La última cuentista

Donna Barba Higuera

Fragmento

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1

Lita lanza otro tronco de pino al fuego. El humo dulce pasa flotando entre nosotras en dirección al cielo estrellado. Le crujen las rodillas cuando se sienta de nuevo en la manta, a mi lado. Esta vez, la taza de chocolate caliente con canela que me ha preparado sigue intacta.

—Tengo algo que quiero que te lleves para el viaje, Petra. —Lita se mete la mano en el bolsillo de la sudadera—. Como no estaré presente cuando cumplas trece años… —Saca un colgante con forma de sol. El centro lo ocupa una piedra negra plana—. Si lo sostienes al sol, su luz brilla a través de la obsidiana.

Lo cojo y lo sostengo en alto, pero no hay sol. Solo luna. A veces intento imaginarme que veo cosas que, en realidad, no puedo ver. Pero estoy segura de que una tenue luz atraviesa el centro de la piedra. Muevo el colgante adelante y atrás. Desaparece por completo cuando lo alejo demasiado del centro de mi campo visual.

Cuando vuelvo la vista atrás, Lita está señalando el colgante que lleva al cuello, idéntico al mío.

—No sé si lo sabrás, pero los yucatecos creen que la obsidiana contiene magia. Que es una puerta para unir a los que se han perdido.

Frunce los labios. La piel marrón se le arruga sobre la nariz como la corteza agrietada de un árbol.

—No deberían obligarme a ir —digo.

—Tienes que hacerlo, Petra. —Lita aparta la vista un buen rato antes de seguir hablando—. Los niños no deben estar separados de sus padres.

—Tú eres la madre de papá, así que él debería quedarse. Todos deberíamos —añado, aunque sé que sueno como una niña pequeña.

Ella deja escapar una risa profunda y suave.

—Soy demasiado vieja para viajar tan lejos. Pero para ti… ¡Dios mío![*] ¡Un planeta nuevo! Es emocionante.

Me tiembla la barbilla y oculto la cabeza en su costado mientras le rodeo la cintura y la aprieto con fuerza.

—No quiero dejarte.

Lita suspira y el movimiento le baja el vientre. En algún lugar del desierto, detrás de su casa, un coyote aúlla para llamar a sus amigos. Como si hubieran estado esperando esa señal, los pollos cloquean y una de sus cabras miotónicas bala.

—Necesitas un cuento —dice, en referencia a uno de sus relatos fantásticos.

Nos tumbamos boca arriba, mirando el cielo nocturno. El viento cálido del desierto sopla sobre nosotras mientras Lita me acerca a ella con el abrazo más fuerte del mundo. Quiero quedarme aquí para siempre.

Señala el cometa Halley. Desde aquí, no parece tan peligroso.

Había una vez —empieza su historia— un joven nagual serpiente de fuego. Su madre era la Tierra, y su padre, el Sol.

—¿Un nagual serpiente? —pregunto—. Pero ¿cómo pueden el Sol y la Tierra ser padres de algo que es parte humano y parte animal…?

—¡Chis! Esta es mi historia. —Se aclara la garganta y toma mi mano entre las suyas—. Serpiente de Fuego estaba enfadado. Su madre, la Tierra, lo alimentaba y criaba, pero su padre, el Sol, permanecía lejos. Su padre hacía crecer las cosechas, pero también provocaba grandes sequías y muerte. Un día muy caluroso, cuando el Sol estaba sobre el nagual, este retó a su padre. —Lita agita un brazo en dirección al cielo—. Aunque su madre le suplicó que se quedara con ella para siempre, el joven Serpiente de Fuego corrió hacia su padre.

Lita guarda silencio un momento. Sé que estas pausas forman parte de su estrategia para mantener el suspense. Funciona.

—¿Qué pasó entonces?

Ella sonríe y continúa.

—Con la cola de llamas tras él, Serpiente de Fuego ganó velocidad hasta que ya no pudo frenar. Pero, al acercarse al astro rey se dio cuenta de su error. Las llamas del Sol eran lo más poderoso y fuerte del universo. El nagual rodeó a su padre para volver a toda prisa a su hogar, pero era demasiado tarde: el fuego del Sol le había quemado los ojos, así que ya no veía nada. —Lita chasca la lengua—. Pobrecito, cegado y moviéndose a tanta velocidad que nunca sería capaz de detenerse, que nunca encontraría a su madre. —Suspira. Ahora llega la parte de la historia en la que su voz se vuelve más ligera, como si le diera indicaciones de cómo llegar hasta la panadería de la esquina—. Así que, cada setenta y cinco años, vuelve a repetir su viaje con la esperanza de reunirse con ella. —Señala de nuevo a la serpiente de fuego—. Llega lo bastante cerca como para percibir a su madre, pero nunca tanto como para abrazarla.

—Salvo esta vez —digo mientras noto el calor en la espalda.

—Sí —responde, y me acerca más a ella—. Dentro de unos cuantos días, la serpiente de fuego por fin encontrará a su madre. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado —dice para concluir su cuento.

Le acaricio la mano una y otra vez, memorizando sus arrugas.

—¿Quién te contó esa historia? ¿Tu abuela?

Lita se encoge de hombros.

—Me contó algunas partes. Puede que me la haya inventado casi entera.

—Tengo miedo, Lita —susurro.

Ella me da una palmadita en el brazo.

—Pero ¿a que te has olvidado de tus problemas por un momento?

No respondo por vergüenza. Es cierto que su historia me ha hecho olvidar. Olvidarme de lo que le podría pasar a ella y a todos los demás.

—No tengas miedo —dice—. Yo no lo tengo. No es más que el nagual, que vuelve a casa.

Levanto la vista para mirar en silencio la serpiente de fuego.

—Voy a ser igual que tú, Lita. Una cuentacuentos.

Ella se sienta y cruza las piernas, frente a mí.

—Una cuentista, sí. Lo llevas en la sangre. —Se inclina hacia mí—. Pero ¿igual que yo? No, mija. Tienes que descubrir quién eres tú y ser justo eso.

—¿Y si echo a perder tus historias?

Lita me sujeta la barbilla con una mano suave y marrón.

—No puedes echarlas a perder. Han viajado durante cientos de años a través de muchas personas para encontrarte. Ahora, hazlas tuyas.

Pienso en Lita y en su madre, y en la madre de su madre. En cuánto sabían. ¿Quién soy yo para seguir sus pasos? Me aferro al colgante.

—Nunca perderé tus historias, Lita.

—Ya sabes que el planeta al que vas también tendrá un sol o dos. —Se da un toquecito con la uña en su colgante—. ¿Me buscarás cuando llegues?

Me tiembla el labio inferior y las lágrimas me corren por la cara.

—No puedo creerme que vayamos a abandonarte.

Ella me seca una lágrima de la mejilla.

—Es imposible que me abandonéis. Vais a llevarme a mí y a mis historias a un nuevo planeta, al futuro. Tengo mucha suerte.

Le doy un beso en la mejilla.

—Te prometo que estarás orgullosa de mí.

Sin soltar mi colgante de obsidiana, me pregunto si Lita observará la serpiente de fuego a través del cristal ahumado cuando el nagual por fin se reúna con su madre.

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2

La lanzadera que lleva desde Santa Fe hasta la zona de despegue en el bosque nacional de San Juan, cerca de Durango, tarda menos de dos horas en llegar. Media hora de ese tiempo la ocupó un discurso de mi padre, que nos explicaba a Javier y a mí que teníamos que dejar de pelearnos, ser amables y trabajar mucho.

Me parecía raro que el Gobierno hubiera elegido un bosque de Colorado en vez de una base militar. Sin embargo, cuando veo las carreteras aisladas y los kilómetros de bosque cerrado, lo entiendo. Hasta tres naves gigantescas de colonización interestelar diseñadas para el éxodo de la Tierra podrían perderse en este lugar.

Pleiades Corp fabricó estas naves de lujo para que los ricos pudieran viajar por la galaxia con todas las comodidades. Había visto sus anuncios en las megapantallas de los arcenes de las aerovías, en los que se veía el interior, digno de un hotel de cinco estrellas. Lámparas de araña con el color distintivo de Pleiades Corp, el púrpura real, iluminaban los rostros de los actores, que vestían ropa elegante, sostenían copas de Martini y sonreían mientras contemplaban una nebulosa falsa. Con una tintineante música de piano de fondo, un hombre que hablaba como si hiciera gárgaras con aceite de aguacate todas las mañanas decía: «Pleiades Corporation. Reimaginamos sus expectativas sobre los viajes interestelares. Vida de lujo entre las estrellas, reservada para la élite aventurera».

Pienso en lo que son ahora las naves. Esas personas de las megapantallas, las de las sonrisas de dientes blanqueados, no se parecen en nada a nosotros: científicos, terraformadores y líderes que, según el Gobierno, tienen más derecho a vivir que los demás. ¿Cómo han hecho la elección esos políticos? ¿Y si mis padres hubieran sido mayores? ¿Cuántos de esos políticos han conseguido un pase preferente?

No parece correcto escabullirse de la Tierra cuando tantas personas se quedan atrás. Ni siquiera informaron a mis padres de nuestro destino hasta el día antes. Mi padre dice que Pleiades ha estado guardando sus naves en unas instalaciones subterráneas enormes del aeropuerto de Denver; se suponía que aún faltaban dos años para su primer viaje oficial. Los vuelos inaugurales de prueba al espacio realizados unos meses antes habían tenido éxito, pero, como nos vamos de una forma tan repentina, este será el primer viaje interestelar propiamente dicho.

Si una erupción solar no hubiera desviado el cometa de su curso hace una semana, dentro de unos días estaríamos contemplando tranquilamente el paso de Serpiente de Fuego junto a la Tierra, como viene sucediendo desde el principio de los tiempos.

Las instalaciones de despegue no son más que un viejo puesto de guardabosques reconvertido, justo detrás de una de las puertas del parque nacional. Intento no pensar en lo que he visto en la entrada principal. Desde el puesto nos piden que recorramos a pie con otros pasajeros un sendero que se introduce en el bosque. Más familias se reúnen detrás de nosotros, a la espera de su turno para caminar hasta la nave. El bosquecillo de álamos temblones y pinos filtra la luz como la vidriera de Jonás y la ballena en la iglesia. Doy un respingo al oír la algarabía de crías de pájaro que pían sobre nosotros. Levanto la vista y veo a una mamá golondrina salir volando del nido en busca de más comida. Los bebés pían más bajito cuando ella se va. La mamá pájaro no sabe que todo su trabajo es una pérdida de tiempo. Entorno los ojos para enfocar las cabecitas diminutas que se asoman al borde del nido. Al principio, me siento mal por ellos, tan pequeños e indefensos. Pero entonces me doy cuenta de que, en cierto modo, los pájaros son los más afortunados: nunca se enterarán de lo que acabó con ellos.

Seguimos caminando hacia la nave por un camino que podría ser un sendero de excursionismo cualquiera. Es el éxodo de la Tierra menos oficial que pudiera imaginarse. Mis padres me contaron que, a través del seguimiento de las conversaciones online, sabían que demasiados grupos conspiranoicos y radicales sospechaban que algo estaba pasando aquí fuera. Resulta que estaban en lo cierto. Mi hermano pequeño, Javier, se detiene en seco cuando salimos del camuflaje que proporcionan las copas de los cedros y llegamos a un campo abierto. Una nave monstruosa con aspecto de mantis religiosa de acero inoxidable y cristal aparece ante nosotros.

—¿Petra…? —me dice, y se me agarra a la muñeca.

Al otro lado del campo hay una réplica exacta de nuestra nave. Desde tan lejos, parece la mitad de grande que el mastodonte que tenemos enfrente. Solo quedan dos naves, una ya se ha ido. Mi padre me dijo que perdieron contacto cuando llegó la última comprobación, al acercarse a Alfa Centauri.

—No pasa nada —le digo a Javier y lo animo a seguir, aunque yo también quiero salir corriendo hacia el bosque.

Pienso en Lita, en mis profesores y en mis compañeros, y me pregunto qué estarán haciendo ahora mismo. No quiero ni imaginarme lo que es tener tanto miedo como para querer esconderse de algo de lo que no pueden esconderse. Así que decido imaginarme a Lita y a la tía Berta tumbadas bajo la manta de flecos roja y negra, bebiendo café con su «salsa secreta» mientras observan el regreso a casa de la serpiente nagual.

—¡Berta! No es momento para ser agarrada —diría Lita mientras inclina la botella de cristal marrón para servir más de aquel líquido denso del mismo color.

—Supongo que tienes razón —contestaría la tía Berta—. Ya no hace falta reservarlo para Navidad.

Lita serviría más aún en la taza de la tía Berta. Brindarían con sus tazas de arcilla, le darían un buen trago y apoyarían la espalda, hombro con hombro, en la pacana de cien años de la tía Berta.

Esa es la historia que recordaré de ellas.

Antes de que eligieran a mis padres, ya habían empezado los saqueos. Cuando le pregunté a mi madre por qué se molestaban, teniendo en cuenta que todas esas cosas pronto desaparecerían, a ella se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Tienen miedo. Algunas personas harán cosas de las que nunca se habrían creído capaces. No somos quiénes para juzgar a nadie.

Sigo sin entender por qué algunas personas son capaces de conservar la calma, mientras que otras organizan revueltas. Se supone que debo estar contenta porque eligieron a mis padres para ir al nuevo planeta, Sagan. Pero es como si me hubieran dado el último vaso de agua de la Tierra y me lo estuviera bebiendo con ansia mientras todos los demás me observan.

Miro el cometa y hago una mueca. «Te odio».

Como hormigas en ordenada marcha hacia nuestro agujero, mi familia y yo caminamos en silencio por el campo de hierba junto a varios científicos y a otra familia con un adolescente rubio. Al acercarnos, en vez de la plataforma de lanzamiento de cemento comercial que esperaba encontrar, no hay más que hierba recién cortada.

Mi madre habla en voz baja.

—Ni siquiera te enterarás del paso del tiempo cuando estemos ahí arriba. No hay que ponerse nerviosa. —Pero, cuando la miro, veo que cierra los ojos con fuerza y sacude la cabeza como si así consiguiera que todo desapareciese—. Y, cuando lleguemos a Sagan, empezaremos de nuevo, como en una granja. Habrá más personas de tu edad.

Nada de lo que diga puede arreglar esto. No quiero volver a tener amigos. Si hasta tuve que soltar a Rápido detrás de la casa de Lita… Puede que mi tortuga sobreviva de algún modo dentro de su madriguera al impacto del cometa y siga viviendo su vida sin mí.

—Esto es una estupidez —mascullo—. Debería contarles lo de mis ojos para que no nos dejen subir a la nave.

Mis padres se miran entre ellos. Mi madre me agarra del codo y me lleva a un lado. Sonríe a la otra familia cuando pasan junto a nosotras.

—¿Qué estás haciendo, Petra?

Noto que se me escapan las lágrimas.

—¿Qué pasa con Lita? Es como si ni siquiera te importara.

Mi madre cierra los ojos.

—Ni siquiera sé cómo explicarte lo difícil que es esto para todos nosotros. —Deja escapar el aliento y me mira—. Siento mucho el daño que te está haciendo, pero no es el momento oportuno para eso.

—¿Cuándo lo será? —pregunto alzando demasiado la voz —. ¿Dentro de cientos de años, cuando ella ya no esté?

El adolescente rubio que ahora tenemos delante vuelve la vista atrás para mirarnos. Su padre le da un codazo y mira de nuevo hacia delante.

—Petra, no podemos saber qué pasará exactamente —dice mi madre mientras le lanza una mirada furtiva a la otra familia. Se agarra la trenza y retuerce el extremo con la mano.

—Creo que mientes.

Mi madre mira a mi padre y me pone una mano en el brazo.

—Ahora mismo, Petra, el mundo no gira en torno a ti. ¿Has pensado en cómo se sentirán los demás?

Estoy a punto de decir que puede que el mundo ya no gire nunca más, pero me vibra el brazo. Levanto la vista y veo que mi madre está temblando. Señala la dirección de la que venimos.

—¿Te has fijado en la gente que esperaba al otro lado de las puertas?

Aparto la vista. No quiero recordar a la mujer que se quitaba la alianza mientras empujaba a su bebé hacia el guardia armado. «Por favor, por favor», suplicaba una y otra vez, solo moviendo los labios, mientras nosotros entrábamos en el autobús. Tal y como había predicho el seguimiento, aquella joven familia y otras cien más habían averiguado que el Gobierno ocultaba algo aquí fuera.

—Darían lo que fuera por estar a bordo con nosotros —añade mi madre, que se inclina sobre mí y me taladra con la mirada—. ¿Quieres irte?

Pienso en la madre con el bebé, en qué pasaría si no volviera a ver nunca a papá, a mamá o a Javier.

—No —respondo.

Una mujer y una niña se acercan, cogidas de la mano. La niña tiene un cuerno en espiral plateado encima de la cabeza, unido a la capucha de su sudadera. Al pasar junto a nosotras, la niña se vuelve sin disimulo y me mira con suspicacia.

—Suma, no —le susurra su madre, y la niña aparta la vista.

Mi madre las mira a su vez y sé que también se ha dado cuenta de que nos observaban.

—Así que, por favor, ¿puedes guardarte tus opiniones, por ahora?

Dicho lo cual, sigue caminando y deja atrás a mi padre y a Javier. Mi padre me mira, arquea las cejas y me hace un gesto con la cabeza. Y, solo con eso, sé que él también está harto. Javier corre hacia mí y está a punto de tropezarse con una piedra del camino. Se me abalanza y tengo que sujetarlo. Me da la mano.

—No pasa nada —me dice, igual que le he dicho yo hace unos minutos. Esta vez es él quien tira de mí para que siga andando.

Respiro hondo cuando llegamos a la rampa de acceso a la mantis religiosa voladora. El morro, del tamaño de un campo de fútbol, se alza ante nosotros. Las ventanas de la zona frontal hacen que parezca que tiene la boca abierta, y nos enseña unos dientes largos entre la parte superior de la cabeza y el fondo de la mandíbula. Dos patas traseras dobladas se introducen en la tierra y la anclan en al suelo.

A lo lejos, unos puntitos diminutos entran en el vientre de la otra nave con forma de bicho, que saldrá poco después que la nuestra.

Javier señala dos compartimentos ovalados con forma de ala en la parte de atrás de la nave.

—¿Ahí es donde vamos a estar? —pregunta.

Mi padre asiente con la cabeza.

—Es más grande que mi colegio —susurra Javier.

—Y tanto. —Mi padre esboza una sonrisa falsa, como si intentara convencerlo de que vamos de nuevo a Disneyland—. Hay muy pocas naves que puedan llevar a tanta gente tan lejos.

—¿Y estaremos dormidos? —pregunta él.

—Como si echáramos una siesta.

La «siesta» y lo que nos ofrecerá es el único punto positivo. Sin embargo, a diferencia de las siestas rápidas de treinta minutos de Javier, este sueño durará trescientos ochenta años.

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3

No sé cómo no supe sumar dos y dos sobre lo que estaba sucediendo durante la semana anterior al viaje, cuando escuché «por accidente» una conversación entre mis padres.

Habían bajado la voz en el salón, yo ya me conocía la técnica. Significaba que, aunque sabían que estábamos dormidos, no querían arriesgarse a que oyéramos algo. Le arranqué la cabeza a mi muñeca Josefina American Girl y extendí su melena oscura sobre mi almohada. Llevaba ya cinco años sin jugar con Josefina, pero la tenía a mano para ocasiones como esta.

Salí de puntillas de mi dormitorio y pasé junto a la puerta de Javier. El brillo de su acuario proyectaba la luz justa para poder ver el pasillo. De su cuarto salió un susurro lo bastante fuerte como para que Josefina cobrara vida del susto.

—¿Adónde vas, Petra?

Su puerta chirrió cuando entré corriendo.

—A ninguna parte. Solo voy a por un vaso de agua.

Se arrastró por su cama para hacerme sitio. En vez de pijama, llevaba su sudadera de Gen-Gyro-Gang; no se la había quitado en tres días. Desde que los genetistas chinos crearon a Lance el Lanudo y aquel diminuto mamut clonado fue presentado al mundo, todos los niños de menos de ocho años tenían una sudadera de GGG con Lance en el centro, un bebé Hypacrosaurus a un lado y un dodo en el otro. Javier alargó una mano para darme su libro Soñadores, una versión en papel real que había pertenecido a mi padre cuando era pequeño. Era tan viejo que se escribió mucho antes de que se inventaran los librex y los generadores de historias.

—Ahora no, Javier —le dije mientras volvía a meter su libro favorito en la estantería que estaba encima de su cama.

—Jooo... —protestó él.

Durante un segundo, mis padres se callaron, así que me llevé un dedo a los labios.

—Se supone que estamos dormidos.

Le di un beso de buenas noches y me golpeé el dedo pequeño del pie contra el lateral de su cama. Me tapé la boca y caí de nuevo en el colchón, a su lado.

—Lo siento —susurró.

Gruñí.

—No es culpa tuya. No lo he visto. —Me masajeé el dedo—. Estúpidos ojos.

Javier me dio la mano.

—No te preocupes, Petra. Yo seré tus ojos.

Se me formó un nudo en la garganta y me tumbé a su lado para abrazarlo por detrás. Le cogí una mano y le acaricié con el dedo la marca de nacimiento con forma de constelación que tenía, un puñado de pecas en el hueco entre el pulgar y el índice; era un mensaje silencioso que solo nosotros dos conocíamos. Apoyé la cabeza en la almohada, al lado de la suya, y observamos a su rana enana africana, que nadaba de un lado a otro, desde el fondo hasta la superficie de la pecera. Con sus patas larguiruchas y palmeadas, parecía un tomatillo con unos palillos pinchados.

—Le das demasiada comida a esa rana.

—Se llama Gordo, así que no pasa nada.

Solté una risita y le acaricié la marca de nacimiento hasta que su respiración se volvió más profunda. Desde el lomo de Soñadores, la madre nos observaba, vigilante; tenía labios y ojos amables, como los de Lita.

Salí con cuidado de la cama y pisé el suelo. El pasillo estaba en penumbra, así que decidí que era seguro acercarme al salón para escuchar a escondidas. Fui palpando el camino, para no tropezarme con nada, y me agaché detrás del sofá modular.

—Es un poco morboso —dijo mi madre—. Ciento cuarenta y seis personas, justo el número de monitores que hay en cada transporte; eso es todo lo que se necesita para que los humanos sigan adelante con la suficiente diversidad genética, por si los demás morimos.

Siempre estaban planteándose alguna hipótesis científica por diversión, así que pensé que se trataba de otra de aquellas conversaciones nocturnas de pareja friki.

—Es como si los monitores estuvieran haciendo un gran sacrificio por todos nosotros —siguió diciendo mi madre.

—Los escogieron para esta misión por un motivo, como a nosotros —repuso mi padre.

—Pero nosotros podremos llegar al final del viaje.

—Aun así, ellos también son pasajeros. Y no sabemos bien lo que nos espera. ¿Quién sabe si sus vidas serán mejores o peores que las nuestras?

Aquello ya no sonaba tanto a conversación hipotética. El reloj de la cocina dio las diez.

—Enciende pantalla —dijo mi padre para poner las noticias de las diez programadas específicamente para ellos.

Me asomé por encima del cojín de arriba del sofá.

—Esta noche nos unimos al Foro para la Paz Global, donde un movimiento internacional empieza a tomar forma. —La presentadora arqueó las cejas, aunque no se le formó ni una arruga en la frente—. Este… interesante movimiento ha recibido grandes alabanzas, pero también un buen número de críticas.

Un hombre con el pelo muy corto por las sienes y la nariz puntiaguda empezó a hablar. Tenía una voz agradable que no pegaba con sus rasgos angulosos.

—A lo largo de este siglo nos hemos enfrentado a muchos retos. Pronto no quedará ninguno. Imagínense un mundo en el que los humanos pudieran alcanzar un consenso. Con la unidad colectiva podemos evitar el conflicto. Sin conflicto, no hay guerra. Sin los costes de las guerras, no habrá hambre. Sin las diferencias entre culturas, aspecto, conocimientos…

Asomé la cabeza más todavía para ver mejor. Detrás de él, hombres y mujeres con pelo decolorado y peinado hacia atrás, vestidos con uniformes a juego, formaban una tensa hilera; mantenían las manos colocadas una sobre otra a la altura de la cintura. Sonrisas idénticas, sin nada de maquillaje.

—La irregularidad y la desigualdad son lo que nos ha llevado hasta la agitación y la tristeza. Este esfuerzo colectivo nos asegura la supervivencia —dijo el hombre.

—Sí, pero ¿a qué coste? —le dijo mi padre, aunque él no pudiera oírlo.

—¿Y no es eso también lo que estamos haciendo nosotros? —preguntó mi madre—. ¿Sobrevivir?

Mi padre suspiró.

El hombre dio un paso atrás para ponerse en línea con los demás.

—Únanse a nosotros. Nuestro Colectivo es más fuerte como una sola unidad. Con su confianza, podemos eliminar el dolor del pasado. Conseguiremos…

—Crear una nueva historia —añadieron todos al unísono.

Mi padre le quitó el sonido a los altavoces.

—Creo que están hablando de una clase de supervivencia completamente distinta. No me digas que no te dan miedo —añadió señalándolos.

Me senté sobre los pies. El mundo que aquellos tipos proponían no me sonaba tan mal. Sin guerra. Sin hambre. Sin tener que decidir qué ponerte cada día para ir al instituto.

Como si mi padre me hubiese leído la mente, siguió hablando.

—Lo que me da miedo no es lo que quieren, sino cómo proponen conseguirlo.

Lo normal era que no me dejaran quedarme hasta tarde para ver las noticias, así que sabía que tenía que haberme perdido algo bueno. ¿Qué proponía exactamente aquel tío para que diera tanto miedo?

Vi que mi padre negaba con la cabeza.

—La igualdad está bien. Pero la igualdad no es lo mismo que la invariabilidad. A veces, los que dicen estas cosas sin considerar lo que de verdad significan… Ese dogma es un arma de doble filo.

Me dije que al día siguiente tendría que buscar lo que significaba «dogma».

—¿No crees que algunos de ellos entrarán? —preguntó mi madre señalando la pantalla.

—No podemos preocuparnos por eso. Tenemos problemas mayores, como competir con otros países por el transporte.

—Te garantizo que al menos desde Japón y Nueva Zelanda saldrán unos cuantos en los próximos días. La pregunta es si cuentan con un asentamiento secreto viable o no. —Mi madre suspiró—. Puede que ese Colectivo tenga razón: mira lo bien que funcionan la paz y la cooperación internacional.

Oí un golpeteo y supe que mi padre le estaba dando unas palmaditas en la rodilla.

—Nuestro trabajo consistirá en recordar qué partes salieron mal, para así hacerlo mejor con nuestros hijos y nietos. Celebrar nuestras diferencias y encontrar el modo de vivir en paz, a pesar de todo.

Volví sigilosamente a mi dormitorio y tiré a Josefina al suelo. Me pregunté si uno de esos monitores de los que hablaban me ayudaría a limpiar mi nuevo cuarto. ¿A qué parte de Estados Unidos nos llevaría ese transporte, para el nuevo proyecto de mis padres? ¿Cómo podía evitar que Javier le siguiera dando demasiada comida a su rana?

Hasta más tarde no me enteré de que, aquella noche, a diferencia de mí y de la gente de las noticias, mis padres ya sabían lo que iba a suceder. No íbamos a estar despiertos para interactuar con los monitores ni para ensuciar nuestros dormitorios. No íbamos a otro lugar del planeta Tierra. La «misión» de mis padres está en un planeta fuera de nuestro sistema solar llamado Sagan. Los monitores, elegidos para cuidarnos mientras dormimos, ni siquiera estarán vivos para verlo. Pero, con suerte, sus trastataranietos estarán allí cuando despertemos.

Y la rana con sobrepeso de Javier está en un estanque, comiendo todo lo que le da la gana.

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4

Al parecer, el tío que inventó En Cognito (alias Conocimiento Descargable) compró su billete para la tercera nave dándoles acceso a todos los pasajeros que partieran de la Tierra. Por tanto, mientras estemos inconscientes durante el viaje, recibiré las clases de botánica y geología que mis padres me escojan. Sin embargo, como tengo casi trece años, también puedo elegir la optativa que quiera. Es probable que mi optativa de En Cognito cueste más que nuestra casa y la de Lita juntas. Cientos de años… y de vidas de folclore y lecciones de mitología estarán grabados en mi cabeza cuando lleguemos a Sagan. Ni siquiera soy capaz de imaginarme todos los cuentos que me sabré.

Estoy tan ocupada pensando en lo orgullosa que habría estado Lita, que apenas me doy cuenta de que mi madre le hace un gesto a mi padre cuando subimos a la nave. Mi padre coge a Javier de la mano y mi madre me sujeta del codo.

—Te tengo, tranquila —me susurra.

De repente, sé lo que están haciendo y me entran ganas de llorar. Sé lo que no están diciendo en voz alta (no pueden arriesgarse a fastidiarlo todo). Los organizadores no quieren a personas con un «defecto genético» como mis ojos en el nuevo planeta.

En la rampa de entrada nos esperan al menos siete personas, todas jóvenes, con idénticos monos de color gris oscuro. Y lo único que los distingue es un arcoíris en la cabeza formado por distintos tonos neutros de piel, desde el blanco hasta el marrón oscuro. Examinan a la

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