La llamada

Peadar O'Guilin

Fragmento

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Hace cuatro años:

los Tres Minutos

El día de su décimo cumpleaños, Nessa oye una discusión procedente del dormitorio de sus padres. Aún no sabe lo de los Tres Minutos. ¿Cómo iba a saberlo? La sociedad en su conjunto se esfuerza por mantener a sus hijos en la ignorancia.

Nessa juega con muñecas. Se cree las mentiras acerca de su hermano, y cuando sus padres la acuestan en la cama por la noche —su padre tan sonriente, su madre tan puntillosa —, todo son muestras de cariño.

Sin embargo, ahora, con las diez velas que coronan la tarta que hay en la cocina, detrás de ella, se supone que todo eso debería cambiar.

Su padre no sabe que Nessa está al otro lado de la puerta, y aun así susurra:

—No tenemos por qué contárselo. De... de todas formas no puede correr. Su caso es especial. Podríamos dejar que siga siendo nuestro bebé unos años más.

«¡Un bebé! ¡Nuestro bebé!» Nessa se pone furiosa sólo de pensarlo. Se está esforzando por no moverse, porque con sus piernas deformes hace mucho ruido cuando anda. Sin embargo, en cuanto su madre, Agnes, se echa a llorar, ya no puede contenerse.

—Por el amor de Crom —dice —. Estoy en el pasillo. ¡Voy a entrar, así que más vale que no os estéis besando!

Esto último pretende ser un chiste, pero nadie le encuentra la gracia.

—No te preocupes, pasa —contesta su padre.

Le queda la cantidad justa de pelo canoso para cubrirle toda la cabeza. O casi toda. Es incluso más viejo que su mujer, lo que hace que, en los días malos, Nessa se pregunte si por eso ella nació tan débil como para contraer la polio. Es lo que le dijo una vez su primo y, desde entonces, Nessa piensa en ello a menudo.

—Sé lo de Papá Noel —dice al entrar —. Por si acaso es de eso de lo que estabais hablando. Hace años que lo sé, pero...

De repente, Agnes comienza a resollar como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Se estremece con tanta violencia que la cama se tambalea debajo de ella. Su marido la estrecha con fuerza entre sus brazos largos y escuálidos, y durante unos segundos parece que ese abrazo es lo único que impide que su mujer se rompa.

Un escalofrío recorre la espalda de Nessa. Ella no lo sabe, pero se trata del primer indicio del miedo que la acompañará para siempre; que le arruinará la vida, igual que a todos los habitantes del país.

Ahora su padre también llora. Con lágrimas casi invisibles —apenas un atisbo de humedad alrededor de los ojos —, entre sollozos sofocados, como si llegaran a través de un montón de ropa.

Nessa respira con dificultad.

—Sea lo que sea... —dice, pero en el fondo una parte de sí misma le ruega que se calle, que no siga, que se marche —. Sea lo que sea, quiero saberlo.

Y entonces se lo cuentan. Lo de los Tres Minutos y lo que le ocurrió a su hermano mayor. Y ella se ríe, porque es lo que le sale ante una situación tan absurda. ¡Seguro que se trata de una de las ridículas bromas de su padre! Tiene que ser eso.

Sin embargo, sus padres le siguen contando esa historia tan espantosa y el miedo crece en su interior hasta que les grita histérica, horrorizada:

—¡Mentira! ¡Es mentira!

Y cae al suelo cuando su pierna izquierda, inestable, deja de sostenerla.

Durante los dos días siguientes, Nessa no quiere hablar ni jugar. Es demasiado inteligente como para no reconocer la verdad. Las señales la han rodeado toda la vida, y sólo la monstruosidad de una realidad como ésa, sumada a la ingenuidad propia de su infancia, ya concluida, le han permitido ignorarla hasta el momento. Nunca se había preguntado dónde estaban los adolescentes. Ni por qué prácticamente no había hablado con alguien que tuviera diecisiete, dieciocho o veinte años.

Sin embargo, si se niega a que los médicos la duerman, ése es el futuro que la espera: en algún momento de su adolescencia, los sídhe vendrán a buscarla, tal como hacen con los demás. La perseguirán y, si no consigue escapar, morirá.

Al tercer día, sus piernas deformes la sacan de su habitación. Ya no le quedan lágrimas.

—Viviré. Y nadie podrá impedírmelo —dice en voz alta.

Nessa lo cree con todas sus fuerzas.

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El bus

Han pasado cuatro años y Nessa está de pie, al sol, en la estación de autobuses de Letterkenny. Allí todo es tan viejo como sus gentes. Con la excepción de la propia Nessa y de Megan, la pelirroja de mejillas coloradas que fuma sin disimulo tabaco «de cultivo propio» y desafía a los adultos de su entorno a que se lo impidan.

Nessa quiere decirle algo. Algo como: «Debemos mantenernos en forma si queremos sobrevivir.» Las estadísticas muestran que sólo uno de cada diez niños consigue superar la adolescencia. Pero a Megan se la ve tan contenta que Nessa prefiere no amargarla.

Compran los billetes a la ancianita de la taquilla y salen para subir al autobús.

—¡Menuda chatarra! —dice Megan.

El motor, destartalado, escupe gases de aceite vegetal reciclado, que hacen que el ambiente huela a fritanga.

—Tendremos suerte si es capaz de cargar con el peso de esa mochila que has traído. Seguro que nos deja tiradas en mitad de la nada.

Un sargento robusto y de mediana edad aguarda junto al autobús, blandiendo una aguja de hierro de diez centímetros. Sudando bajo la gorra, la desinfecta con alcohol y se la clava en el brazo a todo el que sube a bordo.

—¿Le parece que tengo pinta de sídhe? —refunfuña una anciana.

—Tengo entendido que pueden adoptar la apariencia que les dé la gana, señora.

—En ese caso, ¡no creo que quieran parecerse a mí!

—Razón no le falta —responde el sargento.

La anciana maldice cuando recibe el pinchazo a pesar de todo.

El sargento sonríe.

—¡Le pido disculpas! Se supone que el hierro les hace daño.

Cuando le toca el turno a Nessa, el guardia le ve las piernas y no puede evitar mirarla con cara de lástima. «¿Acaso tus padres no te querían lo suficiente como para matarte?»

—¿Pasa algo? —pregunta ella, inexpresiva.

—Disculpe, sargento —se entromete Megan, empleando un tono educado y respetuoso; tiene la cara más dulce que se pueda imaginar, unas mejillas sonrosadas y los ojos verdes y brillantes —. Lo que mi amiga intenta decir es: «Ocúpese de sus asuntos, cotilla metomentodo.»

Cuando Megan se planta delante de la aguja, el sargento se asegura a conciencia de que no sea una espía. La chica recibe el pinchazo sin protestar, pero, en cuanto él saca la aguja, lo desequilibra con una zancadilla y le retuerce el brazo por detrás de la espalda, de manera que ese hombre adulto, que la dobla en tamaño, se postra de rodillas ante ella.

—¡Megan! —exclama Nessa —. ¡Ya basta!<

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