¿Por qué hacemos lo que hacemos?

John Bargh

Fragmento

Tripa

Introducción: El túnel del tiempo

INTRODUCCIÓN

EL TÚNEL DEL TIEMPO

La distinción entre pasado, presente y futuro es solo una ilusión de tozuda persistencia.

Albert Einstein

En la universidad estudié en primer lugar Psicología y en segundo lugar a Led Zeppelin. O lo mismo fue al revés.

Estábamos en mitad de los años setenta, y yo era estudiante de la Universidad de Illinois en Champaign-Urbana. Cuando no estaba trabajando en un laboratorio de investigación del Departamento de Psicología, andaba por la cadena de radio FM que llevaban los estudiantes, la WPGU, donde hacía de DJ nocturno. Para pinchar discos hace falta algo más que pura técnica, sobre todo allá en los tiempos predigitales del vinilo. Es un arte que requiere a la vez intuición y experiencia, y tuve que meter la pata varias veces en directo antes de poder por fin relajarme en mi cabina insonorizada. Para poner bien una nueva canción, hay que sincronizar su ritmo, e incluso la clave musical, con la del tema que se está acabando. Como dos personas que se encuentran en la puerta de un restaurante mientras una llega y la otra se va, los dos temas se superponen durante unos segundos y esto crea una agradable sensación de continuidad. Una de las cosas que más me gustaba de Led Zeppelin era que los finales a menudo extraños y prolongados me inspiraban para ser más creativo en las transiciones. Mientras «Ramble On» se desvanecía con la voz de Robert Plant cantando «Mah baby, mah baby, mah baby» cada vez más tenue, yo superponía la lluvia y los truenos que abren el «Riders on the Storm», de los Doors.

Siendo un chico del Medio Oeste que justo empezaba a adivinar lo que quería hacer con su vida, me atrajo la psicología porque prometía un futuro de explicaciones: por qué los seres humanos hacían lo que hacían, tanto lo bueno como lo malo; qué componentes de nuestra mente eran los que determinaban nuestros pensamientos y sentimientos; y lo más intrigante: cómo podíamos utilizar ese profundo pozo de conocimientos para transformarnos a nosotros mismos y nuestro mundo. Por el contrario, la razón de que estuviera tan obsesionado con la música era que eludía cualquier explicación. ¿Por qué me gustaban los grupos que me gustaban? ¿Por qué algunas canciones me ponían el vello de punta o me impulsaban a bailar involuntariamente, mientras que otras me provocaban una absoluta indiferencia? ¿Por qué la música ejercía un efecto tan fuerte sobre mis emociones? La música le hablaba a un oculto rincón de mí mismo que yo no comprendía, pero que claramente existía y era importante. En 1978, cuando me trasladé a Ann Arbor, Michigan, para trabajar en mi doctorado, mi tutor, Robert Zajonc, solía llamarme a su despacho, me enseñaba dos postales de museo con cuadros de arte moderno y me preguntaba cuál me gustaba más. Lo hacía con cuatro o cinco pares de cuadros. Y yo siempre sabía de inmediato cuál me gustaba más, pero no sabía muy bien explicar por qué.

Bob sonreía ante mi desconcierto.

—Exacto —me decía.

Los psicólogos empezaban a darse cuenta de que existen unos mecanismos ocultos subyacentes que guían o incluso crean nuestros pensamientos y acciones,[1] pero apenas empezaban a comprender qué eran estos mecanismos y cómo funcionan. En otras palabras, una parte importante de lo que nos hace ser como somos seguía sin tener explicación, y aun así tenía un papel fundamental en nuestra experiencia.

Por aquella misma época, a finales de los años setenta, un hombre llamado Michael Gazzaniga iba conduciendo por Nueva Inglaterra en una caravana GMC[2] de ocho metros. Gazzaniga, uno de los padres de la neurociencia moderna, no estaba haciendo un viaje de recreo sin más. El propósito de sus trayectos era visitar a pacientes de callosotomía, es decir, personas a las que, para reducir los ataques epilépticos, les habían cercenado el cuerpo calloso, la banda de fibras nerviosas que unen los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro. Gazzaniga esperaba aprender algo nuevo del modo en que interactúan las distintas regiones cerebrales. Para ello sentaba al paciente delante de una pantalla que presentaba algunos estímulos al hemisferio derecho del cerebro y otra información al hemisferio izquierdo. Lo típico era que el paciente no fuera consciente de lo que se le presentaba al lado derecho del cerebro, solo de lo que se presentaba al izquierdo.

En algunos estudios, los investigadores presentaban órdenes visuales como «camina» al hemisferio derecho del cerebro, y el paciente de inmediato apartaba la silla de la mesa del ordenador y se disponía a marcharse de la sala. Cuando le preguntaban adónde iba, contestaba algo como: «Voy a mi casa a por un refresco». A Gazzaniga le llamó mucho la atención la rapidez y la facilidad con la que sus pacientes eran capaces de interpretar y ofrecer explicaciones razonables para unos comportamientos que no habían decidido ni pretendido de forma consciente.

La enorme revelación que Gazzaniga extrajo de sus experimentos fue que los impulsos que motivan muchas de nuestras conductas diarias se originan en procesos mentales de los que no somos conscientes, por más que luego podamos comprenderlos con gran rapidez. Todos sentimos la experiencia subjetiva de la voluntad, pero esta sensación no es una evidencia válida que demuestre que nos hemos comportado de cierta manera por propia voluntad. A todos se nos puede inducir a realizar movimientos de forma involuntaria, como demostró el doctor Wilder Penfield con pacientes de cirugía cerebral en la Universidad McGill, de Montreal, en la década de 1950. El doctor estimulaba un área de la corteza motora, y el brazo de la persona se movía. Luego advertía al paciente de lo que iba a suceder, y el paciente incluso intentaba parar el brazo con el otro y no le era posible[3]. La voluntad consciente no era en absoluto necesaria para el movimiento del brazo; ni siquiera podía impedirlo. Gazzaniga sostenía que la mente consciente da sentido y explicación a posteriori a nuestras conductas generadas inconscientemente, creando una narrativa positiva y plausible sobre lo que hemos hecho y por qué. Obviamente, no hay garantía de que estas explicaciones a posteriori sean acertadas. El descubrimiento de Gazzaniga arrojaba una sorprendente nueva luz sobre el adagio délfico de «Conócete a ti mismo» y generaba nuevas cuestiones sobre la noción del libre albedrío.

En un día cualquiera, ¿cuánto de lo que decimos, sentimos y hacemos está bajo nuestro control consciente? Y lo que es más importante, ¿cuánto de ello no lo está? Y ya lo más crucial: si comprendiéramos cómo funciona nuestro inconsciente, si supiéramos por qué hacemos lo que hacemos, ¿podríamos finalmente conocernos de verdad a nosotros mismos? ¿Podría nuestra información sobre nuestras motivaciones ocultas dar salida a distintas formas de pensar, de sentir y de actuar? ¿Qué podría significar esto en nuestras vidas?

¿Por qué hacemos lo que hacemos? explora estas cuestiones, así como otras cuantas igual de complejas y urgentes. Pero antes de empezar necesitamos examinar por qué la experiencia humana funciona de esta forma. Una vez que adquiramos el marco adecuado para comprender la interacción entre las operaciones conscientes e inconscientes de nuestra mente, se abrirán ante nosotros nuevas oportunidades. Podemos aprender a sanar heridas, r

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