escúchame bien —continuó su madre—, no es una cuestión de vida o muerte, pero las cosas son así: no se puede hablar con los trabajadores, por mil motivos. Es un tema que no admite discusión.
Maj trató de pensar en los mil motivos por los que no debía dirigirle la palabra a aquel chico, pero no se le ocurrió ninguno. Es más, las palabras de su madre surtieron justo el efecto contrario, empujándola a creer que había estupendos motivos para hablar con él: para descubrir, por ejemplo, qué había al otro lado de las enormes murallas de cemento del Paraíso.
3
En la orilla del río, un hombre y una mujer intentaban encender una fogata, pero la poca leña que habían encontrado estaba mojada. Los cartones de las raciones de comida ardían fácilmente, aunque luego los leños echaban humo sin quemarse. En el suelo yacía el cadáver de un animal grande. La imagen estaba desenfocada, porque el vapor que ascendía del río hirviente creaba una niebla densa. Una tímida llama se elevó por fin de las ramas, y el leve resplandor generado por el fuego iluminó el hocico de una criatura apostada detrás de ellos. El hocico chato como el de un mono, la piel gruesa y negra, los hombros y los brazos fornidos, y el cuerpo taurino. La bestia dio un salto y aplastó a la mujer. El hombre echó a correr, pero casi enseguida tropezó y acabó en el suelo, con las piernas en el agua hirviente. La bestia lo arrastró hasta el fuego, mostrando en el primer plano de la cámara su único e inmenso ojo en medio de la frente.
El vídeo se detuvo.
Encima de la pantalla había una inscripción luminosa que indicaba el punto del Infierno en el que se hallaban: séptimo círculo, primer recinto. Era el recinto de los homicidas. Por tanto, aquel río era el Flegetonte; y la criatura monstruosa, un minotauro.
Alec miró alrededor sorprendido de no ver los corrillos de gente que se reunían delante de la Catedral del Mar. En la pequeña iglesia del barrio de los trabajadores siempre había poca gente.
Habían pasado apenas dos semanas desde que recibieran la carta de autorización para pasar tres meses de trabajo en el Paraíso. El viaje en barco había sido largo. Habían tardado casi tres días en llegar a las costas del norte de África. El barco no había atracado, no había puertos bastante grandes en aquella área. Dos pesqueros habían acudido a recoger a los trabajadores mar adentro, de modo que la primera imagen que Alec y su familia habían tenido del Paraíso había sido del mar.
Las murallas y los edificios se elevaban justo al otro lado de un promontorio cubierto de olivos que llegaba hasta el litoral. La superficie dorada del agua enmarcaba las playas blancas, protegidas por los hovercrafts, que proyectaban resplandores rosados en el cielo. En la cumbre de las altas murallas bajo las que había bosques de robles que rodeaban el centro habitado se elevaban las enormes esculturas de los ángeles. Medían veinte metros de alto, y cada uno de ellos empuñaba una espada de acero que brillaba bajo el sol. A pocos metros de la costa, Alec y Beth distinguieron también las colinas con las grandes mansiones sobre las que trepaban las rosas, los exuberantes jardines floridos, las fuentes que reflejaban decenas de arcoíris que se entrelazaban. Alec no tenía palabras, nunca había siquiera imaginado un lugar semejante. En los anuncios que se emitían en las catedrales solo se veían casas, familias risueñas, un cielo azul que hacía pensar que un lugar como aquel resplandecía siempre el sol. Pero ver directamente el Paraíso era otra cosa. Los árboles, las viviendas y las colinas parecían cubiertos de una capa de plata.
En esos pocos días, no había hecho más que calcular las distancias infinitas entre los dos mundos: el Infierno, que observaba cada día en la iglesia, el Paraíso, que estaba descubriendo, y Europa, la ciudad en la que siempre había vivido.
—Mamá, nos tenemos que ir —dijo Alec.
Su madre seguía con los ojos clavados en la pantalla.
La mujer no respondió ni se movió, como si ni siquiera lo hubiese oído. Él le cogió la muñeca, y ella se estremeció y se volvió de golpe, como si la hubiese despertado de un sueño profundo.
—¿Va todo bien? —le preguntó.
De la expresión compungida pasó a una sonrisa apenas esbozada.
—Me pregunto dónde están las mujeres de estos hombres, las madres de estas niñas. Cómo se puede… —Las palabras le murieron en la garganta. Los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¿Cómo se puede soportar un dolor tan grande? Si me pasara a mí, me moriría. Si tú y Beth… no quiero ni imaginármelo. Prométeme que siempre serás bueno.
—Mamá, no creo que se trate de ser bueno…
—Prométemelo. Dime solo que Beth y tú os portaréis bien, y que tú la cuidarás siempre cuando yo no esté.
Alec se levantó del banco y se alejó lentamente por la nave central. El eco de sus pasos se atenuó a medida que avanzaba hacia la salida. El portal de la iglesia estaba abierto, y del exterior llegaba un viento tibio que olía a hierba.
Se volvió y vio la toma del volcán del Infierno y el mar que se extendía hasta el horizonte.
—Tienes sus mismos ojos —dijo alguien detrás de él.
Alec se dio la vuelta y vio a un hombre al que no conocía. Tenía unos sesenta años, el pelo canoso y tripa, un detalle sin duda inusual entre los habitantes de Europa, pero no tratándose de alguien que vivía establemente en el Paraíso, aunque como trabajador.
—¿De quién tengo los ojos?
—Eres Alec, ¿verdad?
Él asintió ligeramente.
—Conocía a tu padre —dijo, y luego, bajando el tono de voz, añadió—: Lo siento. Era un buen hombre. Yo soy Milo, si necesitas algo, pídemelo.
El hombre levantó apenas una mano en un gesto de despedida e hizo ademán de marcharse.
—¿De qué conocías a mi padre? —preguntó Alec.
—Pasamos buenos ratos juntos, tú también estabas.
—No recuerdo nada.
—En el barrio nos conocemos todos. Él era temporero, tú apenas eras un niño. Me parece recordar que tu madre estaba embarazada…
—Tengo una hermana.
—Pues recuerdo bien.
El hombre le echó una última ojeada. Una mirada curiosa que buscaba en el hijo los rasgos del padre.
—Han pasado muchos años. Tengo una gran deuda con tu padre.
Alec lo miró con cara interrogante. El hombre sonrió, con los ojos elevados hacia el recuerdo.
—¿Qué deuda?
—Una de esas deudas que no pueden pagarse; sobre todo, si la persona ya no está aquí.
—Yo estoy aquí —repuso Alec con cierto descaro, que al hombre le pareció divertido.
—Ven a verme algún día, charlaremos un rato —dijo Milo mientras se alejaba.
Alec entró en la avenida fangosa a la que daban los bungalows y las tiendas de los trabajadores. Le pareció el lugar más hermoso y tranquilo del mundo. Lo recorrió despacio, observando a las personas que se entretenían fuera de las cabañas después de la jornada de trabajo. Detrás de los tejados de madera y de las tiendas solo había unos cuantos pinos marítimos antes de la enorme muralla de cemento que marcaba el límite meridional del bloque del Paraíso. Tenía una altura de quince metros, y en la parte superior había una pasarela desde la que vigilaban los guardias.
Aquella noche Alec soñó con la chica de la mansión. Estaba en medio del jardín, en bañador, y lo miraba. Era muy guapa, tenía la piel tersa y luminosa. En el sueño Alec deseó aproximársele, rozarla, besarla. Luego, sin embargo, la hierba se secaba y ardía, su rostro cambiaba y se transformaba en el de la mujer a la que había vi