Proyecto Cassandra

Cristin Terrill

Fragmento

Proyecto Cassandra

1

Eme

MIRO FIJAMENTE EL DESAGÜE EN EL CENTRO DEL PISO DE concreto. Fue lo primero que vi cuando me encerraron en esta celda, y apenas he dejado de observarlo desde entonces.

Al principio sólo me puse necia, arrastraba los pies dentro de las delgadas pantuflas de prisión que me dieron, para que tuvieran que jalarme a lo largo del pasillo por ambos brazos. Pero cuando vi el desagüe, comencé a gritar. Invadió mi visión hasta que dominó por entero la pequeña celda de bloques de hormigón, y lancé patadas a los hombres que me sostenían, tratando de arrancar mis brazos de su agarre de hierro. Sólo pude imaginar las más espantosas razones posibles por las cuales necesitarían un desagüe en el piso.

Cualquier horror que haya imaginado, aún no ha sucedido —al menos no todavía—, pero el desagüe todavía domina mi atención. Es como un faro, convirtiéndose en mi foco de atención una y otra vez. Incluso ahora, estoy tumbada sobre mi costado en el angosto catre que está contra la pared y mirando fijamente esa cosa como si aún hubiera algo que aprender de ella. Catorce centímetros de ancho, treinta y dos pequeños orificios, y una abolladura del tamaño de una moneda de cinco centavos casi en el centro.

—¿Qué estás haciendo? —la voz familiar suena distante a través del ducto de ventilación.

—Horneando un pastel.

Se escucha una risa, y el sonido me hace sonreír. Me sorprende un poco que mis músculos aún recuerden cómo hacer ese movimiento.

—¿Estás mirando el desagüe otra vez? —no digo nada.

—Eme, por favor. —dice—. Lo único que lograrás es volverte loca.

Pero tengo algo más en mente.

Hoy, por fin, voy a descubrir todos los secretos del desagüe.

Poco después, escucho los pasos de un guardia que se acerca. Es difícil calcular el tiempo aquí, sin relojes o ventanas o cualquier actividad que rompa el largo transcurrir de los segundos. Todo lo que tengo para medir el tiempo son mis conversaciones con el muchacho de la celda de al lado y el crecer y menguar de mi propia hambre.

Mi estómago gruñe ante el sonido de las botas contra el cemento, reacciona como el sonido de una campana para uno de los perros de Pavlov.

La pesada puerta de metal se desliza lo suficiente para revelar a Kessler, el guardia con la cara como la combustión lenta de llamas extinguidas. La mayoría de los guardias son indiferentes conmigo, pero él en verdad me odia. Resiente que lo hagan esperar por mí, supongo, cuando trae mis comidas y cambios limpios de la ropa azul que me han dado para ponerme. Me hace sonreír. Si tan sólo supiera a lo que estaba acostumbrada antes de que el mundo se desmoronara a nuestro alrededor como una casa consumida desde dentro por la podredumbre.

Kessler me tiende la bandeja del almuerzo y yo me muevo rápido para arrebatarla de su mano. Cuando no soy lo suficientemente rápida, la deja caer con estrépito al suelo, mandando pedacitos de comida a volar en todas direcciones. La humillación de arrastrarme por cualquier cosa que Kessler me ofrezca me quema las entrañas, pero, para variar, estoy ansiosa por mi comida. Aunque no gracias al alimento café y blando de la bandeja, por supuesto.

Tal vez por los cubiertos que lo acompañan.

Kessler me ofrece una sonrisa mordaz y burlona, y desliza la puerta de mi celda para cerrarla otra vez. En cuanto se va, agarro la cuchara y el tenedor de la bandeja y comienzo a examinarlos. No hay cuchillo; nunca lo hay. La carne remojada no necesita ser cortada, y probablemente temen que monte un atrevido intento de fuga con el desafilado utensilio de plástico, blandiéndolo contra los hombres con metralletas afuera de mi celda.

Pongo la bandeja a un lado y me siento con las piernas cruzadas junto al desagüe. Intento primero con el tenedor, presionando las puntas contra uno de los tornillos que mantienen la rejilla en su lugar. Como lo sospeché, son demasiado gruesas para encajar en las ranuras, así que lo aviento. Vuela sobre el concreto y con sonidos metálicos musicales aterriza junto a la bandeja.

Mi única esperanza es la cuchara. Presiono su parte curva contra el mismo tornillo, y esta vez uno de los bordes se agarra. Contengo la respiración, como si cualquier cambio en la presión del aire de la habitación pudiera deshacer las cosas, y empujo la cuchara, tratando de usarla para aflojar el tornillo. Se resbala. Lo intento de nuevo una docena de veces, pero no funciona; la cuchara se sigue resbalando del tornillo de manera que sólo estoy presionando y dándole vueltas al aire. La parte curva de la cuchara es tan pronunciada que no encaja con la ranura recta de la cabeza del tornillo, y casi lanzo la cuchara contra la pared por la frustración.

Me detengo con la mano en el aire. Tomo un respiro. Piensa.

El mango de la cuchara es demasiado grueso para encajar en la ranura y la base es muy ancha, pero toco el concreto rugoso del suelo de la celda; se siente áspero y frío contra mi palma. Podría funcionar.

Cuando Kessler regresa por mi bandeja, lo estoy esperando. Mi estómago está vacío y duele, pero no he tocado la comida. Necesito toda la bandeja de porquería intacta. Kessler desliza la puerta, y justo cuando el espacio es lo suficientemente grande, lanzo la bandeja a través de éste.

—¡Esto es asqueroso! —grito—. ¡No somos animales!

Kessler se agacha y la bandeja se estrella contra la pared detrás de él con un chasquido. Se retuerce y maldice cuando las salpicaduras de comida café y verde manchan su cara y su uniforme. Reprimo una sonrisa traviesa durante el medio segundo que le toma a Kessler levantar la mano y golpearme el rostro con fuerza. Me derrumbo sobre el piso, las lágrimas punzantes suben hacia mis ojos por el golpe.

—¡Perra loca! —dice Kessler, mientras me cierra la puerta.

Sólo puedo esperar que esté tan enojado por tener que limpiar el desastre que no note la cuchara faltante.

Espero tanto como puedo sólo para estar segura. Una hora, ¿quizás dos? Entonces saco la cuchara de donde la había escondido debajo de mi delgado colchón de espuma. Le arranco la cabeza, lo que deja un borde afilado, y lo mido con mis dedos, comparándolo con la ranura en el tornillo.

Me acerco a la pared y pongo la cara cerca del ducto de ventilación.

—Oye, ¿estás ahí?

Escucho el rechinar tortuoso de los resortes mientras Finn rueda para bajar de su catre.

—Estaba por salir. Tienes suerte de encontrarme.

Presiono con mis dedos las láminas frías de la rejilla. A veces es difícil creer que sólo nos separan 30 centímetros de concreto. Se siente tan lejano.

¿Alguna vez tocará su lado de la pared cuando piensa en mí?

—¿Podrías cantar? —le digo.

—¿Cantar?

—¿Por favor?

—Mmm, okey —suena desconcertado pero dispuesto. Finn nunca dice que no.

—¿Algo en especial?

—Lo que tú quieras.

Comienza a cantar algo que suena a iglesia. Un himno, quizás. No lo supe sino hasta después de que todo empezó —hasta que estábamos en la carretera, dejando atrás todo lo que tenía que ver con nuestras viejas vidas, como el tubo de

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