LohmannFan (Flash Relatos)

Laura Fernández

Fragmento

cap
Aborrecer a Lester J. Murray

Como el resto de los empleados de Útiles Para Magos Jerry Dackers, Darwin Munster usaba chistera y la clásica chaqueta negra entallada que solían vestir los oficinistas que, en otro tiempo, habían querido ser magos. Puesto que aún no ganaba lo suficiente, se contentaba con leer un puñado de páginas de cualquiera de las novelas de su escritor favorito, un tipo llamado Lester, Lester J. Murray, de camino a casa, por las noches, bajo la mortecina luz interior de uno de aquellos gigantescos dirigibles Tazzo que nutrían la siempre menguante flota de transporte público de Wyoming Pete. Darwin Munster odiaba aquellos enormes y malolientes contenedores de oficinistas.

Casi tanto como odiaba a Walter Vreeland.

Walter Vreeland había sido un oficinista corriente, un oficinista del montón, se había limitado a llamar aquí y allá y a teclear todo tipo de cosas en su teleordenador, hasta que había conseguido aquel estúpido ascenso y se había convertido en una especie de engreído ser superior. La clase de engreído ser superior que jamás tendría que volver a pisar uno de aquellos enormes y malolientes contenedores de oficinistas voladores.

¿Por qué?

Oh, muy sencillo.

Walter Vreeland conducía su propio autodirigible.

Schilling Philipson estaba francamente orgulloso de su cada vez más numerosa colección de osos mecánicos. Su última adquisición, un pequeño ejemplar de oso polar de cobre, cuyo rostro estaba ligeramente desdibujado, ocupaba un lugar privilegiado en la estantería que presidía su despacho. Schilling Philipson estaba especialmente orgulloso de aquel pequeño monstruo polar porque se lo había arrebatado a Janice Remington.

Oh, Janice Remington.

Schilling fantaseaba a menudo con enamorar a Janice Remington y dejar que sus voluminosas colecciones de osos mecánicos se reunieran en una sola estantería y fueran felices para siempre.

Pero sabía que algo así no era posible.

¿Por qué?

Oh, muy sencillo.

Porque Janice Remington le odiaba.

Le odiaba como odiaban los protagonistas de las novelas de Lester J. Murray, en su mayoría aburridos oficinistas, a los exultantes oficinistas de otros planetas que les visitaban. En buena parte porque lo único que hacían era contarles cómo de estupendas eran sus vidas allí arriba, en todos aquellos otros planetas que los protagonistas de las novelas de Lester J. Murray jamás pisarían.

—Oh, no va a creérselo, señor Phil.

—¿Uh, esto... Brent?

El ligeramente encorvado vendedor de autodirigibles Brenton Sharp levantó la vista. No solía despegarla de sus zapatos.

—¿Señor Phil?

—¿Cuántas veces tengo que decirte que llames antes de entrar?

—Oh. —Brenton Sharp se dio media vuelta—. Pero la puerta está... eh... abierta, señor.

—¿Y desde cuándo una puerta abierta impide que acciones tu maldito intercomunicador y llames antes de entrar, Brenton?

Brenton Sharp devolvió la vista a sus zapatos. Eran unos buenos zapatos. No habían hecho daño a nadie. Hasta podrían haber pasado por un buen par de guantes.

—Hazlo —dijo Schilling Philipson.

—¿Disculpe, señor?

—Llámame, Brent.

—Pero, señor Phil...

—Vuelve a tu mesa, Brent. Acciona tu maldito intercomunicador y llámame.

Brenton Sharp volvió a levantar la vista.

—¿Lo dice en serio?

—¿Tengo aspecto de estar bromeando, Brentie?

—No me llame Brentie, señor Phil.

—Vuelve a tu estúpida mesa, Brent.

Brent regresó a su mesa. Accionó su intercomunicador. Dijo:

—Señor Phil, ¿puedo pasar a su despacho?

Esperó. CLIC. El señor Philipson suspiró (FUF). CLIC.

—¿Señor Phil?

CLIC. El señor Philipson dijo:

—No.

¿Cómo? ¿Por qué no? ¡Le estoy llamando!

CLIC.

—Está bien. Pasa.

Un nuevo suspiro (FUF).

Brenton Sharp llevó su pelirroja cabeza hasta el despacho del señor Philipson. En el corto trayecto no despegó la vista de sus zapatos.

—¿Y bien?

El señor Philipson fingía leer, arrellanado en su sillón de lectura, en un rincón de su despacho, cuando Brenton regresó.

—Globbie ha vuelto —susurró el encorvado vendedor de autodirigibles.

¿Globbie?

—Globbie Pendleton.

—¿Ese condenado chisme?

Brenton Sharp asintió, sin dejar de mirarse los zapatos.

—Oh, por todos los dioses mecánicos.

Schilling Philipson escrutó el desdibujado rostro de su última adquisición, aquel pequeño oso polar mecánico de cobre, en busca de algún tipo de pista sobre lo que fuera que debía hacer a continuación.

Pero todo el mundo sabe que no hay pistas en el rostro desdibujado de un oso polar mecánico. Con un poco de suerte quizá haya un par de ojos.

—¿Qué hago con él, señor?

—Regálaselo al primer estúpido que entre por la puerta —bramó el señor Philipson.

Brenton Sharp sacudió la cabeza.

—No es un globo, señor Phil.

El señor Philipson frunció el ceño.

—¿Crees que soy estúpido?

—Oh, no es eso, señor Phil, es que nadie va a creerse que funcione. Ni que sea un auténtico regalo. ¿Por qué razón un vendedor de autodirigibles que debe, no olvidemos, vender autodirigibles, señor Phil, iba a regalar uno?

Brenton Sharp había logrado decir todo aquello mirando directamente a los ojos al señor Philipson. El señor Philipson seguía frunciendo el ceño.

—¿Porque no lo soporta?

—Oh, no es tan sencillo, señor Phil.

Los ojos del señor Philipson centellearon.

—¿No, Brent?

—No, señor.

—¿Sabes qué, Brentie? No te pago para que arregles el maldito mundo. Te pago para que vendas autodirigibles. Y ahora quiero que te deshagas de ese condenado chisme. Me da igual lo que hagas con él, sólo quiero que te deshagas de él, ¿entendido?

—Pero, señor Phil...

—Deshazte de él, Brent.

Brenton Sharp se miró los zapatos.

Eran unos buenos zapatos.

No habían hecho daño a nadie.

A menos que lo que estaban a punto de ha

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