La sigo a través del bosque, por un camino muy trillado que he recorrido mil veces. Helechos, orquídeas silvestres y cardos, con las misteriosas flores rojas que jalonan el sendero. Cinco pétalos, perfectamente formados, como hechos a propósito para nosotras. Un pétalo por las chicas en año de gracia, un pétalo por las esposas, uno por las trabajadoras, uno por las mujeres de las afueras y uno por ella.
La niña vuelve la cabeza, me mira por encima del hombro y me sonríe, confiada. Me recuerda a alguien, pero no le pongo nombre ni cara. Tal vez se trate de un recuerdo lejano de una vida pasada, tal vez de una hermana pequeña a la que nunca conocí. El rostro con forma de corazón, una pequeña marca de nacimiento roja bajo el ojo derecho. Facciones delicadas, como las mías, pero esta niña de delicada no tiene nada. En sus ojos, de un gris acerado, hay ferocidad. Tiene el pelo oscuro y rapado casi al raso. No sabría decir si es un castigo o un gesto de rebeldía. No la conozco, pero, curiosamente, sé que la quiero. No como mi padre quiere a mi madre; el mío es un amor protector y puro, el mismo que sentía por los petirrojos que estuve cuidando el invierno pasado.
Llegamos al claro, donde se han congregado mujeres de toda condición, todas con la florecita roja prendida sobre el corazón. No hay riñas ni miradas envenenadas; todas han venido a reunirse en paz y armonía. Con la unidad por bandera. Somos hermanas, hijas, madres, abuelas, juntas en nombre de una necesidad común, más importante que nosotras mismas.
— Somos el sexo débil, pero eso se acabó — dice la niña.
Las demás responden con un clamor que les sale de lo más hondo.
Pero yo no tengo miedo, sólo siento cierto orgullo. La chica es la elegida. Ella lo va a cambiar todo, y, de algún modo, yo formo parte de ese cambio.
— Este camino se ha pavimentado con sangre, la sangre de las nuestras, pero no ha sido en vano. Este año, el año de gracia toca a su fin.
Al expulsar el aire de los pulmones, ya no me encuentro en el bosque, ni con la niña, sino aquí, en esta habitación asfixiante, en mi cama, con mis hermanas mirándome con ojos ávidos.
—¿Qué ha dicho? — pregunta Ivy, una de las mayores, con las mejillas encendidas.
— Nada — responde June, apretándole la muñeca —. No hemos oído nada.
Madre entra en mi cuarto y mis hermanas pequeñas, Clara y Penny, me achuchan para que salga de la cama. Miro a June con agradecimiento por apaciguar la situación, pero ella rehúye mi mirada. No quiere mirarme, o no puede. No sé qué es peor.
No nos está permitido soñar. Los hombres creen que es nuestra forma de ocultar nuestra magia. Tener sueños bastaría para que me castigaran, pero si alguien llegara a enterarse de con qué soñaba, acabaría en la horca sin remedio.
Mis hermanas me conducen al cuarto de costura, revoloteando a mi alrededor como un puñado de gorriones bulliciosos. Me empujan. Me arrastran.
— Aflojad — acierto a decir mientras Clara y Penny tiran con fuerza de los cordones del corsé con un júbilo un tanto excesivo.
Creen que esto es un juego. No entienden que dentro de pocos años les tocará a ellas. Les doy un cachete.
—¿No podéis ir a torturar a otra?
— Deja de quejarte — dice mi madre, y paga su frustración con mi cuero cabelludo mientras acaba de hacerme la trenza —. Tu padre te ha consentido demasiado todos estos años, dejándote ir por ahí con los vestidos llenos de barro y las uñas siempre sucias. Por una vez, te vas a enterar de lo que es ser una dama.
— No sé para qué te molestas. — Ivy se pavonea ante el espejo, exhibiendo su barriga, cada vez más hinchada —. Nadie en su sano juicio le daría un velo a Tierney.
—Pues que así sea —dice mi madre mientras coge los cordones del corsé y aprieta aún más—. Pero al menos esto me lo debe.
Fui una niña obstinada, más curiosa de lo que me convenía, siempre en las nubes, una niña sin decoro... entre otras cosas. Y seré la primera chica de nuestra familia que entra en su año de gracia sin un velo.
No hace falta que mi madre lo diga. Cada vez que me mira, siento su resentimiento. Su furia contenida.
— Aquí está.
June, la mayor de mis hermanas, vuelve a entrar en la habitación, con un vestido azul noche de seda cruda y escote orlado con perlas de almeja de río. Es el mismo vestido que llevó el día de su imposición del velo, hace cuatro años. Huele a lilas y a miedo. Las lilas blancas fueron las flores que eligió para ella su pretendiente, son el símbolo del amor temprano, de la inocencia. Es muy generoso por su parte prestármelo, pero así es June. Ni el año de gracia iba a quitarle eso.
Todas las demás chicas de mi año lucirán hoy vestidos nuevos de volantes y encajes, la última moda, pero mis padres no iban a ser tan tontos como para malgastar sus recursos en mí. Mis perspectivas son malas. Ya me he asegurado yo de que así sea.
Este año, en el condado de Garner hay doce jóvenes candidatos: hijos de familias acomodadas, de buena posición. Y treinta y tres chicas.
Hoy se supone que hemos de pasearnos por la ciudad, para que los chicos nos puedan dar un último repaso antes de reunirse con los hombres en el granero mayor para mercadear con nuestros destinos y cerrar tratos como si fuéramos ganado, lo que no se aleja mucho de la realidad, considerando que nada más nacer nos marcan con el sello de nuestro padre en la planta del pie. Cuando todos hayan reclamado a su pareja, los padres entregarán los velos a las chicas, que nos habremos reunido en la iglesia, a esperar, y lo harán imponiendo en silencio los vaporosos espantos en la cabeza de las elegidas. Y al día siguiente por la mañana, cuando formemos una fila en la plaza antes de irnos a cumplir con nuestro año de gracia, cada chico levantará el velo de la chica que ha elegido a modo de promesa de matrimonio, y las demás pasaremos a ser del todo prescindibles.
— Ya sabía yo que debajo de todo eso había una buena figura — dice mi madre, frunciendo los labios.
Las finas líneas que tiene alrededor de la boca se convierten en unos surcos profundos. Dejaría de hacerlo si supiera lo vieja que le hacen parecer. En el condado de Garner, sólo ser estéril es peor que ser vieja.
— Que me parta un rayo — prosigue mientras me embute el vestido por la cabeza — si alguna vez alcanzo a entender por qué has dilapidado tu belleza y la oportunidad de gobernar tu propia casa.
Se me engancha un brazo en la manga y empiezo a dar tirones.
— Deja de resistirte, o se va a...
El sofoco que le provoca oír la tela desgarrarse se le manifiesta en el cuello y luego se le desplaza hasta la mandíbula.
— Aguja e hilo — ordena a mis hermanas, que se apresuran a obedecer.
Yo trato de aguantarme la risa, pero cuanto más me esfuerzo más ganas me entran, y acabo prorrumpiendo en carcajadas. No valgo ni para ponerme un vestido como es debido.
— Adelante, tú ríete cuanto quieras, pero no te parecerá tan divertido cuando nadie te dé un velo y al volver de tu año de gracia te manden derecha a deslomarte en una casa de labor.
— Mejor que ser la esposa de alguien — mascullo.
— Ni se te ocurra decir eso. — Me agarra la cara, y mis hermanas se dispersan —. ¿Quieres que te tomen por una usurpadora? ¿Que te destierren? Los furtivos estarían encantados de ponerte las manos encima. — Baja la voz —. No puedes cubrir de vergüenza a esta familia.
—¿Qué pasa aquí?
Mi padre se guarda la pipa en el bolsillo de la pechera, en una de sus raras apariciones por el cuarto de coser. Madre recupera de inmediato la compostura y se aplica a remendar el siete.
— No hay ninguna deshonra en trabajar a destajo — dice mi padre, y cuando agacha la cabeza para pasar por la puerta y besa a mi madre en la mejilla, me alcanza su olor a yodo y tabaco dulce —. Cuando vuelva, puede ocuparse en la vaquería o en el molino. Son trabajos muy respetables. Ya sabes que nuestra Tierney siempre ha sido un espíritu libre — dice con un guiño de complicidad.
Yo miro a otro lado, fingiéndome fascinada por los puntitos de luz difusa que se filtran por las cortinas de encaje. Antes, mi padre y yo éramos uña y carne. Decían que le brillaban los ojos cuando hablaba de mí. Con cinco hijas, supongo que yo era lo más parecido al varón que tanto había deseado. A hurtadillas, me enseñaba a pescar, a manejar una navaja, a cuidar de mí misma; pero ahora todo es distinto. No puedo mirarlo igual desde la noche en que lo sorprendí en la botica, haciendo lo innombrable. Está claro que no ha renunciado al hijo que tanto anhela, pero siempre creí que él estaba por encima de esas cosas. Y ha resultado ser como todos.
— Mírate... — dice, en un intento de captar mi atención —. Al final aún conseguirás tu velo.
Yo no abro la boca, pero ganas de chillar no me faltan. Para mí, que te casen no es un privilegio. No encuentro libertad en la comodidad. Es como si te pusieran unos grilletes, acolchados, si quieres, pero grilletes a fin de cuentas. En la casa de labor, al menos seguiré siendo dueña de mi vida. Dueña de mi cuerpo. Aunque con esas ideas me busco muchos líos, incluso sin que las exprese en voz alta. De pequeña las llevaba escritas en la cara. He aprendido a esconderme tras una sonrisa complaciente, pero, a veces, cuando veo mi reflejo en el espejo, noto la intensidad del fuego de mi mirada. Y cuanto más se acerca mi año de gracia, más se avivan esas llamas. A veces me parece que los ojos me van a saltar del cráneo como ascuas.
Cuando mi madre coge la cinta de seda roja para atarme la trenza, siento una punzada de pánico. Ya ha llegado. El momento en que quedaré marcada con el color de la advertencia... del pecado.
Todas las mujeres del condado de Garner tienen que llevar el pelo igual, retirado de la cara y recogido hacia atrás. Los hombres creen que así no podemos ocultarles nada: una expresión maliciosa, una mirada huidiza o un destello de magia. Cintas blancas para las niñas, rojas para las jóvenes en su año de gracia y negras para las esposas.
Inocencia. Sangre. Muerte.
— Perfecto — dice mi madre mientras da los toques finales al lazo.
Pese a que no veo la cinta roja, siento su peso y todo lo que implica, como un ancla que me retiene en este mundo.
—¿Puedo irme ya? — pregunto, a la vez que me aparto de sus febriles manos.
—¿Sin escolta?
— No necesito que me escolte nadie — digo, y embuto mis robustos pies en las delicadas zapatillas de cuero negro —. Sé apañármelas sola.
—¿Y con los tramperos que vienen del territorio también te las sabrás apañar?
— Eso sólo le ha pasado a una chica, y fue hace siglos. — Suelto un suspiro.
— Me acuerdo como si fuera ayer. Anna Berglund — contesta mi madre, de pronto con los ojos vidriosos —. Fue el día de nuestra imposición del velo. Anna iba por la calle y el hombre la trincó de repente, se la echó al caballo y huyó a territorio salvaje. Nunca volvimos a saber de ella. Es curioso: lo que más recuerdo de esa historia es que, aunque se la vio chillando y llorando por toda la ciudad, los hombres declararon que no se había resistido lo suficiente, y castigaron en su lugar a su hermana pequeña, expulsándola a las afueras, relegándola a una vida de prostitución. Esa parte de la historia nunca se cuenta.
— Déjala que salga. Es su último día — tercia mi padre, fingiendo que cede a mi madre la última palabra —. Está acostumbrada a ir por ahí a su aire. Además, me gustaría pasar el día con mi preciosa mujer, solos los dos.
A todos los efectos, parecen enamorados. Estos últimos años, mi padre ha pasado temporadas cada vez más largas en las afueras, pero eso me ha dado cierto grado de libertad, por lo que debería estar agradecida.
Mi madre le sonríe.
— Supongo que no pasará nada... Salvo que Tierney esté pensando en escaparse por el bosque para encontrarse con Michael Welk.
Trato de quitarle hierro al asunto, pero se me ha quedado la boca completamente seca. No tenía ni idea de que estuviera al tanto.
Tira hacia abajo del corpiño de mi vestido, tratando de que se asiente.
— Mañana, cuando él le levante el velo a Kiersten Jenkins, te darás cuenta de lo tonta que has sido.
— Eso no es lo que... No es por eso que... Sólo somos amigos — balbuceo.
Mi madre esboza un amago de sonrisa.
— Bueno, ya que tantas ganas tienes de salir por ahí, puedes ir a comprar moras para la asamblea de esta noche.
Sabe que detesto ir al mercado, y más en el día de la imposición de velos, cuando el condado de Garner en pleno sale a dejarse ver, pero creo que lo hace por eso. Piensa sacarle todo el partido posible a la situación.
Cuando se quita el dedal para rebuscar en su monedero, me fijo en su pulgar, al que le falta la punta. Nunca lo ha contado, pero sé que es un recuerdo de su año de gracia. Me sorprende mirándolo y se vuelve a poner el dedal corriendo.
— Perdóname — digo, y bajo la mirada hacia el dibujo que hace la madera desgastada del suelo —. Iré a por las moras.
Haría cualquier cosa por salir de la habitación.
Como si percibiera mi desesperación, padre me señala la puerta con un leve movimiento de la cabeza, y salgo como una flecha.
— No te alejes de la ciudad — oigo que dice mi madre tras de mí.
Esquivando pilas de libros, las medias puestas a secar en la barandilla, la bolsa de mi padre para las medicinas y una cesta llena de labores de punto a medio terminar, bajo disparada los tres tramos de escalones sin prestar atención a los chasquidos de censura de las criadas y salgo en tromba de nuestra casa adosada; pero se me hace raro sentir la brisa cortante del otoño en mi piel desnuda: el cuello, las clavículas, el pecho, las pantorrillas, la mitad inferior de las rodillas. No es más que un poco de piel, me digo. Nada que no tengan más que visto. Pero me siento expuesta... Vulnerable.
Una chica de mi año, Gertrude Fenton, pasa andando con su madre. No puedo evitar mirarle las manos; las lleva enfundadas en unos delicados guantes de encaje blanco. Casi consigue hacerme olvidar lo que le pasó. Casi. Pese a su desgracia, incluso Gertie parece desear aún que le den un velo, gobernar su propia casa, verse bendecida con hijos.
Ojalá quisiera yo esas cosas. Ojalá fuera tan fácil.
— Feliz día del velo — dice la señora Barton, que me mira y se agarra un poco más fuerte del brazo de su marido.
—¿Quién es ésa? — pregunta el señor Barton.
— La chica de los James — masculla ella —. La mediana.
Él desliza descaradamente la mirada por mi piel.
— Veo que por fin le ha venido la magia.
— O la estaba ocultando.
La señora Barton me mira con los ojos entornados y la atención de un buitre que picotea un cadáver.
Sólo quiero taparme un poco, pero no pienso volver a entrar en esa casa.
Tengo que recordármelo: los vestidos, las cintas rojas, los velos, las ceremonias... no son más que distracciones para que no pensemos en la cuestión de fondo. El año de gracia.
Cuando pienso en el año que me espera, en lo desconocido, empieza a temblarme la barbilla, pero lo disimulo poniendo una sonrisa idiota, como si estuviera encantada de cumplir con mi papel, poder volver y casarme y criar hijos y morirme.
Pero no todas volveremos a casa. No de una pieza.
* * *
Procurando dominar los nervios, cruzo la plaza en la que mañana nos pondremos en fila todas las chicas de mi año. No hace falta magia, ni siquiera grandes dotes de observación, para advertir que a las chicas les pasa algo profundo durante el año de gracia. Las veíamos al marcharse al campamento todos los inviernos. Aunque algunas llevaban velo, sus manos me decían todo lo que necesitaba saber — cutículas en carne viva por la angustia, impulsos nerviosos que sacudían las puntas de sus dedos fríos —, pero estaban llenas de esperanza... y vivas. Y cuando volvían (las que volvían), estaban demacradas, extenuadas... rotas.
Para los más pequeños, todo era un juego, y cruzaban apuestas sobre quién conseguiría volver, pero cuanto más se acercaba mi año de gracia menos divertido me parecía.
— Feliz día del velo.
El señor Fallow se lleva la mano al sombrero con ademán caballeroso, pero su mirada se demora en mi piel, en la cinta roja que llevo colgando detrás, durante algo más de tiempo de lo que la comodidad aconsejaría. «El abuelo Fallow», lo llaman a sus espaldas, porque nadie sabe con exactitud cuántos años tiene, pero está claro que no tantos como para no darme un repaso.
Nos llaman «el sexo débil». Nos machacan con esa idea todos los domingos en la iglesia, nos dicen que todo es culpa de Eva por no expulsar su magia mientras podía, pero sigo sin entender por qué no se permite a las chicas dar su opinión. Vale, sí, hay apaños secretos, susurros en la oscuridad, pero ¿por qué han de decidirlo todo los chicos? Que yo sepa, todos tenemos corazón. Todos tenemos cerebro. Yo veo muy pocas diferencias, y además la mayoría de los hombres piensan precisamente con esa parte.
Me hace gracia que crean que el hecho de que alguien nos reclame, que nos levante el velo, nos da un motivo para vivir durante nuestro año de gracia. Si supiera que tengo que volver a casa y acostarme con alguien como Tommy Pearson, yo misma me lanzaría de brazos abiertos sobre el cuchillo de algún furtivo.
Un mirlo va a posarse en el árbol del castigo, que está en el centro de la plaza. El ruido que hacen sus patas al rascar la deslustrada rama de metal es como una astilla de hielo en mi torrente sanguíneo. Parece ser que en tiempos era un árbol de verdad, pero cuando quemaron viva a Eva por hereje, el árbol se fue con ella, así que fabricaron éste de acero. Un símbolo perenne de nuestro pecado.
Pasa un grupo de hombres, envueltos en una nube de susurros.
Hace meses que circulan rumores... Rumores sobre una usurpadora. Según parece, los guardias han encontrado indicios de que en el bosque se celebran reuniones clandestinas. Ropas de hombre colgadas de las ramas, como una efigie. Al principio pensaron que podía tratarse de un furtivo que intentaba alborotar el avispero, o de una mujer de las afueras repudiada que buscaba desquitarse, pero luego las sospechas se extendieron por todo el condado. Cuesta creer que pudiera ser una de las nuestras, pero Garner esconde muchos secretos. Algunos son tan transparentes como el cristal tallado, lo que pasa es que la gente decide ignorarlos. Es algo que nunca entenderé. Prefiero saber la verdad, por dolorosas que sean las consecuencias.
— Por el amor de Dios, Tierney, camina derecha — me regaña una mujer cuando me cruzo con ella. Es la tía Linny —. Y sin escolta. Pobre hermano mío — dice a sus hijas en voz baja, aunque no tan baja como para impedirme oír cada sílaba —. De tal madre, tal hija.
Sostiene una ramita de acebo contra su respingona nariz. En el lenguaje antiguo, era la flor de la protección. La manga se le resbala por el antebrazo, dejando a la vista una franja de piel rosácea y arrugada. Mi hermana Ivy dice que se la vio una vez que había ido con padre a tratarle una tos: una cicatriz que le llega desde la muñeca hasta el omoplato.
La tía Linny se baja la manga para esconderla a mi mirada.
— Va a desmadrarse al bosque. Es el sitio más indicado para ella, la verdad.
¿Cómo puede conocer mis intenciones? ¿Habrá estado espiándome? Ya desde la primera vez que sangré, he recibido toda clase de consejos no solicitados. La mayoría son estúpidos, en el mejor de los casos, pero esto ya es pura maldad.
La tía Linny me lanza una última mirada furiosa antes de soltar la ramita y seguir su camino.
— Como os iba diciendo, son muchas las cosas que hay que considerar a la hora de dar un velo. ¿La chica es complaciente? ¿Es obediente? ¿Me dará hijos? ¿Es lo bastante fuerte para superar el año de gracia? No envidio a los hombres. Es un día muy intenso, desde luego.
Si ella supiera... Pisoteo el acebo con saña.
Las mujeres creen que la asamblea de los hombres en el granero es un asunto solemne, pero de solemne no tiene nada. Lo sé porque la he presenciado seis años seguidos, escondida en la parte de arriba, tras los sacos de grano. Lo único que hacen es beber cerveza, proferir vulgaridades y de vez en cuando liarse a puñetazos por alguna de las chicas, pero, curiosamente, de nuestra «magia peligrosa» no se dice una palabra.
De hecho, la magia sólo sale a relucir si a ellos les conviene. Como cuando murió el marido de la señora Pinter y el señor Coffey acusó de pronto a la que era su mujer desde hacía veinticinco años de cultivar su magia en secreto y levitar mientras dormía. La señora Coffey era tan sumisa y apacible como la que más — difícilmente se la imaginaría nadie levitando —, pero fue desterrada. No hubo preguntas. Y ¡sorpresa!, el señor Coffey se casó con la señora Pinter al día siguiente.
Ahora bien, si fuera a mí a quien se le ocurriera hacer semejante acusación, o si siguiera sin domar tras mi año de gracia, me mandarían de vuelta a las afueras a vivir entre las prostitutas.
— Hay que ver, Tierney — me dice Kiersten, que viene hacia mí con algunas de sus acompañantes detrás.
Su vestido de imposición de velo bien podría ser el más bonito que haya visto en mi vida: de seda beis con detalles bordados en oro, que relucen al sol igual que su pelo. Kiersten alarga el brazo y pasa los dedos por las perlas que luzco bajo las clavículas haciendo gala de una familiaridad que nunca hemos tenido.
— Este vestido te queda mejor que a June — dice, moviendo afectadamente las pestañas —. Pero no le cuentes que te lo he dicho.
Las chicas de su séquito reprimen unas risitas maliciosas.
A mi madre, probablemente, le atormentaría saber que se han dado cuenta de que el vestido es heredado, pero, en el condado de Garner, las chicas no dejan pasar la menor ocasión de criticar a cualquiera con disimulo.
Intento reírme para quitarle importancia, pero la ropa interior me aprieta tanto que me falta el aire. Bueno, da igual. La única razón de que Kiersten reconozca siquiera mi existencia es Michael. Michael Welk es mi mejor amigo desde que éramos pequeños. Solíamos pasarnos el día espiando a la gente, tratando de descubrir cosas sobre el año de gracia, pero él acabó por cansarse de ese juego. Aunque para mí no era un juego.
La mayoría de las chicas se alejan de los chicos más o menos a los diez años, cuando termina su escolarización, pero Michael y yo nos las arreglamos para seguir siendo amigos. Tal vez fuera porque yo no quería nada de él y él no quería nada de mí. Era sencillo. Claro que tampoco podíamos seguir paseándonos por la ciudad como solíamos hacer, pero dimos con la manera. Kiersten debe de creer que Michael me hace mucho caso, pero yo no me entrometo en la vida amorosa de mi amigo. Pasamos la mayor parte de las noches tumbados en el claro mirando las estrellas, cada uno abstraído en su mundo. Y eso parecía bastarnos a los dos.
Kiersten hace callar a las chicas que la siguen.
— Cruzo los dedos porque esta noche consigas tu velo, Tierney — dice con una sonrisa que se me queda grabada en la nuca.
Conozco esa sonrisa. Es la misma que le dedicó al padre Edmonds el domingo pasado, cuando se fijó en que al hombre le temblaban las manos al ponerle la santa forma en la lengua rosada y expectante. A ella le vino la magia de forma precoz, y lo sabía. Con ese rostro primorosamente acicalado y la ropa hecha a medida con destreza para realzar su figura, podía ser cruel. Una vez la vi ahogar una mariposa sin dejar de jugar con sus alas. Pese a su vena de maldad, es una esposa adecuada para el futuro líder del Consejo. Se consagrará a Michael, mimará a sus hijos y criará hijas crueles pero guapas.
Observo a las chicas desfilar calle abajo en perfecta formación, como un enjambre de avispas. No puedo sino preguntarme cómo serán lejos del condado. ¿En qué se convertirán sus sonrisas falsas y su coquetería? ¿Correrán por ahí desmadradas, se revolcarán en el barro y aullarán a la luna? Me pregunto si podemos ver cómo la magia abandona nuestro cuerpo, si nos es arrebatada como por un relámpago o rezuma de nosotras como un veneno destilado gota a gota. Pero también me viene a la cabeza otra idea. ¿Y si no pasa nada de nada?
Me clavo las uñas recién arregladas en las palmas de las manos y musito: «La chica... la asamblea... no es más que un sueño». No puedo dejarme llevar por esas ideas otra vez. No puedo permitirme ceder a fantasías infantiles, porque aunque la magia sea mentira, los furtivos existen de verdad. Bastardos nacidos de las mujeres de las afueras, las repudiadas. Es bien sabido que aguardan la oportunidad de echar mano a una chica durante su año de gracia, cuando, según se cree, su magia es más poderosa, para vender su esencia en el mercado negro como afrodisíaco y suero de juventud.
Alzo los ojos hacia las colosales puertas de madera que nos separan del exterior y me pregunto si los furtivos andarán ya por ahí... esperándonos.
La brisa arrecia en mi piel desnuda como respondiéndome, y aprieto un poco el paso.
Delante del invernadero se ha reunido gente de todo el condado, juegan a adivinar qué flor han elegido los pretendientes para cada chica en año de gracia. Celebro que mi nombre no esté en boca de nadie.
Cuando nuestras familias emigraron aquí, hablaban tantos idiomas que las flores eran el único lenguaje común. Una forma de decirle a alguien «lo siento», «buena suerte», «confío en ti», «me caes bien» o hasta «así sufras alguna desgracia». Hay una flor para casi cualquier sentimiento, pero ahora que todos hablamos el mismo idioma parecería lógico que hubiera caído la demanda; y, sin embargo, aquí seguimos, aferrándonos a las viejas costumbres. Eso me hace dudar que algún día vaya a cambiar algo... sea lo que sea.
—¿Cuál le gustaría que le dieran a usted, señorita? — me pregunta una trabajadora mientras se pasa el dorso de una mano callosa por la frente.
— No... no son para mí — susurro avergonzada —. Sólo estoy mirando cuáles han florecido.
Me fijo en una cestita de mimbre que hay debajo de un banco de la que asoman unos pétalos rojos.
—¿Qué son? — pregunto.
— Nada, malas hierbas. Antes crecían por todas partes. No podías dar un paso sin tropezarte con una. Aquí consiguieron librarse de ellas, pero eso es lo curioso de las malas hierbas: ya puedes arrancarlas de raíz y quemar el suelo donde crecían, a veces permanecen aletargadas en el sitio durante años, pero siempre acaban encontrando la forma de brotar de nuevo.
Me inclino para mirarlas más de cerca cuando la mujer me dice:
— No debe preocuparte lo más mínimo que no te den un velo, Tierney.
—¿Có-cómo sabe cómo me llamo? — balbuceo.
Me dirige una sonrisa encantadora.
— Algún día tendrás tu flor. Puede que esté un poco marchita por los bordes, pero significará lo mismo. El amor no es sólo para las casadas, ¿sabes? Es para todo el mundo — sigue diciendo mientras deposita una florecita en mi mano.
Ofuscada, giro sobre mis talones y me voy directa al mercado.
Al abrir la mano, descubro un iris de un púrpura intenso, con unos pétalos y unas alas perfectamente formados.
— Esperanza — susurro, y se me llenan los ojos de lágrimas.
No espero que un chico me entregue una flor, pero sí anhelo una vida mejor. Una vida de verdades. Por lo general, soy poco sentimental, pero hay algo en este iris que parece una señal. Como si tuviera su propia magia.
Mientras me guardo la flor debajo del vestido, a la altura del corazón, me encuentro con una fila de guardias; procuro evitar a toda costa cruzar la mirada con ellos.
Tramperos recién llegados del territorio chasquean la lengua cuando paso por su lado. Son vulgares y van desaliñados, pero, en cierto modo, me parecen más auténticos. Quiero mirarlos a los ojos, ver si puedo sentir sus aventuras, la inmensidad de las tierras salvajes del norte en sus curtidos rostros, pero no tengo por qué atreverme.
Lo único que debo hacer es comprar moras. Y cuanto antes lo haga, antes podré reunirme con Michael.
Bajo la cubierta del mercado, una barahúnda molesta impregna el aire. Normalmente, recorro los puestos sin que nadie se fije en mí, me cuelo entre ristras de ajo y lonchas de panceta como una brisa fantasmal, pero hoy las mujeres me lanzan miradas de indignación, y los hombres me sonríen de una forma que me da ganas de salir corriendo a esconderme.
— Es la chica de los James — susurra una mujer.
—¿El chicazo?
— Un velo y algo más le daba yo — le dice un hombre a su hijo mientras le pega un codazo cómplice.
Noto que me arden las mejillas. Siento vergüenza y ni siquiera sé de qué.
Soy la misma de ayer, pero recién lavada, embutida en este vestido ridículo y marcada con una cinta roja, me he hecho totalmente visible para los hombres y mujeres del condado de Garner, como un animal exótico en exhibición.
Siento sus ojos y sus murmullos como una cuchilla afilada que me rasgara la piel.
Sin embargo, hay un par de ojos en concreto que me hacen avivar un poco el paso. Tommy Pearson. Creo que me está siguiendo. No me hace falta verlo para saber que está ahí. Oigo el batir de las alas de su última mascota posada en su brazo. Le gustan mucho las aves de presa. Suena impresionante, pero no requiere ninguna habilidad. No se gana su confianza, su respeto. Sólo las somete.
Cojo la moneda que llevo en la mano sudada, la dejo en la jarra y tomo la cesta de moras que tengo más cerca.
Me abro paso con la cabeza gacha entre la multitud, con sus murmullos resonando en mis oídos, y estoy a punto de salir de la marquesina cuando me doy de bruces con el padre Edmonds, y las moras se desparraman a mi alrededor. Él empieza a proferir juramentos, pero se interrumpe en cuanto me reconoce.
— Caray, señorita James, sí que va con prisas.
—¿Es ella de verdad? — oigo que dice Tommy Pearson a mi espalda —. ¿Tierney la Temible?
— Y sigo dando las mismas patadas — digo mientras recojo las moras.
— No lo dudo — me contesta, clavando sus ojos en los míos —. Me gustan peleonas.
Alzo la vista y veo que el padre Edmonds me está mirando el pecho.
— Si necesitas algo, hija mía... Lo que sea.
Cuando recojo la cesta él aprovecha para acariciarme el lateral de la mano.
— Qué suave tienes la piel — susurra.
Me olvido de las moras y echo a correr. A mi espalda oigo risas, la pesada respiración del padre Edmonds, el aleteo furioso del águila contra su correa.
Me escondo detrás de un roble a recuperar el aliento, saco el iris del vestido y veo que el corsé lo ha aplastado. Estrujo en el puño la maltrecha flor.
Ese acaloramiento que tan familiar me es se me extiende por todo el cuerpo. En vez de aplacarlo, inspiro hondo y lo proyecto al exterior, porque ahora mismo nada me gustaría más que rebosar de peligrosa magia.
* * *
Una parte de mí quiere salir corriendo a ver a Michael, a nuestro escondite secreto, pero antes tengo que serenarme. No puedo dejarle ver que han conseguido perturbarme. Arranco una brizna de heno y la voy restregando por los postes de la valla mientras atravieso el huerto, acompasando la respiración con mi andar pausado. Antes no tenía problema en contarle a Michael cualquier cosa, pero últimamente nos andamos con más tiento uno con el otro.
El verano pasado, impactada todavía por haber sorprendido a mi padre en la botica, dejé caer algún comentario incisivo sobre el suyo, que es el boticario y además está a la cabeza del Consejo, y me armó un pollo. Me dijo que tenía que morderme la lengua, que alguien podía pensar que era una usurpadora, que podían quemarme viva si alguna vez llegaban a enterarse de mis sueños. No creo que tuviera la intención de amenazarme, pero lo pareció.
Nuestra amistad bien podría haberse acabado en ese momento, pero al día siguiente nos encontramos como si no hubiera pasado nada. A decir verdad, seguramente la relación se nos había quedado pequeña a los dos hacía tiempo, pero creo que ambos queríamos aferrarnos a un trocito de nuestra niñez, de nuestra inocencia, el mayor tiempo posible. Y hoy será la última vez que podamos vernos así.
Cuando vuelva de mi año de gracia, si es que vuelvo, él se casará, y a mí me asignarán a una de las casas de labor. Mi destino quedará sellado, y él estará muy ocupado con Kiersten y, por las tardes, con el Consejo. A lo mejor pasa a hacerme una visita de vez en cuando con algún pretexto, pero al cabo de un tiempo dejará de venir, hasta que un día nos limitemos a saludarnos en la iglesia por Navidad con una inclinación de la cabeza.
Apoyada en la desvencijada valla, me quedo mirando las casas de labor. Mi plan es pasar el año sin pena ni gloria y, cuando vuelva, ocupar mi puesto en los campos. La mayoría de las chicas que no reciben un velo aspiran a trabajar de criadas en una casa respetable o, al menos, en la vaquería o el molino, pero a mí me atrae la idea de hundir las manos en la tierra y sentirme conectada a algo auténtico. A June, mi hermana mayor, le encantaba cultivar cosas. Cuando nos íbamos a la cama solía contarnos sus aventuras. Ahora que está casada, ya no se le permite ocuparse del huerto, pero de vez en cuando la sorprendo agachándose a tocar la tierra, o quitándose una bolita de bardana de la falda. Yo me digo que si June puede, yo también. Las labores de campo son las únicas en las que hombres y mujeres trabajan hombro con hombro, pero yo me desenvuelvo mejor que la mayoría. Puede que sea flaca, pero estoy fuerte. Lo bastante para trepar a los árboles y medirme con Michael.
Conforme me dirijo a una zona apartada del bosque que queda detrás del molino, oigo que se acercan unos guardias. Me pregunto qué hacen aquí. Para evitarme problemas, me meto entre unos arbustos.
Voy abriéndome paso entre las zarzas cuando Michael me sonríe desde el otro lado.
— Pareces...
— No empieces — digo mientras trato de desenredarme, pero una perla se engancha en una ramita, se suelta y se pierde rodando en el claro.
—¡Menuda elegancia! — me pincha él entre risas, pasándose la mano por el pelo trigueño —. Como no te andes con cuidado, al final se te acabarán rifando esta noche.
— Muy gracioso — respondo sin dejar de abrirme camino —. De todos modos, me va a dar lo mismo, porque mi madre me va a estrangular mientras duermo si no encuentro esa perla.
Michael se agacha a mi lado para ayudarme a buscarla.
— Pero ¿y si fuera alguien agradable... alguien que pudiera darte un hogar de verdad? Una vida.
—¿Como Tommy Pearson? — le pregunto mientras hago como que dibujo una soga imaginaria en torno a mi cuello y finjo que me ahorco.
Michael se ríe.
— No es tan malo como parece.
—¿Que no es tan malo como parece? ¿El chico que tortura aves majestuosas por diversión?
— Lo cierto es que se le dan muy bien.
— Ya hemos hablado de eso — le recuerdo mientras rebusco entre las rojas hojas de arce caídas —. Esa vida no está hecha para mí.
Se sienta sobre sus talones y juro que le oigo pensar. Piensa demasiado.
—¿Esto es por la niña? ¿Por la niña con la que sueñas?
Noto que me tenso.
—¿Has vuelto a soñar con ella?
— No. — Hago un esfuerzo por relajar los hombros —. Ya te lo dije, eso se acabó.
Mientras seguimos buscando, lo observo con el rabillo del ojo. No debería haberle hablado de ella. Tampoco debería haber tenido esos sueños. Con sólo que aguante un día más ya podré librarme de la dichosa magia para siempre.
— He visto guardias por el camino — digo, tratando de no mostrar demasiado interés —. Me pregunto qué hacen tan lejos de la ciudad.
Michael se inclina hacia delante. Nuestros brazos se rozan.
— Casi cogen a la usurpadora — susurra.
—¿Cómo? — pregunto con un tono un punto demasiado ansioso, y echo el freno rápidamente —. No hace falta que me lo cuentes si...
— Pusieron una trampa para osos en el bosque, cerca del límite entre el condado y las afueras. Se accionó, pero lo único que cazaron fue una tira de lana azul claro... y un montón de sangre.
—¿Y tú cómo te has enterado?
Me esfuerzo por no aparentar excesivo interés.
— Los guardias han pasado a ver a mi padre esta mañana y le han preguntado si había ido alguien a la botica a por medicinas. Creo que también han ido a hablar con el tuyo, por si había tratado a alguien de alguna herida, pero estaba... indispuesto.
Sé lo que ha querido decir. Ha sido una forma educada de hacerme saber que mi padre andaba por las afueras otra vez.
— Ahora la están buscando por todo el condado. Quienquiera que sea, no durará mucho sin los cuidados adecuados. Esas trampas son muy chungas.
La vista se le va a mis piernas y se detiene en mis tobillos. De modo instintivo, me los tapo con el vestido. Me pregunto si sospecha que podría ser yo... Si por eso me ha preguntado por mis sueños.
— La encontré — anuncia, y saca la perla de un trozo de musgo.
Me sacudo el polvo de las manos.
— Tampoco es que lo critique... el matrimonio y todo ese rollo — comento para cambiar de tema —. Seguro que Kiersten te tendrá en un altar y te dará muchos hijos — me burlo cuando voy a coger la joya.
Sin embargo, él aparta la mano y me pregunta:
—¿Por qué dices eso?
— Venga ya. Todo el mundo lo sabe. Además, os he visto juntos en el prado.
Michael enrojece hasta las orejas mientras finge que limpia la perla con el puño de la camisa. Está nervioso. Es la primera vez que lo veo nervioso.
— Nuestros padres lo han planeado todo al detalle. Cuántos hijos tendremos... Incluso han elegido los nombres.
Lo miro y no puedo evitar que se me escape una sonrisa. Pensaba que se me haría raro imaginármelo casado, pero parece lo más natural. Es lo que toca. Todos estos años ha andado conmigo más que nada para divertirse, para pasar el rato, lejos de las presiones de su familia y del año de gracia que nos esperaba, pero para mí siempre ha sido algo más. No le reprocho que se convierta en quien se supone que debe ser. En ese sentido, tiene suerte. No estar conforme con tu naturaleza, con lo que todo el mundo espera de ti, te condena a una vida de lucha constante.
— Me alegro por ti — digo mientras me quito una hoja escarlata de la rodilla —. De verdad que sí.
Él la recoge y repasa sus venas con el pulgar.
—¿Alguna vez te da por pensar que debe de haber algo más ahí fuera...? ¿Más allá de todo esto?
Lo miro intrigada, tratando de imaginar a qué se refiere, pero no puedo dejarme pillar otra vez en eso. Es demasiado arriesgado.
— Bueno, siempre puedes hacerte una escapada a las afueras.
Le doy un golpe amistoso en el hombro.
— Ya sabes a qué me refiero. — Inspira hondo —. Por fuerza has de saberlo.
Le arrebato la perla y me la guardo en el dobladillo de la manga.
— No te pongas tierno conmigo, Michael — digo levantándome —. Pronto estarás en la posición más deseada del condado: a cargo de la botica y ocupando tu puesto a la cabeza del Consejo. La gente te hará caso. Tendrás influencia de verdad. — Amago una sonrisa afectada —. Lo que me recuerda que quería pedirte un pequeño favor.
— Lo que quieras — responde, y se levanta él también.
— Si consigo volver con vida...
— Claro que volverás, eres lista, y fuerte, y...
— Si consigo volver — lo interrumpo, sacudiéndome el polvo del vestido como buenamente puedo —, quiero trabajar en los campos, y confiaba en que te valieras de tu posición en el Consejo para mover algunos hilos.
—¿Por qué querrías semejante cosa? — dice, frunciendo el ceño —. Es el trabajo más despreciable que hay.
— Es un trabajo digno y honrado. Y podré mirar al cielo siempre que quiera. Cuando estés cenando, verás tu plato y te dirás: «Vaya, qué buena pinta tiene esa zanahoria», y pensarás en mí.
— No quiero pensar en ti porque vea una puñetera zanahoria.
— Pero ¿qué diablos te pasa?
— En el campo no tendrás a nadie que te proteja. — Se pone a caminar de un lado a otro nervioso —. Estarás expuesta a los elementos. He oído historias. Los campos están llenos de hombres... de miserables que están a un tris de hacerse furtivos, y que pueden forzarte cuando les apetezca.
— Ah, que lo intenten, me encantaría verlos. — Me río, recojo un palo y lo agito en el aire.
— Hablo en serio. — Me agarra la mano, obligándome a soltar el palo, pero él no me suelta a mí —. Me preocupo por ti — añade con un deje de ternura.
— Pues deja de preocuparte.
Me zafo de un tirón, y pienso en lo raro que se me hace que me toque de esa manera. A lo largo de los años nos hemos pegado hasta hacernos perder el conocimiento, nos hemos revolcado por la tierra y nos hemos tirado al río el uno al otro. Pero esto es distinto, no sé. Se compadece de mí.
— No estás pensando con claridad — dice, mirando el palo, la línea divisoria que nos separa, y niega con la cabeza —. No me escuchas. Quiero ayudarte...
—¿Por qué? — Aparto el palo de una patada —. ¿Porque soy estúpida? ¿Porque soy una chica? ¿Porque cómo voy a saber yo lo que quiero? ¿Por esta cinta roja que llevo en el pelo? ¿Por mi magia peligrosa?
— No — susurra —. Porque la Tierney que conozco jamás pensaría esas cosas de mí. No me pediría algo así. No ahora, cuando estoy... — Se retira el pelo de la cara, frustrado —. Sólo quiero lo mejor para ti.
Dicho eso, se aleja corriendo hacia el bosque.
Me dan ganas de correr tras él, de pedirle disculpas si es que lo he ofendido en algo, de decirle que se olvide del favor, para que podamos quedar como amigos, pero quizá sea mejor así. ¿Cómo le decimos adiós a nuestra niñez?
* * *
Molesta y confusa, vuelvo a la ciudad, esforzándome en ignorar las miradas y los murmullos. Me detengo a ver los caballos mientras los guardias los preparan para el viaje al campamento. Llevan trenzadas las crines y las colas con cintas rojas. Igual que nosotras. Y se me ocurre que así es como nos ven... No somos más que yeguas para la temporada de cría.
Hans me acerca uno de los caballos para que pueda admirar su crin, su intrincada trenza, pero no hablamos. No me está permitido llamarle por su nombre en público, sólo «guardia», pero lo conozco desde que cumplí siete años. Nunca olvidaré la tarde en que fui a la casa de sanación a buscar a padre y en lugar de a él me encontré a Hans, solo y con una bolsa de hielo ensangrentado entre las piernas. En aquel momento no entendí nada. Pensé que había tenido un accidente o algo parecido. Pero entonces él tenía dieciséis años y era hijo de una mujer de la casa de labor. Le habían dado a elegir: hacerse guardia o trabajar en los campos el resto de su vida. La posición de guardia es muy respetada en el condado: pueden vivir en la ciudad, en una casa con criadas, y hasta se les permite comprar en la botica colonia hecha de hierbas y cítricos exóticos, un privilegio al que Hans le saca todo el partido que puede. Sus obligaciones — mantener el patíbulo, controlar a algún que otro alborotador venido del norte, escoltar a las chicas en año de gracia cuando marchan al campamento y a su regreso — son llevaderas comparadas con las del trabajo en los campos, y aun así la mayoría elige los campos.
Padre dice que es una operación sencilla, un pequeño corte para liberarlos de sus impulsos, y tal vez sea cierto, pero yo creo que lo que más les duele es otra cosa: tener que vivir entre nosotras, que les recordaremos todos los santos días todo lo que se les ha arrebatado.
No sé por qué no me dio miedo acercarme a él en la casa de sanación aquel día, pero cuando me senté a su lado y le cogí la mano, se echó a llorar. Yo nunca había visto llorar a un hombre.
Le pregunté qué le pasaba, y me dijo que era un secreto.
Le respondí que sabía guardar un secreto.
Y es verdad.
— Estoy enamorado de una chica, Olga Vetrone, pero nunca podremos estar juntos.
—¿Por qué? Si la quieres, deberías estar con ella.
Me explicó que Olga estaba en su año de gracia, que la víspera un chico le había entregado un velo, y que no le quedaba más remedio que casarse con él.
Me dijo que siempre había tenido el propósito de trabajar en los campos, pero que no soportaba la idea de estar lejos de Olga. Si se incorporaba a la guardia, al menos la tendría cerca. Podría protegerla. Ver crecer a sus hijos, y hasta fantasear con que también eran de él.
Recuerdo que me pareció lo más romántico del mundo.
Cuando Hans partió hacia el campamento, pensé que a lo mejor, cuando se vieran, se fugarían juntos, que romperían sus votos. Sin embargo, a la vuelta del convoy, Hans daba la impresión de haber visto un fantasma. Su enamorada nunca regresó a casa. Tampoco apareció su cuerpo. Ni siquiera encontraron su cinta. A su hermana pequeña la desterraron a las afueras aquel mismo día. Sólo tenía un año más que yo. Eso hizo que me angustiara aún más por mis hermanas, pero también por lo que podría pasarme a mí si alguna no volvía.
Llegado el invierno, cuando vi a Hans a solas en el establo, practicando las trenzas —¡con qué habilidad entrelazaban sus ágiles dedos la cinta y la cola castaña!—, le pregunté por Olga. Qué había sido de ella. Una sombra cruzó su semblante. Se me acercó pasándose una y otra vez la mano por el corazón, como si así pudiera recomponer sus pedazos, un tic que sigue teniendo a día de hoy. Algunas chicas se burlaban de él por eso, por