El pez número catorce

Jennifer L. Holm

Fragmento

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Contenido

Portada

Dedicatoria

Lema

1. Nemo

2. Puzles

3. El anillo

4. Magia

5. Medusas

6. Perritos empanados

7. Nuestra ciudad

8. Lo posible

9. Fruta

10. Salk y Oppenheimer

11. El edificio veinticuatro

12. Pasas con chocolate

13. El Anj

14. Queso

15. El ayudante de laboratorio

16. Zapatillas

17. La ley de la amistad

18. Títulos

19. La caja de Pandora

20. La científica loca

21. Velas

22. Dolores de crecimiento

23. Pizza a domicilio

24. El Nobel

25. Frío

26. La momia

27. Después

28. Observación

29. Comienzos felices

Nota de la autora

Agradecimientos

Sobre la autora

Créditos

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Para Jonathan, Will y Millie,
mis científicos locos

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A un hombre no se le puede enseñar nada; sólo se le puede ayudar a descubrirlo por sí mismo.

GALILEO GALILEI

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1
Nemo

Cuando estaba en preescolar, tenía una maestra que se llamaba Starlily. Llevaba vestidos hippies teñidos de muchos colores y siempre nos traía galletas de cereales y lino que no sabían a nada.

Starlily nos enseñó a sentarnos quietos para merendar, a taparnos la boca para estornudar y a no comernos la plastilina, algo que casi todos los niños parecían considerar opcional. Y un buen día nos trajo a cada uno un pececito de colores. Los había comprado en una tienda de animales, diez por un dólar. Antes de mandarnos a casa con él, les dio una charla a nuestros padres.

—El pececito les enseñará a vuestros hijos el ciclo de la vida —explicó—. Un pez de colores no dura mucho tiempo.

Yo me llevé a mi pez a casa y le puse de nombre Nemo, como todos los niños del mundo que se creían muy originales. Pero resultó que Nemo sí era original.

Porque Nemo no se murió.

Incluso después de que todos los peces de mis compañeros se hubieran ido a la gran pecera del cielo, Nemo seguía vivo. Y seguía vivo cuando terminé preescolar. Y también cuando cursé primero. Seguía vivo en segundo, en tercero y en cuarto. Y por fin, cuando estaba en quinto, entré una mañana en la cocina y me encontré a mi pececito flotando panza arriba en la pecera.

Mi madre soltó un gruñido cuando se lo conté.

—Pues no ha durado mucho —comentó.

—Pero ¿qué dices? —exclamé—. ¡Si ha durado siete años!

Ella sonrió y dijo:

—Ellie, ése no era el Nemo original. El primer pez sólo duró dos semanas. Cuando se murió, compré otro y lo metí en la pecera. A lo largo de los años ha habido un montón de peces.

—¿Éste qué número era?

—El trece, el de la mala suerte —me contestó con expresión irónica.

—Todos tuvieron mala suerte —observé yo.

Organizamos un funeral para Nemo 13 en el váter, y le pregunté a mi madre si podíamos tener un perro.

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2
Puzles

Vivimos en una casa que parece una caja de zapatos. Tiene dos habitaciones y un baño, con un inodoro que siempre está atascado. Creo que está embrujado por los fantasmas de todos los peces que hemos tirado ahí dentro.

El patio es diminuto: sólo una losa de cemento en la que apenas caben una mesa y unas sillas. Por eso mi madre no me deja tener perro. Dice que no sería justo para él, que un perro necesita un jardín de verdad para correr.

Mi canguro, Nicole, entra en la cocina, donde yo estoy haciendo un puzle que prácticamente ocupa toda la mesa.

—Llevas con ese puzle una eternidad, Ellie —me dice—. ¿De cuántas piezas es?

—De mil.

Es una imagen de Nueva York: una escena de la calle, con taxis amarillos.

Me encantan los puzles. Me gusta imaginar cómo encaja todo. Cómo una curva se ajusta a otra curva y el ángulo perfecto de una esquina.

—Algún día voy a actuar en Broadway —me dice.

Nicole tiene el pelo largo, precioso, como de anuncio de champú. Hizo de Julieta en la producción de Romeo y Julieta que mi madre dirigió en el instituto. Mi madre es profesora de teatro en el instituto y mi padre es actor. Se divorciaron cuando yo era pequeña, pero siguen siendo amigos.

Me dicen siempre que tengo que encontrar mi pasión. Concretamente, les gustaría que me apasionara el teatro. Pero no es así. A veces me pregunto si nací en la familia equivocada. Estar en el escenario me pone muy nerviosa (he visto a demasiados actores meter la pata), y tampoco me entusiasma trabajar entre bambalinas (al final siempre acabo planchando trajes con vapor).

—Ah, sí. Ha llamado tu madre. Va a llegar tarde —dice Nicole. Y casi como si acabara de acordarse, añade—: Por lo visto ha tenido que ir a la policía a buscar a tu abuelo.

Por un momento pienso que he oído mal.

—¿Qué? ¿Le ha pasado algo?

Ella se encoge de hombros.

—No me lo ha dicho. Lo que sí ha dicho es que podemos pedir una pizza.

Una hora más tarde, tengo la barriga llena de pizza, pero sigo sin entender nada.

—¿Mi madre no ha dicho por qué estaba mi abuelo con la policía? —pregunto.

Nicole también parece perpleja.

—Pues no. ¿Es que suele meterse en líos?

Niego con la cabeza.

—No creo. Quiero decir que es viejo.

—¿Qué edad tiene?

No lo sé muy bien. La verdad es que nunca se me había ocurrido pensarlo. A mí, sencillamente, siempre me ha parecido «viejo»: con arrugas, el pelo gris, un bastón... El típico abuelo.

Sólo lo vemos dos o tres veces al año, normalmente en un restaurante chino. Siempre pide moo goo gai pan y roba sobrecitos de salsa de soja para llevárselos a su casa. Muchas veces me he preguntado qué hará con ellos. No es que vivamos muy lejos, pero mi madre y él no se llevan del todo bien. Mi abuelo es científico y

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