Las fantásticas luciérnagas

Oscar S. Aranda

Fragmento

senoras_que_se_empotraron_hace_mucho-12

—Las luciérnagas son escarabajos con alma de estrella.

—No, ¡las luciérnagas son estrellas que cayeron del cielo!

—¿Y sobrevivieron?

—¡Claro! ¡Por eso siguen brillando, bobo!

Éstas eran las típicas conversaciones que teníamos antes de dormir; cuando mi padre apagaba las luces del campamento y mientras la oscuridad total nos abrazaba, mis hermanas y yo discutíamos sobre el origen de las luciérnagas. Bueno, no era una oscuridad total, porque ellas nos hacían compañía con sus extraños y seductores códigos morse de color verde-amarillo. Era la excusa perfecta para que mis padres pudieran hacernos dormir temprano tras otro agotador día de vacaciones cuidando a sus cinco hijos en medio de la nada urbana y del todo naturaleza.

Era increíble cómo nos cundía el tiempo. En cuanto salía el sol ya estábamos despiertos y dando la lata, ansiosos de que nos dejaran salir de nuestra gigantesca tienda de campaña, donde cientos de jejenes nos esperaban hambrientos. A mí me encantaba desaparecer en busca de bichitos, aunque mis padres no me dejaban ir muy lejos porque había animales venenosos como alacranes y serpientes, pero no me importaba. Lo peor que me había sucedido era tragarme una avispa y que un cangrejo ermitaño, el más grande que haya visto jamás, se prendiera de la palma de mi mano con su gran tenaza por no dejarlo marchar. No parábamos: a ratos jugando, a ratos explorando y a ratos nadando. Cuando menos lo pensábamos, el sol ya se acercaba al horizonte y mis padres nos hacían regresar al campamento.

Tras la puesta de sol, y tras obligarme a tomar una ducha de agua que previamente nos calentaban, nos daban de cenar. Nos colocábamos todos alrededor de esa mesa plegable un poco oxidada y nos sentábamos en esas pequeñas sillas sobre las que años después se sentaría también nuestro célebre y admirado amigo, el rey de los boleros. La noche nos abrazaba y la única luz que se encendía era la que provenía de una extraña lámpara de gas que sólo mi padre podía manipular. Encenderla era todo un ritual y siempre deseé poder hacerlo. Se trataba de una bombilla de tela, extraordinariamente frágil, que, conectada a un cilindro de gas y protegida por una delgada esfera de vidrio, generaba una luz tan intensa que mi padre la debía regular disminuyendo la salida del gas.

A veces, mientras cenábamos, una luciérnaga atraída por la luz del campamento se posaba sobre nuestros cuerpos, destellando y caminando por nuestras manos. Luego las discusiones comenzaban:

—¿Ves, hijo, cómo brillan?

—Se dice «destellan» —le corrigió mi hermana Mahely.

—¿No será «centellear»? —agregó mi hermana Adalhí.

—¡Entonces sería «titilar»! ¿No había

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