El mesías de las plantas

Carlos Magdalena

Fragmento

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La Tierra constituye solo un pequeño grano en medio de la vasta arena cósmica. Pensemos en los ríos de sangre derramada por tantos generales y emperadores con el único fin de convertirse, tras alcanzar el triunfo y la gloria, en dueños momentáneos de una fracción del puntito. Pensemos en las interminables crueldades infligidas por los habitantes de un rincón de ese píxel a los moradores de algún otro rincón, entre tantos malentendidos, en la avidez por matarse unos a otros, en el fervor de sus odios.

Nuestros posicionamientos, la importancia que nos autoatribuimos, nuestra errónea creencia de que ocupamos una posición privilegiada en el universo son puestos en tela de juicio por ese pequeño punto de pálida luz. Nuestro planeta no es más que una solitaria mota de polvo en la gran envoltura de la oscuridad cósmica. Y en nuestra oscuridad, en medio de esa inmensidad, no hay ningún indicio de que vaya a llegar ayuda de algún lugar capaz de salvarnos de nosotros mismos.

La Tierra es el único mundo hasta hoy conocido que alberga vida. No existe otro lugar adonde pueda emigrar nuestra especie, al menos en un futuro próximo. Sí es posible visitar otros mundos, pero no establecernos en ellos. Nos guste o no, la Tierra es por el momento nuestro único hábitat.

Se ha dicho en ocasiones que la astronomía es una experiencia humillante y que imprime carácter. Quizá no haya mejor demostración de la locura de la vanidad humana que esa imagen a distancia de nuestro minúsculo mundo. En mi opinión, subraya nuestra responsabilidad en cuanto a que debemos tratarnos mejor unos a otros, y preservar y amar nuestro punto azul pálido, el único hogar que conocemos.

 

Reflexiones de Carl Sagan sobre una fotografía de la Tierra tomada por la sonda espacial Voyager 1 a una distancia de seis mil millones de kilómetros (Un punto azul pálido, Planeta, Barcelona, 2007, pp. 8-9)

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Ilustración botánica de la Nymphaea thermarum.

De arriba abajo y de izquierda a derecha: hoja de N. thermarum desde arriba; sección transversal del peciolo; hoja desde abajo; plántula (unida a la semilla); flor desde arriba; planta completa; sección transversal de la flor; estambres (vistos de frente, de lado y por detrás); carpelo con la placentación de los óvulos; disco estigmático y carpelos; fruto desarrollo con pedúnculo; semilla ampliada.

(Dibujos cortesía de Lucy Smith, publicados por primera vez en Curtis’s Botanical Magazine, 27)

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Prólogo

Me encontraba delante de la mesa del invernadero. Era una mañana fría en el Real Jardín Botánico de Kew, en Londres.

Ante mí tenía un ejemplar de café marrón, un hermoso arbusto que nunca deja de florecer, con hojas de color verde oscuro y flores que recuerdan a los jazmines, blancas como la nieve. Había sido cultivado a partir de esquejes tomados de una planta en isla Rodrigues, en el océano Índico.

En realidad, debería decir la planta, puesto que era el último ejemplar de la especie que quedaba en todo el mundo. Hacía mucho tiempo que a dicha especie, cuyo nombre latino es Ramosmania rodriguesii, se la consideraba extinta. Cuando en 1980 un niño la redescubrió de forma inesperada, fue la primera vez que alguien la veía en estado silvestre desde hacía más de cincuenta años.

Pero los esquejes por sí solos no eran la solución. En la naturaleza, únicamente la producción de semillas podía garantizar su supervivencia a largo plazo. Sin semillas, estaba destinada a morir, incapaz de reproducirse de forma natural. Por esta razón, durante años los expertos lo habían intentado todo para obtener esas semillas, pero sin ningún resultado.

Ahora iba a probar yo. ¿Conseguiría descifrar el código?

Escogí una flor y cuidadosamente extendí la hoja del bisturí. Lo sujeté contra la flor y contuve la respiración. Estaba a punto de hacer el corte que podría decidir el destino de esta especie.

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INTRODUCCIÓN

Un manifiesto mesiánico

Permíteme que me presente. Mi nombre es Carlos Magdalena y me apasionan las plantas.

En 2010, Pablo Tuñón, un periodista que escribió sobre mi trabajo en el periódico La Nueva España, me llamó «El mesías de las plantas». Creo que lo que le inspiró ese apodo fueron mi barba y mi pelo largo posbíblicos (aunque prehípsteres), además de todo el tiempo que había pasado intentando salvar plantas que estaban al borde de la extinción.

El apodo llegó a oídos del público de todo el mundo cuando sir David Attenborough lo mencionó durante la entrevista que me hizo para El reino de las plantas, una serie filmada en el Real Jardín Botánico de Kew. «El mesías de las plantas» —o, como dicen por allí, «The Plant Messiah»— pronto se convirtió en el sobrenombre con que yo aparecía a menudo en los medios de comunicación, lo que dio lugar a numerosas bromas entre mis amigos y colegas. A mi familia le encanta imaginarse a mi madre saliendo al balcón para gritar: «¡No es el Mesías; es un chico muy travieso!», como en el legendario sketch de los Monty Python en La vida de Brian.

Pero no temas. No tengo ningún complejo de mesías.

Sin embargo, he de reconocer que hace poco busqué en un diccionario inglés la palabra messiah —o sea, «mesías»— y en este idioma tiene varias definiciones, que van desde «líder considerado salvador de un determinado país, grupo o causa» hasta «líder exaltado de alguna causa o proyecto», además de «redentor» y «mensajero». Dado que el asunto no estaba muy claro, me he propuesto ser todas ellas, aunque, para centrarme un poco, mi misión realmente es hacerte cobrar conciencia de hasta qué punto son importantes las plantas. Es más, he de confesar que, de hecho, estoy obsesionado con esta idea. Quiero hablarte de ellas y explicarte todo lo que hacen por nosotros, lo importantes que son para nuestra supervivencia y por qué debemos salvarlas. Las plantas son la clave del futuro del planeta —para nosotros y para nuestros hijos—; sin embargo, cada día, miles de millones de personas las dan por supuestas y con frecuencia desprecian sus beneficios. Su ignorancia e indiferencia me frustran y a veces me indignan.

Aunque estemos ciegos a este hecho, la realidad es que las plantas son la base de todo, directa o indirectamente. Las plantas nos proporcionan el aire que respiramos; nos visten, nos curan y nos protegen; las plantas nos procuran cobijo y casi toda nuestra comida y bebida diarias. Pensemos en las medicinas, los materiales de construcción, el papel, el caucho, los anticonceptivos, el algodón para los vaqueros y el lino para los vestidos; en el pan, las judías, el té, el zumo de naranja, la cerveza, el vino y la Coca-Cola, y pensemos también que las vacas comen hierba, pienso o forraje y que obtenemos de ellas carne y leche; que las gallinas comen trigo y otras semillas y nos dan huevos, carne y sopas; que las ovejas comen hierba y nos dan lana, etcétera.

Así que las plantas son nuestros mejores y más humildes sirvientes; se ocupan de nosotros cada día, en cada aspecto. Sin ellas, no podríamos sobrevivir. Es tan simple como eso.

A cambio de sus generosos servicios, solo reciben nuestro maltrato. No las apreciamos y las infravaloramos de forma sistemática. Ni siquiera las consideramos sirvientas, sino esclavas. Destruimos sus hogares y diezmamos sus familias. Las obligamos a producir en masa y las rociamos con sustancias químicas. El sistema agrario industrial es terrible no solo para los animales, sino también para las plantas, y su coste medioambiental puede ser igual de destructivo (lo que ha ocurrido con el insostenible aceite de palma no es más que uno de los muchos ejemplos lamentables de agricultura perniciosa).

Destruimos selvas tropicales para plantar cosechas en suelos que no pueden sostenerlas. Sin pensar en los tesoros que los bosques contenían, llevamos la flora y la fauna a situaciones críticas e incluso a la extinción. Durante la exploración y la expansión coloniales, introdujimos cabras en islas donde, como era de esperar, se comieron la singular y delicada flora autóctona hasta que no quedó nada o solo poblaciones hechas jirones, eliminando el «pegamento verde» que estabilizaba el suelo y provocando problemas de erosión que acabaron con los ecosistemas de islas enteras. Introdujimos malas hierbas invasoras, una muerte asfixiante e insidiosa que ahogó a la flora local en una siniestra forma de colonialismo botánico. Aun hoy construimos casas en suelo agrícola y cubrimos de interminables kilómetros de asfalto acotado por líneas blancas lo que habían sido praderas silvestres de flores, negándonos a ver las consecuencias. Es una exhibición de «ceguera vegetal» de proporciones epidémicas. La destrucción de las plantas lleva aparejada la de la fauna. Especies de aves, mamíferos e insectos... a menudo extintas para siempre. Pocas veces llegamos a pensar siquiera en lo que estamos haciendo, y, cuando lo hacemos, no alcanzamos a comprender todos sus efectos.

Nos hemos apartado de milenios de contacto directo con las plantas; desde la revolución industrial, la mayoría de la población de los países desarrollados nunca ha trabajado con la flora y rara vez se ha sentido vinculado a ella. En el paso del campo a la ciudad, hemos perdido nuestro nexo directo con las plantas y su entorno.

Gran parte del problema es que, con independencia de lo mal que las tratemos, las plantas no hablan, y no pueden defenderse, advertirnos de la locura de su destrucción o recordarnos su importancia en voz alta o con un puñetazo en la mesa. Las plantas no sangran cuando se les da un machetazo ni gritan cuando se les quema. No pueden escribir un mensaje en un libro y necesitan que alguien lo haga en su lugar.

Si no pueden producir semillas para asegurar su supervivencia, porque sus poblaciones están muy fragmentadas o esquilmadas o las supervivientes apenas tienen un hilo de vida, necesitan que alguien alce la voz por ellas. Necesitan que alguien diga: «No voy a tolerar la extinción». Alguien que comprenda la ciencia de las plantas y que defienda apasionadamente su causa, utilizando todos los medios posibles para garantizar su supervivencia.

Muchos de los grandes jardines botánicos del mundo, como Kew, no solo están ahí para educar y entretener al público. Reúnen y conservan especies raras, tanto en cultivo como en la naturaleza, salvándolas del olvido y poniéndolas a disposición de la ciencia, y así lo han hecho durante generaciones. El genio colectivo, tanto académico como hortícola, de quienes trabajan en ellos no tiene parangón, y sus colecciones son imprescindibles a escala global. Pese a su entrega y pasión, necesitan gente que transmita su mensaje a los habitantes de todo el planeta.

Yo quiero ser esa persona.

Quiero dar a conocer al mundo lo que las plantas hacen por nosotros. Quiero que las valoremos y que apreciemos lo que hacen. Quiero que comprendamos su importancia para nuestra supervivencia y la de nuestras familias (la de nuestros hijos, nuestros abuelos y las generaciones futuras). Quiero que nos demos cuenta de que sin ellas moriríamos y de que la mayor parte de lo que vive en la tierra, el mar y el aire perecería también junto con ellas... Quiero que nos apasione la importancia de la conservación, que nos anime la determinación de no tirar nunca la toalla, aun cuando solo quedara el último espécimen de una especie en el mundo. Quiero que seamos conscientes de la importancia de las plantas hasta el punto de que sintamos la necesidad de hacer algo al respecto.

Un mesías no puede transformar las actitudes sin partidarios que difundan el evangelio. Cuando se trata de la conservación, necesitamos entusiasmo, motivación y acción. Ha llegado el momento de cambiar.

Quiero que este libro dé comienzo a ese cambio. Las personas necesitamos a las plantas y las plantas necesitan a las personas, y difundir ese mensaje comienza contigo y conmigo.

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Génesis

Para comprender qué motiva a un mesías de las plantas, hay que empezar por los orígenes.

Nací en 1972 en Asturias, en la ciudad de Gijón para ser precisos. Debo de haber heredado el gusto por trabajar en el campo y el amor a las flores de mi madre, Edilia, que era florista.

Aunque a mi hermana y mis hermanos también les interesa el mundo natural, yo soy el único que se gana la vida con él. Mi hermana, Claudia, la mayor de todos, trabaja en unos grandes almacenes. Mi hermano mayor, Falo, que era viajante, por desgracia murió en 2010. Otro hermano, Miguel, es conductor de camiones, y el cuarto, Javi, es músico y fotógrafo. Yo soy el menor. Como todas las familias grandes, tenemos talentos muy distintos; están el deportista, el artista, el músico, el naturalista. Siempre he podido aprender algo de cada uno de ellos, así como de mis tíos, mis tías y mis primos. Ciertamente, los intereses, pasiones y temores de nuestra «tribu» me han formado y transformado.

Mi madre tenía nueve años al comienzo de la Guerra Civil, y su familia, como la gran mayoría, padeció mucho. No eran las circunstancias ideales para que creciera una muchacha o un niño.

En esa época, la gran mayoría de la gente, sobre todo en las zonas rurales, tenía que ser autosuficiente, pero no en el sentido moderno que ahora está bastante de moda; entonces era un asunto muy serio. Era la única forma que tenían de sobrevivir.

El régimen franquista tenía una actitud bastante simplista y explotadora hacia la naturaleza. Quería homogeneizar el país y erradicar todo lo que amenazara a la productividad. En siglos pasados, se habían talado grandes extensiones de antiguos robledos en Asturias y en otras regiones del norte de España, algunos de los lugares con mayor biodiversidad de Europa. Buena parte de esta madera se empleó para construir los galeones que primero llegaron a América y después integraron la «armada invencible». Franco siguió talando esos valiosos bosques y empeoró el problema sustituyendo especies autóctonas por hileras e hileras de eucaliptos y pinos. También es cierto que muchos propietarios de terrenos se dieron cuenta de que este tipo de plantaciones eran una forma rápida (o mucho más rápida) de hacer dinero y no necesitaron mucho estímulo por parte del Estado.

Una de las consecuencias es que hoy en día, sin muchos cambios en lo que a política forestal se refiere y con más pinos y eucaliptos que nunca, España se incendia todos los veranos (y últimamente también todos los otoños). El Estado y los medios de comunicación a menudo acusan a la gente que hace barbacoas o arroja cigarrillos encendidos desde el coche, pero ¿es realmente toda la culpa de ellos o lo es de la política forestal? La destrucción de una flora y una fauna de gran diversidad y su reemplazo por plantaciones de una sola especie, en densidades elevadas y extremadamente inflamables, tienen claramente una gran responsabilidad en todo este asunto. Desde hace décadas, existe la necesidad de sustituir los eucaliptos por especies autóctonas, pero esto resulta extremadamente caro y hay que matar todos los tocones de eucalipto porque este árbol vuelve a crecer vigorosamente cuando es talado.

Muchos pueblos, como San Esteban de Dóriga, donde vivía mi madre, estaban rodeados de bosques que llevaban allí desde la Edad de Hierro. En ellos la gente podía practicar la apicultura, recoger bayas y setas, y llevar a pastar las vacas y otros tipos de ganado. Toda la comunidad se beneficiaba de aquellos bosques autóctonos, año tras año. No se podía «talar y quemar» toda la zona, pero cada uno podía cortar un árbol y llevarlo al pueblo para su propio uso. Era una forma bastante «sostenible» de gestionar el monte, mucho antes de que esta palabra fuese acuñada.

Las sucesivas revoluciones industriales acabaron con buena parte de la biodiversidad europea, y aunque el efecto quizá fuese menor en la península que en otras zonas del continente, no debemos olvidar la persecución continua a la que Franco sometió al mundo natural. Cualquier animal que no produjera un beneficio era una alimaña y había que acabar con él. La gente salía de caza al bosque, metía los «improductivos» osos y lobos muertos en el maletero y después se dirigía al centro del pueblo para reclamar la recompensa del gobierno. Los datos para toda España registrados por las llamadas Juntas de Extinción de Animales Dañinos muestran que, solo en 1969, se acabó con la vida de 150 osos. En los años ochenta, cuando yo era niño, apenas quedaban ochenta en toda la península.

Estas cifras dan que pensar.[1] Se calcula que, de 1944 a 1961, se cazaron en España un total de 655.010 aves, mamíferos y reptiles. Entre ellos había 1.206 águilas reales, 11.105 milanos negros, 47.739 cuervos, 2.278 chovas, 103.322 urracas, 1.961 lobos y 10.896 serpientes.

El veneno era con diferencia el método más destructivo. Los buitres también resultaban afectados porque se ponía carne envenenada con estricnina como cebo para otros animales, y sus cadáveres, que servían de alimento a aquellos, también quedaban contaminados. La gente olvidó que los buitres impedían que muchas enfermedades se propagaran (si una vaca muere de una enfermedad contagiosa como la tuberculosis bovina, por ejemplo, los buitres dejan los huesos limpios impidiendo que pase a otros animales). Es posible que esas personas pensaran que Dios creó el campo y las alimañas para que pudiéramos matarlas por puro entretenimiento.

Aunque las políticas de Franco redujeron drásticamente las poblaciones de animales salvajes, afortunadamente, la península Ibérica todavía conserva una biodiversidad envidiada por muchos países centroeuropeos.

Sin embargo, no hemos aprendido de nuestros errores. Todavía hoy, los ganaderos exigen a las autoridades que sigan matando lobos, aunque, cuando esto se hace de forma aleatoria, a menudo es contraproducente para la ganadería. Desestructurar las manadas de lobos provoca más perjuicios a los ganaderos, pues los lobos solitarios son más propensos a atacar al ganado, que es una presa fácil. Además, un buen porcentaje de los daños atribuidos a los lobos son en realidad causados por perros asilvestrados, que, a su vez, son una de las presas favoritas de los lobos. Quién lo hubiera pensado...

Oír todas estas historias cuando era niño me concienció sobre la importancia de los ecosistemas y de hasta qué punto es vital conservar a los animales y las plantas. Empecé a interesarme por la política y en especial por cómo esta afecta al medioambiente, y rápidamente me di cuenta de que la destrucción gratuita de la naturaleza es parte de la estupidez humana.

Encajada entre los Picos de Europa y el mar, Asturias es uno de los lugares más gratificantes de la Tierra... sobre todo si te interesa la historia natural. Tiene cincuenta kilómetros de ancho en un extremo y unos veinte en el otro, y la topografía es accidentada. Los ríos se precipitan directamente desde las montañas al mar. Puedes estar a 2.500 metros de altitud, contemplando el abrupto paisaje montañoso, y al mismo tiempo encontrarte a solo treinta kilómetros del Cantábrico. Entre los picos hay cascadas y varios lagos glaciares. Es uno de los mejores lugares para apreciar la historia geológica sin tener que excavar mucho, puesto que en distancias cortas se pueden apreciar formaciones geológicas de prácticamente todas las edades de la Tierra. Caminado por Asturias te puedes encontrar sin mucha dificultad en lugares con huellas de dinosaurio, fósiles de arrecifes de coral o fósiles de helechos en depósitos de carbón.

Asturias es un lugar increíble para la vida salvaje, el lugar perfecto para que un niño aprenda sobre la naturaleza. Tiene unas setenta zonas protegidas (paisajes, reservas naturales y monumentos nacionales naturales) y el primer parque nacional que se declaró en España, el de los Picos de Europa. Las dentadas montañas calizas de este macizo definen la parte oriental de la región. Son intrincadas, con valles y desfiladeros angostos y escarpados que a veces van de norte a sur y, de repente, de este a oeste. Es como una huella dactilar bastante corrugada de valles, de forma que uno que se encuentre a cuatro kilómetros de distancia en línea recta puede estar a diez o más kilómetros por carretera. Por otro lado, Asturias cuenta con los mayores robledales de España y quizá de Europa, la última población viable de osos pardos y la mayor población de lobos de Europa occidental, por no mencionar las mayores densidades de nutrias y rebecos de todo el continente.

Cerca de donde pasé mi infancia están el río Nalón y su principal afluente, el Narcea. La cuenca de este último discurre desde las montañas por el bosque prístino y está llena de salmones y vida acuática (a veces pienso que soy como un salmón, que nace en los ríos del norte de España y emigra a Inglaterra). Yo llamo a esta cuenca fluvial el Amazonas de Asturias, pues, al igual que este, también tiene su río Negro; cuando era niño, las aguas del curso medio-bajo del Nalón eran como chocolate negro porque en él se lavaba el carbón extraído en la minería, pero, gracias al programa que se ha implantado para restablecer la calidad del agua, la situación ha mejorado mucho en la actualidad.

La aldea donde creció mi madre, San Esteban de Dóriga, situada cerca del río Narcea, no tenía más que unos treinta habitantes cuando ella era una niña. Está rodeada de bosques, setos vivos y manzanares, y aunque se encuentra en España no es una región soleada; Asturias tiene casi el doble de precipitaciones anuales que Londres.

Asturias era un lugar donde las personas cooperaban en aras de la comunidad (un trabajo comunal denominado localmente sestaferia). Si había que construir un camino o aclarar el bosque para frenar los incendios forestales, todo el mundo arrimaba el hombro y contribuía sin ser remunerado con dinero. Las tradiciones y el paisaje de Asturias, con sus rincones de tierra casi virgen, influyeron profundamente en mi actitud hacia los hábitats salvajes y su conservación.

A unos treinta kilómetros de donde yo vivía se encuentra Avilés, una ciudad industrial que estaba —y sigue estando, aunque quizá en menor medida— muy contaminada. De hecho, hace poco se la consideró la ciudad más contaminada de España. Cuando yo era un niño, ya notabas el olor a ocho kilómetros de distancia, y si tenías la desgracia de no poder evitar ir allí, siempre acababas con los ojos llorosos o con tos seca. En 1980, según un artículo publicado en El País, seis de cada diez pacientes que acudieron a urgencias fueron atendidos por problemas respiratorios tales como bronquitis crónica.

Parecía increíble que esos dos escenarios se encontraran a treinta kilómetros de distancia. Por una parte, riqueza en biodiversidad, vida salvaje y un paisaje escabroso, y, por otra, una contaminante pesadilla industrial que asfixiaba a toda la vida que la rodeaba. Todo lo que de bueno y malo hay en la Tierra estaba allí. Después de haber visto ambos lados de cerca, sabía cuál quería elegir.

A los cinco años cuidaba las plantas en la escuela y, para mis amigos, me había convertido en una autoridad en historia natural. Si no sabía la respuesta a sus preguntas, iba a casa y preguntaba a mi madre o la buscaba en libros hasta que la encontraba. Más mayor, leí los seis volúmenes de la Enciclopedia de ciencias naturales de la editorial Bruguera, de principio a fin... más de una docena de veces. Como eran valiosos, mi padre me dijo que solo podía leerlos si los apoyaba sobre la mesa, pero yo me los llevaba al cuarto de baño, me encerraba y permanecía allí leyendo durante horas. Todavía están en casa de mi familia.

La historia natural pronto se convirtió en mi única pasión e interés. Sabía los nombres de todos los peces de nuestro acuario, de los pájaros que volaban por el pueblo y de las plantas que había en los campos y las calles próximas. En aquella época no estábamos tan pendientes de la televisión y las redes sociales como los niños de hoy; para entretenernos, entre otras cosas, jugábamos con nuestros perros, cuidábamos de loros o aves exóticas, o nos íbamos a caminar por el campo. Aprendí a ocuparme de mis mascotas, me informaba sobre los lugares de donde procedían y estudiaba cómo vivían. Teníamos un canario inglés al que llamábamos Manolito. Cantaba tan alto que durante la comida teníamos que cubrir su jaula con un paño para que dejase de hacerlo; era la única forma de que pudiéramos oírnos al hablar. También tenía aves exóticas, como tejedores de Speke, estrildas degolladas y un cardenal de América del Norte (que probablemente era mi favorito). Mi padre construyó un gran aviario en el jardín de nuestra finca, y a partir de entonces la lista de aves y mascotas no hizo más que crecer. Al final, tenía tantas mascotas que mis padres me prohibieron que incorporara a la familia más miembros peludos o con plumas.

Mi héroe era Félix Rodríguez de la Fuente. Había estudiado medicina y le interesaban la caza y el mundo rural, por lo que entendía la naturaleza; para cazar algo tienes que conocer los hábitos de tu presa. A finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, él y un grupo de ingleses resucitaron el arte de la cetrería en España y Europa, principalmente a partir de libros medievales. En 1975 comenzó a realizar un programa sobre la naturaleza titulado El hombre y la Tierra. En él hizo cosas como criar un azor y encontrar una pareja que estaba anidando, para después combinar secuencias del ave troquelada con otras de las salvajes, de forma que los espectadores pudieran comparar cómo vivían y cazaban sus presas. También crio a varios lobeznos y los entrenó como perros de caza, de manera que si quería filmar una manada de lobos persiguiendo a un ciervo los soltaba y, como podía predecir con bastante exactitud adónde irían, a veces a lo largo de varios kilómetros, colocaba cámaras por el camino para filmarlos mientras corrían. En un estilo muy similar al de David Attenborough, era un narrador increíble: intenso, dramático, casi poético a veces. La música, bastante funky e incluso psicodélica, que acompañaba las imágenes hacía que incluso me gustara más el programa.

Mi madre decía que, ya a los dos años, cuando estaba dormido en la cama, en cuanto oía la música del programa en cuestión, venía gateando desde mi habitación y me sentaba en el suelo, delante del televisor, como hipnotizado. Lo seguí durante muchos años. Si alguien les preguntaba a mis amigos, mis hermanos y mi hermana qué querían ser de mayores, sus respuestas iban desde futbolista y torero hasta bombero y a veces incluso general. Yo no conocía la palabra para describir lo que hacía Félix Rodríguez de la Fuente, pero quería —y aún quiero, la verdad...— ser como él.

Algunas de las imágenes que creó son insuperables. Me parece que ni siquiera Attenborough y la BBC producían algo así en aquella época. Mezclaba descripciones poéticas y realismo con una pizca de surrealismo, pero con información y base científica. Como conocía la psicología de los animales, a menudo era capaz de anticipar lo que harían. Ponía carroña en la trayectoria de vuelo de un águila hacia su nido y situaba las cámaras ventajosamente, pues sabía que en algún momento el águila vería la presa, iría a por ella y él podría filmarlo en detalle.

Cuando me desperté el 15 de marzo de 1980, casi con ocho años, me enteré de la noticia de que mi héroe había muerto en un accidente de avioneta en Alaska mientras filmaba una carrera de trineos tirados por perros. Me puse a llorar. Sin él, ¿quién podría defender la vida salvaje con tanta pasión?

Tenía unos cinco años cuando mi padre compró nuestra finca. Estaba en lo alto de una montaña, a unos quince kilómetros de las afueras de Gijón y a veinticinco minutos de nuestra casa en la ciudad. Se encontraba en medio de un bosque y, como la mayor parte de la tierra era una turbera, estaba llena de plantas interesantes. A los siete años identifiqué una Drosera rotundifolia, o rocío de sol común. Es una planta carnívora que está cubierta de pelillos rojos glandulares en la parte superior y en los bordes de las hojas, que brillan como diamantes y atraen a los insectos a sus letales tentáculos pegajosos. Pero mi padre drenó la turbera, porque eso es lo que hacía la gente; de esa forma la tierra podía ser productiva.

No me di cuenta del significado de lo que mi padre había hecho, y del conflicto que existe en ciertos lugares entre las necesidades de las personas y la naturaleza, hasta que años más tarde comprendí mejor la importancia de la ecología. Fue entonces cuando descubrí cuál es la mejor manera de transformar una turbera en tierra útil: cavando zanjas para el drenaje. A fin de incrementar la productividad del suelo, se añadieron varios camiones de estiércol de vaca bien fermentado, que echamos en la turbera hasta que se convirtió en un gran lecho de compost de varios metros de profundidad y dos o tres campos de fútbol de longitud. Por suerte, a un lado se dejó intacta una franja en la que sobrevivieron muchas de las especies de plantas originarias de la turbera.

En otra zona de la finca había una loma de arcilla y conglomerado, así que mi padre contrató una excavadora para aplanarla. Al cabo de un tiempo también la cubrió con una capa de veinte centímetros de estiércol, de forma que la loma se transformó en una pradera plana y florida en un tiempo récord.

Mis padres empezaron a cultivar la tierra para producir comida casera para la familia y también comenzaron a dedicarse a la jardinería. Por aquel entonces nadie tenía mucha idea de lo que eran los alimentos «ecológicos», pero mi madre ya desconfiaba de la comida producida industrialmente. Se dio cuenta de que los huevos que compraba en el supermercado empezaban a perder el sabor y pensaba que probablemente contenían toxinas, de forma que adquirió varias gallinas, que alimentaba con hojas de las cosechas y sobras vegetales. Reciclábamos todo. El maíz para las gallinas atrajo a muchos ratones; mi madre los mataba y las gallinas también se los comían. Por esto, me percaté de que los pollos y los dinosaurios tenían mucho en común a una edad bastante temprana.

En la finca no había ni televisión ni libros, por lo que trabajar la tierra se convirtió en nuestro principal interés y nuestro entretenimiento. Íbamos allí una vez a la semana a trabajar, y al final teníamos más de dos mil frutales, entre ellos melocotoneros, manzanos, membrillos, perales, ciruelos y kiwis.

Fue allí donde primero realicé un injerto en un frutal. Cuando tenía unos diez años había cultivado un kiwi a partir de una semilla. Un día, charlando con el dueño de un vivero de la zona que vendía plantas en los mercadillos de los alrededores, le dije que nunca florecía.

No se anduvo con ambages: «Eres tonto. Si utilizas semillas tardarán varios años en florecer y hasta entonces no sabrás si son macho o hembra... y puede que la fruta tampoco sea muy buena».

Entonces me enseñó a injertar, lo cual es un poco como un malabarismo hortícola. Por ejemplo, una planta produce una fruta deseable pero sus raíces son débiles. Lo que un jardinero haría es tomar el sistema radicular de otra planta (llamada portainjerto), a menudo un pariente no muy lejano de esta especie, e injertar un brote joven de la variedad que nos interesa (vástago) en él, de forma que la planta deseable pueda crecer sobre raíces más fuertes «prestadas». En esta operación hacen falta herramientas afiladas, cortes limpios y habilidad para la microcarpintería quirúrgica a fin de que las dos partes encajen perfectamente. Una vez hecho esto, se sujeta con cintas para que no se seque y hay que esperar a que los cortes cicatricen. Con un poco de práctica se puede hacer en un par de minutos o incluso menos. Si el vástago se seca, es que no ha funcionado..., pero con un poco de habilidad tienes una nueva planta que siempre tendrá las características y cualidades genéticas del ejemplar que dona el vástago.

Hice cuatro o cinco injertos; uno o dos fracasaron, pero los otros salieron adelante, o, como dirían en Asturias, «predieron». Injertar es el equivalente del trasplante de órganos en el mundo de las plantas, es como crear una planta Frankenstein. Hay que seguir una serie de pasos, tener destreza con una navaja afilada y ser capaz de hacer una serie de cortes en el orden correcto. La rapidez y la precisión son decisivas. Unas manos pequeñas de niño vienen bastante bien para esto.

El viverista con frecuencia vendía el portainjerto separado del vástago para que los clientes hicieran el injerto por sí mismos y comentaba: «Si Carlos puede hacerlo con diez años, usted también puede».

Mi madre era la jardinera. Compraba árboles raros, hermosos o de fruta sabrosa para plantarlos. A veces se pasaba el día recogiendo patatas. No paraba; sembraba más de lo que yo había visto nunca; hacía una zanja, plantaba, hacía otra zanja, plantaba. A los seis o siete años ya la ayudaba.

Por el camino nos deteníamos en el mercado a comprar cebolletas y pimientos de Padrón para cultivarlos. Incluso salía a sembrar cuando llovía. Era un trabajo duro, pero no lo parecía. Me gustaban la jardinería y comer; no me sentía como si fueran trabajos forzados. Teníamos un rotovator, sierras mecánicas (que manejé alegremente de los diez a los doce años) y un pequeño tractor con tráiler.

Uno de los temores de mi madre cuando compraron la finca era que me ahogase en la alberca —o, como dirían en Asturias, la «charca»—, puesto que ya desde muy pequeño me atraían los nenúfares y los peces. También temía que en una de mis excursiones por los alrededores me perdiera. Solía despertarse de la siesta pensando que yo estaba allí, pero me había ido. De hecho, muchas veces me perdía —aunque más bien en el tiempo que en el espacio— cuando paseaba por el bosque y deambulaba para ver qué encontraba y me alejaba cada vez más, atraído por los sonidos de los pájaros, una mata de helechos o la simple curiosidad.

Con frecuencia causaba un gran alboroto en casa trayendo animales salvajes. Una vez adopté a un alcatraz, un tanto pendenciero, que había encontrado malherido en la playa. Cuando un granelero contaminó la bahía a causa de un accidente, me permitieron traer a un frailecillo (o dos). No había hospitales para fauna salvaje, así que supongo que estaba tratando de compensar esa carencia. Con la ayuda de mi madre salvé a buen número de aves y otros animales, y los que no morían eran «desahuciados», liberados para que regresaran a la naturaleza. La casa estaba tan llena a causa de mis invitados que llegó un momento en que tuvimos que sacarlos a todos, bien dejándolos volar desde la ventana si se habían recuperado y eran autóctonos, bien reubicándolos en el aviario de la finca o incluso en algún zoo.

Un día encontré en la playa una tortuga laúd que pesaba casi media tonelada. Por suerte para mi familia, ya estaba muerta. La retiraron unos biólogos que ya sabían de su existencia y que pronto descubrieron que en el pasado había sido marcada en Venezuela. Eso me dejó pasmado. Aprendí que este tipo de tortuga existe desde hace más de cien millones de años y que han sobrevivido a unas cuantas extinciones a escala planetaria (extinciones masivas), que se alimentan principalmente de medusas, que son uno de los animales acuáticos de respiración pulmonar que nadan a mayor profundidad (hasta mil metros) y que, además, se mantienen calientes en el agua fría permaneciendo en movimiento. Y así, nadando para entrar en calor, es como acababan en una playa fría del norte de España.

En mi infancia, cuando mi madre encontraba una planta, me hablaba de ella. Me decía el nombre de la especie, de dónde procedía, para qué podía usarse y dónde la había visto antes. Poco a poco aprendí los nombres, aunque no siempre los encontraba en la enciclopedia porque ella utilizaba el dialecto local, el bable o asturiano (aunque Franco nunca reconoció la existencia de otras lenguas en España e incluso prohibió su uso, y aun hoy en día continúa siendo una lengua no oficial). Mi padre a veces tenía que parar el coche para que ella me mostrara un espécimen; a veces también recolectábamos semillas o esquejes.

Cuando salíamos de Asturias, por ejemplo para ir a una boda, regresábamos con varios tipos de semillas y especímenes para plantarlos en la finca. Más tarde, cuando mi padre empezó a trabajar de viajante para una empresa que vendía accesorios de jardinería y plantas de interior importadas de Holanda, siempre sobraba alguna muestra. La finca se convirtió en nuestro jardín botánico particular, aunque, habida cuenta de todos los animales que teníamos, quizá debería decir «nuestro zoológico».

Además de estar atenta a las plantas, mi madre, siempre que había ocasión, estaba observando a las aves. Yo también comencé pronto con la ornitología, a los catorce años. Se puede considerar no solo una rama científica sino también un pasatiempo. Los ingleses incluso tienen una palabra específica para ello, birdwatching, aunque esta no tiene equivalente en castellano y, por lo general, «ornitología» se usa más en el ámbito científico, con lo que, a menudo, si decías que ibas a «mirar pájaros» era poco más que decir que te faltaban un par de cafés, puesto que era muy desconocida como afición. Cazar pájaros, sí; observarlos, no. Recuerdo que un día me encontré con un amigo de mi familia en una estación de tren a las ocho de la mañana. Quería saber adónde podría ir un muchacho de catorce años a esa hora. Le dije que iba a mirar pájaros.

—¿Qué vas a hacer? ¿Cazarlos?

—No, voy a observarlos.

—Qué cosa más rara. ¿Y qué ganas con eso?

Le dije que eran realmente maravillosos, que venían a pasar el invierno desde distintos países y que sabía que vería muchas aves interesantes, pero que desconocía cuáles exactamente hasta que llegase allí. La expresión de su cara lo dijo todo.

Durante la época de nidificación había muchas aves de jardín en nuestra finca; cuando mi madre descubría sus nidos, me los enseñaba si para mí era fácil llegar a verlos sin importunar mucho a los padres de la nidada. En una ocasión, cuando solo tenía cuatro o cinco años, subió conmigo a lo alto de un pequeño pino, utilizando las ramas opuestas como escalones, para mostrarme un nido de jilguero. Mi madre era capaz de identificar muchos tipos de pájaros y también sabía cuándo llegaban al país o cuando se iban de él. Recuerdo que un año, al oír al primer cuco, me explicó que ponía los huevos en otros nidos y me ens

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