Aromas del mundo

Harold McGee

Fragmento

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Prólogo

Mi primer urogallo

No importa dónde o cómo esté leyendo estas palabras: en este mismo instante, todo un mundo gira alrededor y dentro de usted, un mundo en el que pululan las hechuras del disfrute, el asco, la comprensión y la maravilla. Es una nube invisible de moléculas volátiles: incontables partículas de materia flotando en el aire que respiramos, desplazándose a velocidades de autopista, cuya presencia percibimos como olores. Este libro trata sobre esas partículas y olores, y sobre cómo sacar el máximo partido de nuestro acceso a ellas.

Se han escrito numerosos —y buenos— libros sobre nuestro sentido del olfato; sobre los agradables aromas de las comidas, las bebidas y los perfumes, y sobre la naturaleza del asco. En este libro he querido recopilar algo diferente: una guía del amplio mundo de los olores, sean o no agradables, y de las partículas moleculares transportadas por el aire que los estimulan. Ya que las partículas son fragmentos representativos de todo el cosmos material, me gustaría llamar a ese mundo «osmocosmos», de osme, la palabra del griego antiguo que significa «olor» o «hedor», un término que reverbera y acarrea cierto embrujo. El osmocosmos contiene infinidad —al menos miles— de moléculas, tal vez millones. Comprende mucho más de lo que incluso el más sensible de nosotros es capaz de experimentar. Y una gran parte de ello, si no todo, es inaccesible para las muchas personas cuyo sentido del olfato se ha visto alterado de algún modo. Pero no importa qué parte del osmocosmos podamos percibir, porque estamos siempre inmersos en él. Es una característica fundamental del mundo en que vivimos, y merece la pena explorarlo, aunque solo sea con la imaginación y el pensamiento.

El término general para las partículas aerotransportadas es «volátil», que deriva de la palabra latina para «volar» y que se aplicó por primera vez hace siglos a las aves, las mariposas y otras criaturas con alas. Fue uno de estos volátiles originales, una sabrosa ave salvaje, la que me llevó a explorar el mundo de este tipo de moléculas. He aquí cómo sucedió. Y he aquí esta guía, que espero que pueda utilizar usted también para convertirse en un explorador de olores.

Durante mucho tiempo me ha interesado la ciencia de la cocina. En el año 2005, cuando en el sector de la restauración no se hablaba más que de cocina experimental, viajé a España e Inglaterra para entrar en contacto con las innovaciones culinarias. Los principales chefs de vanguardia, los Adrià, Roca y Heston Blumenthal, aspiraban a ofrecer a sus clientes comidas inolvidables, con largos menús de novedosos platos que resultaran sorprendentes, divertidos, desconcertantes y, a veces, deliciosos. Fueron aquellos unos días muy estimulantes. Pero mi bocado más memorable llegó casi al final, durante una comida británica muy tradicional con Fergus Henderson y Trevor Gulliver en St. John, su restaurante de Londres.

Era el principio del otoño, así que pedí urogallo, un ave de caza que estaba en temporada y que nunca había tenido ocasión de probar. La sirvieron asada, entera, poco hecha y sin decoración, sobre una tostada y con unos berros frescos. Esperaba disfrutarla, aunque no hasta el punto de quedarme sin habla con el primer bocado. Pero fue así. Me absorbió por completo, primero por la intensidad de la sensación —una carnosidad casi demasiado potente para ser agradable, con un punto de amargor— y luego por una confusa emoción. Por unos instantes, me quedé paralizado, incapaz de decir una palabra a mis compañeros de mesa. Me miraron con rostro preocupado, pero entonces Fergus sonrió, asintió y dijo: «Ah, claro. Tu primer urogallo».

Siempre me había interesado comprender qué es lo que hace que una comida sea deliciosa, pero aquella experiencia me impresionó como ninguna otra; la intensidad del sabor activó una intensa sensación, que, además, persistió. Aquel urogallo aún seguía en mi boca horas después, mientras trataba de concentrarme en una interpretación de La tempestad de Shakespeare.

En otro momento, años más tarde, me impresionó tan solo la intensidad del aroma. Me las había arreglado para que me creciera en la punta de la lengua lo que parecía una papila gustativa superdesarrollada, de unos tres milímetros de diámetro: ¡vaya broma para un cronista gastronómico! Finalmente, acudí a un especialista, que recomendó extirparla. Me puso anestesia local, la cortó y cauterizó la herida con un instrumento eléctrico que quema y sella los vasos sanguíneos. Se produjo una voluta de humo, y pude oler el típico aroma de carne de buey en una parrilla muy caliente, quemada pero también ligeramente podrida. Una sorpresa, pero del todo razonable: ¡olía a McGee asado! Y, con esa graciosa idea, noté que la cabeza se me iba, las extremidades me pesaban y me acometía un sudor frío. El médico reclinó enseguida la silla y en unos minutos ya me volvía a sentir bien, aunque un poco avergonzado. Pensaba que me estaba tomando la experiencia con calma, pero mi cuerpo me traicionó. Otro momento, y otro olor, inolvidable.

El referente cultural común para conectar sabor con emoción es el trozo de magdalena que el narrador de Marcel Proust moja en una taza de tila en el primer volumen de su novela En busca del tiempo perdido. Ese bocado sorprende al anónimo narrador con un escalofrío de «placer exquisito», que termina rastreando hasta su idílica infancia, cuando probó la misma combinación. Mis escalofríos no eran exactamente placenteros; más bien parecían ser advertencias instintivas. El urogallo era tan intenso y tenía un aroma tan fuerte que podría haber estado estropeado, y la cauterización de la lengua tal vez evocó el sufrimiento de mi tonsilectomía, veinte años antes. Pero ¿era ese todo su significado? Tenía la sensación de que debía de haber algo más.

Mis cavilaciones terminaron por llevarme a un pasaje menos célebre de Proust que despertaba unos ecos mucho más profundos. En el cuarto volumen, Sodoma y Gomorra, el narrador se deleita con una de sus bebidas favoritas, y se ve afectado por las sensaciones que le provoca:

La naranja exprimida en el agua parecía entregarme, a medida que yo bebía la vida secreta de su maduración, su acción feliz contra ciertos estados de ese cuerpo humano que pertenece a un reino tan distinto, su impotencia para hacerlo vivir; pero, en cambio, los juegos de riego por donde podía serle favorable y cien misterios revelados por la fruta a mi sensación, de ninguna manera a mi inteligencia.

De nuevo, el sabor de un alimento capta la atención del narrador y provoca una sensación de importancia escurridiza. Pero esta vez no se trata de su vida pasada: se trata de la comida. De algún modo, la naranja evoca el misterio de su creación y su valor nutritivo para criaturas tan extrañas como nosotros. El narrador no sigue este indicio como lo hace con el placer que le produce la magdalena. Pero, si profundizara en él, su búsqueda se apartaría del tiempo perdido y se dirigiría hacia los hechos hallados, hacia las historias naturales y los procesos internos de la fruta y del animal.

La naranja de Proust me animó a considerar mi gusto por el urogallo como una invitación a reflexionar sobre sus misterios. Era una llamada a pararse a aprender, a preguntar: ¿por qué aquel ave tenía un sabor tan intenso y característico?

Así que pregunté, y aprendí. A diferencia de los ána

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